4. Y el tiempo pasa

Marian se quedó en silencio preguntándose si Ezequiel le permitiría encender un cigarrillo, pero no se atrevía a pedírselo. También en Israel había restricciones para fumar en público.

—De modo que así vivieron ellos la llegada de mi padre… En realidad no difiere mucho de lo que él me contó —dijo Ezequiel clavando su mirada en Marian.

—Ellos no mienten —respondió ella, fastidiada por el comentario.

—Yo tampoco, pero dígame, ¿con quién ha hablado de la familia de Ahmed Ziad?

—Eso no tengo por qué decírselo.

—No, no tiene por qué, pero me gustaría saberlo.

—¿Para qué? ¿Acaso va a cambiar algo? Usted vive aquí, donde un día estuvo su aldea, y ellos son un número más entre los desplazados.

—¿Sabe?, me interesa lo que me cuenta. Más de lo que puede suponer.

—Ahora le toca a usted continuar con su versión de la historia.

«No eran pocas las ocasiones en que Samuel se preguntaba por la deriva que había tomado su vida. Si Ismail no hubiera estado tan enfermo y él no hubiera acompañado a aquella familia de campesinos a la casa de Abraham, no habría conocido a Alí y a aquellos otros judíos empeñados en comprar un pedazo de tierra.

No tardó en comprobar que a la casa de Abraham Yonah solían acudir muchos de los judíos recién llegados a Palestina. El médico se había labrado fama de ayudar a aquellos desarrapados deseosos de formar parte de la Tierra Prometida.

Abraham Yonah había conocido a sir Moisés de Montefiori, preeminente judío inglés empeñado en ayudar a otros judíos a instalarse en Palestina financiando pequeñas industrias y poblados agrícolas. El médico contaba que muchos de los judíos de Palestina no veían con buenos ojos la llegada de nuevos emigrantes. Pero ése no era el caso de Abraham, que colaboraba cuanto podía con los buenos deseos de Montefiori como más tarde lo haría con los enviados del barón Rothschild, que igualmente ponían todo su esfuerzo en ayudar a los emigrantes judíos a instalarse en la Tierra Prometida.

La mañana en que Ismail agonizaba, Abraham ayudaba a Jacob, a Ariel y a Louis a cerrar un acuerdo con Alí, el enviado del said Aban, dispuesto a vender las tierras y la cantera que poseía en Palestina pues eran numerosos los árabes palestinos que buscaban la mediación del médico para vender sus posesiones. Hombres poderosos y ricos que vivían en Damasco, El Cairo o en la lejana Estambul, porque ¿quién quería vivir en aquella tierra árida en la que los hombres morían de malaria? Sólo esos extraños judíos que empezaban a llegar de Europa estaban empeñados en cultivar aquella tierra. Que se la quedaran, de nada les servía en Damasco o en El Cairo, sólo les traía quebraderos de cabeza.

Samuel se preguntaba qué le impulsó a unir su suerte a la de Jacob, Ariel y Louis. No bien supo que iban a comprar la tierra en que vivía Ahmed y su familia quiso participar de la adquisición incluso asumiendo el mayor desembolso. Alí había aceptado satisfecho. El said Aban le felicitaría.

No, no es que se hubiera arrepentido, pero había noches en las que se maldecía por lo mucho que le dolían los riñones después de pasar horas y horas arrancando piedras y maleza para poder arar los campos y sembrar.

Durante los primeros años también le dolió la indiferencia y la distancia que Ahmed se empeñaba en poner entre los dos. No le había resultado fácil conseguir su amistad. En cambio, Kassia y Dina se habían convertido en buenas amigas. Marinna cuidaba a Aya como si fuera su hermana pequeña, y compartía secretos con Mohamed. Pero Ahmed se resistía a aceptarles por más que jamás le trataron como otros arrendatarios trataban a los campesinos, sino que le dispensaban un trato de igual.

Kassia había convencido a Samuel de que, además de la tierra, también tendría que seguir elaborando brebajes medicinales.

—Eres químico, tus remedios te servirán para conseguir algunas ganancias. El viejo Abraham se queja de que no siempre encuentra los medicamentos que necesita.

—Pero yo no soy boticario —protestó él.

—Pero es casi lo mismo.

Le agradeció el consejo, porque le permitía tener su propio espacio e intimidad. Nadie le molestaba en aquella pequeña cabaña que habían construido para que él elaborara sus preparados medicinales. Incluso había colocado un colchón en un rincón para quedarse a dormir cuando trabajaba hasta tarde.

Por consejo de Abraham, Louis había pasado una temporada en una comunidad agrícola fundada por judíos venidos de Rusia. Allí le habían enseñado cómo debían organizarse. Cuando regresó del kibutz propuso a sus amigos poner un nombre a aquellas tierras donde vivían.

—Podemos llamarla «La Huerta de la Esperanza», en recuerdo de Petah Tikva, una de las primeras comunidades que tuvo que ser abandonada por culpa de la malaria.

—Pero es casi igual que La Puerta de la Esperanza —protestó Kassia.

—Sí, pero ¿acaso no tenemos todos esperanza de que estas huertas sean el final del camino emprendido? —respondió Louis.

Aquellos primeros años no fueron fáciles para Samuel y sus nuevos amigos. En Palestina no manaba la leche y la miel que prometía la Biblia.

Más allá de Jerusalén sólo había pueblos y aldeas, incluso aquellos cuyos nombres evocaban la grandeza del pasado, Hebrón, Safed, Tiberíades, Haifa, Nazaret, Jericó.

Palestina pertenecía al imperio turco y los representantes del sultán solían ser funcionarios corruptos que preferían ignorar las razias de los beduinos o que los alcaldes de los pueblos situados en la ruta de Jerusalén cobraran peaje a quienes querían llegar a la Ciudad Santa.

A Samuel tampoco le resultó fácil adaptarse a vivir con sus nuevos amigos. Jacob provenía de una familia de comerciantes de Vilna. Su padre se había empeñado en que pudiera cursar estudios, y no había escatimado esfuerzos para que su hijo se convirtiera en maestro. Bien es verdad que sólo se le permitía enseñar a otros judíos, pero a él tanto le daba, estaba obstinado en que sus alumnos aprendieran ruso y no circunscribieran su ya de por sí pequeño mundo al exclusivo uso del yiddish. También hablaba hebreo, el hebreo culto que había aprendido de labios de un tío que era rabino. Cuando Jacob comenzó a soñar con emigrar a Palestina se empeñó en que Kassia y a su hija Marinna aprendieran algo de turco. Pero Jacob tampoco se conformaba con dominar el ruso y el hebreo, o poder entenderse con sus amigos en yiddish, sino que cuando caía la noche y Kassia se iba a dormir, él se quedaba estudiando otras lenguas, y así aprendió, además de turco, árabe y alemán.

Llevaba en su zurrón algunas novelas de Dostoievski, y cuando disponía de tiempo libre le leía a Marinna las aventuras de Ulises contadas por Homero.

Kassia solía procurar que Jacob tuviera tiempo para sus lecturas y estudios. No le importaba trabajar de sol a sol, y cuando Jacob insistía en que algo debía hacerse de tal o cual manera, ella le escuchaba pero si no estaba de acuerdo discutía con su marido hasta convencerle. Jacob siempre cedía porque en su fuero íntimo sabía que su esposa prefería ser ella quien se hiciera cargo del trabajo agrícola; no porque fuera una campesina, sino porque se esforzaba en serlo y en aprender cuanto Dina y Zaida le enseñaban.

Dina y Zaida admiraban el cabello rubio y los ojos azules de Kassia y Marinna. Admiración que también sentía Mohamed por Marinna, de la que se había hecho inseparable para disgusto de Ahmed.

Él no aprobaba que Kassia se remangara la falda enseñando la pantorrilla mientras desbrozaba hierbas. Ni que se desabrochara dos o tres botones de la blusa cuando apretaba el calor, o se remangara las mangas dejando los brazos al descubierto. No decía nada pero Samuel notaba su disgusto porque veía cómo apretaba la mandíbula y volvía la cabeza mirando hacia otra parte. Pero la lituana no se daba por enterada y no porque no fuera inteligente, sino porque había decidido que la mejor manera de evitar conflictos era ignorar el malestar de Ahmed.

Que Marinna se convertiría en una mujer bella era evidente para todos. Había heredado de su padre la delgadez, unas piernas largas y unas manos delicadas; de su madre, el cabello rubio y los ojos de un azul intenso. Pero además poseía algo de lo que carecían sus progenitores, que era una alegría innata y una notable capacidad de empatía con todos los que la rodeaban.

Mohamed le había confesado que su padre quería que fuese médico y que cuando llegara el momento le enviaría a estudiar a Estambul o quizá a El Cairo, y se lamentaba por ello. Marinna le consolaba asegurándole que ella se convertiría en su ayudante.

Samuel simpatizó de inmediato con Jacob y Kassia, también con Louis, pero le costó más congeniar con Ariel, un tosco obrero de Moscú.

Louis era hijo de un bon vivant francés que había dejado embarazada a una joven judía. El padre de Louis tenía cierta posición y había viajado por Rusia, y fue en Moscú donde conoció a la que convertiría en madre de Louis. Se alojaba en casa de unos amigos y una tarde regresó con la mirada encendida. Había tropezado con una joven en la calle; era bellísima, le aseguró a su anfitriona. Obsesionado con aquella joven, decidió quedarse en Moscú hasta conseguir establecer una relación con ella. No le resultó fácil, pero al final la joven no pudo permanecer indiferente ante aquel caballero francés siempre tan galante y atento. El francés sedujo a la joven y cuando quisieron darse cuenta ella ya estaba embarazada. Naturalmente no podían casarse, pero él prometió hacerse cargo de la criatura. Compró una casa modesta en la que instaló a la madre y al hijo. Solía visitarles al menos una vez al año, hasta que un día no regresó. Su madre le explicó a Louis que su padre se había casado con una joven de su misma posición y que no volverían a verle. Afortunadamente no se desentendió del todo de ellos y la madre de Louis suspiraba aliviada por el dinero que le enviaba. No pudo dar a su hijo la educación que hubiera deseado, «pero al menos —le decía— hablas francés. Ha sido una suerte que tu padre siempre te hablara en su idioma».

Louis era alto, moreno y fuerte. Era más joven que Samuel, no pasaba de los veinticinco años, y profesaba una fe ciega en el socialismo, lo mismo que Ariel, a quien había conocido trabajando en la misma fábrica.

Samuel se preguntaba cómo era posible que Louis fuera amigo de Ariel, porque no podían ser más diferentes. Pero Louis sentía auténtica devoción por Ariel, a quien consideraba su mentor en cuestiones políticas. Era Ariel quien le había abierto los ojos al socialismo, quien le decía que no debían resignarse a ser poco más que siervos del zar, quien le aseguraba que el problema no era que ellos fueran judíos sino que Rusia estuviera en manos de aquellos aristócratas manirrotos e insensibles y que llegaría una día en que campesinos y obreros se rebelarían sin importar la religión de cada cual. Pero al final habían sucumbido a la desesperanza y decidieron seguir los pasos de los Bilu, aquellos jóvenes de Jarcov que habían dejado Rusia para encontrar su vieja patria, Palestina, la tierra de la que habían sido expulsados sus antepasados. Con unos cuantos rublos ahorrados emprendieron la aventura que les llevó hasta el puerto de Jaffa.

Todas las semanas Samuel visitaba a Abraham. El médico se había convertido en un buen amigo y además le compraba sus medicinas. También había simpatizado con el hijo del médico, Yossi, y con la esposa de éste, Judith. A Samuel le gustaba escuchar a Raquel y a Judith hablar en ladino.

—Mi nuera y yo somos españolas —decía Raquel con orgullo.

Raquel no dejaba de preocuparse por Samuel y a él le gustaba escuchar las historias de los judíos expulsados de España que habían encontrado acomodo en el imperio otomano.

—No tenemos nada que reprochar a los turcos. Cuando mis antepasados llegaron a Salónica pudieron volver a tener un hogar. Han sido muchos los judíos influyentes cerca de la Sublime Puerta porque los sultanes les han distinguido con su confianza. ¡Ay, Salónica!, deberías conocerla.

Abraham sonreía ante el entusiasmo de su esposa a la que era imposible parar cuando comenzaba a hablar de Sefarad.

—Nosotros somos de Daroca, cerca de Zaragoza, allí está nuestra casa, algún día volveremos —aseguró Raquel mientras señalaba con el dedo un viejo mapa donde decía estaba aquella ciudad aragonesa de la que se marcharon sus antepasados—. Se equivocaron expulsándonos de nuestras casas; el sultán Beyazid supo aprovechar la laboriosidad de nuestros artesanos, la inteligencia de nuestros sabios, el impulso de nuestros comerciantes. Al sultán le complacía que nos asentáramos en Salónica y nos protegió. ¿Sabías que encargó a nuestros antepasados la confección de los uniformes de los jenízaros, las tropas de élite de sus ejércitos? Tal era su confianza en nosotros. Incluso llegaron a encargarse de cobrar los impuestos de los mercaderes. Nosotros éramos más bulliciosos que los judíos de otros lugares y Salónica llegó a parecer una ciudad española.

—No es a los musulmanes a quienes debemos temer, sino a los cristianos —añadió Judith—. Ellos son quienes nos persiguen acusándonos de los crímenes más horrendos. Los otomanos nunca han pretendido convertirnos, que abandonemos nuestra religión, nos respetan porque compartimos profetas y un solo Dios. Mi familia tuvo que huir de Toledo. Mis padres me han contado que sus abuelos y los abuelos de sus abuelos también se asentaron en Salónica y allí prosperaron y vivieron con libertad. Incluso uno de mis antepasados trabajó en el Archivo Real de la Sublime Puerta en Estambul.

Suegra y nuera tenían un carácter abierto y alegre y Samuel sabía que era bienvenido en aquella casa, donde Raquel le insistía para que compartiera con ellos algunas de las sabrosas comidas españolas que preparaba. A Samuel le gustaba sobre todo el «pan de Espanya», un bizcocho con almendras cuya receta Raquel habría heredado de su madre y ésta de la suya, y así sucesivamente.

—Deberías buscar una esposa y casarte —le aconsejaba Abraham.

Pero no podía seguir su consejo porque el rostro de Irina se interponía de inmediato.

Irina le escribía con regularidad, lo mismo que Marie y que Mijaíl. También se carteaba con sus amigos, Konstantin Goldanski y Josué, que le mantenían al tanto de cuanto sucedía en San Petersburgo.

Para Marie había sido una suerte que Irina y Mijaíl vivieran con ella. Irina era la hija que no había tenido y Mijaíl, el nieto anhelado. Como tales los trataba, aunque, se quejaba Irina, a Mijaíl le consentía demasiado.

Marie le rogaba que regresara a París y que de una vez por todas se decidiera a hablar con Irina para pedirle que se casara con él. Samuel no se atrevía. Las cartas de Irina eran amistosas y corteses, pero no había ni una sola palabra que indicara que le echaba de menos. No se engañaba, sabía que ella no estaba enamorada de él y que era feliz con aquella vida inesperada que había encontrado junto a Marie.

Una tarde en la que estaba visitando a Abraham, el médico le pidió que alojara a un grupo de judíos recién llegados de Rusia.

—Han venido hace unos días huyendo tras un intento fallido de revolución. Necesitan un lugar donde vivir, lo mismo que necesitabas tú cuando llegaste aquí hace seis años.

Samuel se estremeció. Hacía ya seis años que vivía en Palestina y en ese tiempo hasta Jerusalén habían llegado las noticias de que en 1905 se había producido un alzamiento contra el zar que había sido sofocado sin piedad. En una de sus cartas, Konstantin Goldanski le había informado de lo sucedido:

«Resulta demasiado humillante que nos hayan derrotado los japoneses. Muchos de nuestros amigos creen que esta guerra no tenía sentido, pero ¿cómo evitarla? No podíamos dejar de plantar cara a Japón, aunque el final haya sido un desastre. Se ha firmado un tratado gracias a la mediación de Estados Unidos, un país prometedor. Pero el Tratado de Portsmouth, que así se llama, nos obliga a entregar Liaoyang y Port Arthur, además de ceder la mitad de la isla de Sajalín y también Dongbei Pingyuan, en Manchuria. ¿Puedes imaginar mayor catástrofe? Todo esto ha alimentado el resentimiento del pueblo y los revolucionarios lo están aprovechando. Hay revueltas por todas partes. Lo peor de cuanto ha sucedido ha sido lo que aquí todos llaman ya el “domingo sangriento”, una carnicería provocada por los cosacos de la Guardia Imperial cuando una multitud se arremolinó frente al Palacio de Invierno en San Petersburgo y en nombre de nuestro zar se ordenó disparar contra la muchedumbre. ¡Qué gran error! Ha habido doscientos muertos y el derramamiento de su sangre tendrá consecuencias.»

A Samuel las cartas de Konstantin le inquietaban por más que trabajar la tierra no le dejaba demasiado tiempo para pensar, pero de repente fue consciente de que tenía ya treinta y cuatro años y las manos encallecidas por el arado. Su rostro había perdido la palidez de antaño y estaba curtido por el sol y el viento. No se lo dijo a Abraham, pero se sentía frustrado porque ninguno de sus sueños se había cumplido. A veces se sentía un autómata, como si aquella vida no fuera la suya porque la verdadera se había quedado para siempre en San Petersburgo.

—Pueden venir con nosotros, y quedarse el tiempo que deseen. ¿Cuántos son?

—El grupo del que te hablo es numeroso. Pero algunos ya han decidido emprender viaje hacia Galilea, allí hay algunas granjas; otros van a instalarse en la costa, que es donde menos problemas ponen las autoridades para comprar tierras. Pero los hombres de los que te hablo quieren quedarse aquí en Jerusalén, al menos durante un tiempo, y necesitan trabajo.

—Hemos trabajado buena parte de la tierra que compramos al said Aban y apenas queda un pedazo por cultivar, pero si Louis, Jacob y Ariel están de acuerdo, pueden quedarse con nosotros.

—No te olvides de preguntar a Kassia, será ella quien diga la última palabra —respondió Abraham con una sonrisa.

Le devolvió la sonrisa. Abraham tenía razón, Kassia era el alma de aquella extraña comunidad en la que vivían, y ninguno de los cuatro hombres se hubiera atrevido a contrariarla.

Samuel simpatizó enseguida con el grupo que le presentó Abraham. Siete hombres y cuatro mujeres que se declaraban socialistas y que milagrosamente habían podido sobrevivir a la persecución implacable con que el zar acabó con la revolución de 1905.

—No imaginas el espectáculo de miles de hombres formados en columnas camino de Siberia —contó uno de los hombres.

—El zar es más poderoso que nunca —afirmó otro.

—Nosotros nos hemos llevado la peor parte. Ha habido pogromos en Kiev, en Kishinev… Cientos de judíos han sido asesinados —añadió una mujer.

—Lo peor es que no hemos hecho nada para defendernos. ¿Por qué los judíos nos dejamos matar? ¿Por qué nos escondemos esperando que se aplaque la ira de nuestros verdugos y se olviden de nosotros?

El hombre que decía estas palabras se llamaba Nikolái y parecía ser el líder del grupo. Nikolái era escritor, al menos hasta entonces se había ganado la vida escribiendo en publicaciones hebreas. Sacó de su bolsa unos cuantos papeles que le entregó a Samuel.

—Lee, es un poema de Bialik. ¿Sabes quién es Bialik?

Samuel no lo sabía pero leyó aquel poema titulado «En la ciudad de la matanza».

—Bialik se lamenta de lo mismo que nos lamentamos nosotros, de la pasividad de los judíos ante las matanzas de las que somos víctimas por el solo hecho de ser judíos. Lee, lee lo que dice el poema. Si nosotros no hacemos nada, el resto del mundo tampoco. Nuestra cobardía no sirve para remover conciencias.

—No puedes reclamar gestos de heroicidad. Bastante hacemos con sobrevivir —le replicó Samuel.

—¿Y me lo dices tú, que tuviste que huir? Abraham nos ha contado que perdiste a tu familia, primero a tu madre y hermanos, luego a tu padre.

—Si no hubiese sido así nunca me habría marchado de Rusia. No hay un solo día que no añore San Petersburgo. Aquí soy un extranjero.

—¿Un extranjero? ¡Estás loco! Ésta es la tierra de nuestros antepasados, de aquí nos expulsaron, no debimos permitirlo. Nunca hemos sido iguales a los otros, ni en Rusia, ni en Alemania, ni en España, ni en Francia, ni en Inglaterra… Judíos, eso es lo que somos, y aquí es donde debemos estar.

—Procura que la policía turca no te oiga hablar así. Palestina forma parte del imperio turco. No te engañes, hemos cambiado un imperio por otro, pero nada más. Esta tierra fue nuestra pero ya no lo es, será mejor que lo aceptes.

—Creía que el sultán Abdul Hamid miraba con simpatía nuestra causa. ¿No recibió a Theodor Herzl?

—Herzl estuvo en Estambul en 1901 para ver al sultán y parece que éste se mostró amable, pero nada más. Lo que Herzl pretendía del gobierno turco era un firmán, una carta de aprobación para que los judíos pudieran establecerse en Palestina sin restricciones. Pero no lo consiguió. Los turcos ponen cuantos impedimentos quieren, y no parecen demasiado dispuestos a que lleguen emigrantes judíos en masa. Herzl murió sin conseguir su propósito y David Wolffsohn, que ha sucedido a Herzl al frente de la Organización Sionista, tampoco ha tenido más éxito con el gobierno turco.

Nikolái tenía a Theodor Herzl como el más grande de los hombres. Admiraba sinceramente a aquel periodista húngaro, que aun siendo judío, nunca vivió como tal, aunque durante los años que estudiaba leyes en Viena fue testigo del auge del antisemitismo en Austria. El destino le hizo cejar en su empeño de ser abogado para convertirse en cronista de un periódico vienés, oficio que le llevó a París donde fue testigo del caso Dreyfus. Si Francia acusaba de traición a uno de sus soldados por el solo hecho de ser judío, ¿qué se podía esperar?

Las palabras de Samuel caían en saco roto. Nikolái no las tenía en cuenta, tampoco el resto del grupo.

—Ha llegado la hora de que los judíos dejemos de huir, de dejar de comportarnos como unos cobardes, de volver a casa, por eso estamos aquí. Además, en Palestina podremos demostrar que el socialismo es posible. Rusia se muere. —Los ojos de Nikolái brillaban repletos de ira.

—Rusia es eterna —respondió Samuel, malhumorado.

—¡Qué sabes tú! Si hubieras asistido como yo a la representación de Los bajos fondos, un drama escrito por Maxim Gorki… ¿Le conoces? En el Teatro del Arte de Moscú los espectadores no podían creer lo que estaban viendo. Gorki ha llevado a escena cómo es el pueblo que los zares y los aristócratas desconocen.

El grupo fue bien recibido en La Huerta de la Esperanza, como llamaban Samuel y sus amigos a aquellas tierras compradas al said Aban.

Jacob simpatizó de inmediato con Nikolái, y Ariel y Louis enseguida se hicieron cargo de buscarles acomodo, mientras que Kassia aleccionaba a las mujeres sobre la dureza de la vida en aquel lugar.

—Hay que trabajar sin descanso para arrancarle algún fruto a la tierra. Aquí ni siquiera guardamos el sabbat. Nosotras nos tenemos que ganar el pan como los hombres.

—¿Y cuándo no ha sido así? Recuerdo a mi madre trabajando de sol a sol, ocupándose de la familia, de llevar las cuentas de la casa, mientras mi padre se dedicaba al estudio del Talmud —respondió una mujer sonriente, que dijo llamarse Olga y que era la esposa de Nikolái.

—En cuanto a la seguridad…, aquí tenemos suerte, pero hemos sabido de otras colonias que son hostigadas por sus vecinos —explicó Kassia.

—¿Hostigados?, pero ¿por qué? —preguntó una joven apenas salida de la adolescencia.

—Rivalidades de vecinos… —respondió Kassia excusándolos.

Por ella supieron que un grupo de judíos se empeñaba en obtener vino en las llanuras de Rishon LeZion, y que en otros lugares había quienes se dedicaban al cultivo de naranjas. Había varias colonias agrícolas diseminadas a lo largo y ancho de aquella franja de tierra entre el río Jordán y el mar Mediterráneo. Granjas cuyos propietarios eran judíos como ellos y cuyo principal enemigo era la malaria.

Los recién llegados trataban de adaptarse al entorno. Bajo la dirección de Ariel, levantaron otra cabaña. Louis y Samuel les explicaban qué tipo de cultivos se acomodaban mejor a aquella tierra tan árida.

No les resultaba fácil adaptarse. Ninguno de ellos era agricultor, ni siquiera obrero manual. Nunca antes habían visto una azada. Pero no protestaban. Apretaban los labios y seguían las indicaciones de Samuel.

Ahmed estaba desazonado por la llegada de estos judíos que cultivaban para ellos la poca tierra que quedaba sin trabajar.

Samuel intentó tranquilizarle.

—¿Se van a quedar para siempre? —quiso saber Ahmed.

—No lo sé, ya se verá. Pero no tienes de qué preocuparte, no os molestarán ni a ti ni a tu familia.

Ahmed guardaba silencio, pero Samuel notaba su incomodidad.

—Algunos dicen que quieren ir al norte, otros se quedarán. No tienen adónde ir, debemos ayudarles —le explicó Samuel.

—No sois parientes, ni siquiera amigos, y sin embargo vivís todos juntos.

Samuel no sabía qué responder. Él mismo se preguntaba por aquella vida compartida con esos hombres y mujeres a los que nada le unía excepto el hecho de ser judíos como él. Pero continuaba sin aceptar que ser judío fuera, para bien o para mal, una diferencia.

—¿Compartirías tu casa con alguien que no fuera judío? ¿Les entregarías tu tierra, como lo has hecho con éstos? —le preguntó Ahmed.

Samuel quiso responder que sí, pero no lo hizo porque no estaba seguro y apreciaba sinceramente a Ahmed como para no ser del todo sincero con él. Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.

—No lo sé… en realidad, no lo sé. Hace tiempo que perdí el control de mi vida, y lo único que hago es dejarme llevar por los acontecimientos. Yo no debería estar aquí sino en San Petersburgo. Ansiaba dedicarme a la química, quizá a elaborar medicinas, a seguir estudiando como lo hacía mi maestro, que aseguraba que era muy poco lo que sabíamos. Pero tuve que huir, Ahmed, y aquí estoy, aprendiendo de ti cómo cultivar la tierra.

—Ya no tengo nada que enseñarte. Has sido un buen alumno.

—No quiero que te preocupes, Ahmed, nadie os molestará, te doy mi palabra.

—Pero ¿y si llegan más judíos y necesitas darles más tierras?, ¿nos echaras? La tierra es tuya, se la compraste al said Aban.

—¿Me crees capaz? ¿Aún no te has convencido de mi amistad? Creía que me tenías en más estima.

Ahmed bajó la cabeza avergonzado. No podía esgrimir ninguna queja ante Samuel, que siempre le había tratado como a un amigo.

Pero, a pesar de todas las muestras de amistad y afecto, Ahmed volvía a desconfiar y a Samuel le dolía que lo hiciera.

Una mañana Abraham se acercó a verles. A Samuel le extrañó porque el médico era un hombre ya mayor al que no le gustaba demasiado ir más allá de las murallas de la vieja Ciudad Santa.

El médico admiró La Huerta de la Esperanza. No imaginaba que iba a encontrar la tierra perfectamente arada y los árboles frutales cuidados con tanto mimo, ni aquellas tres improvisadas cabañas, modestas y austeras, sí, pero limpias y ordenadas.

—Habéis trabajado bien. Otros no han tenido tanta suerte. Hace unos días he sabido de un grupo de colonos establecidos cerca de la costa camino de Haifa, en una tierra que parecía fértil. Falsa ilusión; rodeada de pantanos, los colonos fueron diezmados por la fiebre. La malaria se ha llevado sin distinción a hombres, mujeres y niños.

Abraham Yonah parecía especialmente afectado por la tragedia, pues les explicó que conocía a algunos de aquellos colonos y que él mismo les había ayudado a hacerse con esas tierras. También estaba afligido por el ataque sufrido por una colonia en Galilea.

—La escaramuza ha dejado muertos entre los árabes y entre los nuestros. Al parecer unos bandidos atacaron a dos hombres que iban camino del pueblo a comprar semillas. Los hombres se defendieron pero uno de ellos murió por la herida del cuchillo de uno de aquellos bandidos. Los hombres pertenecían a una colonia integrada ya por más de treinta familias. Podéis imaginar la conmoción. Se exigió justicia a las autoridades locales pero no hicieron ningún caso, tampoco lo hizo el said de la zona.

—No podemos consentirlo, debemos defendernos. —Las palabras de Nikolái estaban llenas de rabia y vehemencia.

—¿Defendernos? ¿Cómo vamos a defendernos? Son las autoridades quienes deben hacerlo —respondió Samuel.

—En algunas colonias de Galilea piensan lo mismo que tú, Nikolái, que no pueden permitir que continúen los ataques y los robos, de manera que los hombres se están organizando. Han venido hasta Jerusalén para comprar escopetas y cualquier cosa que sirva para su defensa. Esto nos creará problemas con los turcos… No sé, pero creo que vienen malos tiempos para todos —se lamentó Abraham.

—Terminarás arrepintiéndote de haber ayudado a tantos de nosotros a instalarnos aquí. Los judíos de Palestina estabais más tranquilos antes de que empezáramos a venir —le dijo Kassia, siempre sincera.

Abraham le obsequió con una sonrisa mientras asentía con la cabeza. Kassia tenía razón, su vida era más tranquila años atrás, pero no así su conciencia si no hubieran prestado ayuda a todos los judíos que llegaban buscando un hogar en la tierra de sus antepasados.

Aquélla no era una tierra donde manara la leche y la miel como prometía la Biblia, pero todos sus rincones evocaban un pasado común, una historia perdida que ahora estaban recuperando. Hacía tiempo que desde Estambul se contemplaba con recelo que tantos judíos hubieran decidido instalarse en Palestina, pero ¿qué habían hecho los gobiernos turcos por aquellas tierras? Nada. Era un rincón perdido del imperio, una tierra dejada en manos de la malaria.

—No puedo dejar de preocuparme por el futuro. Tenemos que lograr vivir pacíficamente con nuestros vecinos. Vosotros sois un ejemplo, Kassia, sé que tratáis a Ahmed como a un amigo, él mismo me lo ha dicho en varias ocasiones.

—Y así debe ser —respondió Kassia.

Abraham también les contó que muchos de los judíos que llegaban estaban abocados a la mala suerte.

—Reciben salarios de miseria por trabajar en algunas plantaciones de Judea. Algunos se conforman con algo de comer y un techo en el que cobijarse.

—¿Y ésta es la Tierra Prometida? —exclamó una de las mujeres en tono de queja.

Kassia la miró con desdén. Había llegado a amar aquella tierra a la que estaba sacrificando hasta el último resquicio de su juventud. Sus manos, aquellas manos que antaño Jacob besaba cuando le decía que eran tan suaves como una paloma, ahora estaban agrietadas y ásperas. Su cutis expuesto al sol se había oscurecido salpicado por pecas diminutas, y su cabello parecía un amasijo de paja sujeto con unas horquillas sobre la nuca para que no le molestara al arar.

—No creas que los fellahs viven mejor que nosotros, dependen de los efendis, los propietarios de las tierras que cultivan, y también tienen que sufrir a los funcionarios turcos —explicó Kassia.

—Aquí también es necesaria una revolución —apuntó Nikolái.

—Debemos llevar adelante algo más que una revolución. Se trata de convertir esta tierra en un hogar y demostrar que las ideas por las que hemos tenido que huir no eran una ilusión. Jeremías es un ejemplo de lo que digo. Trata a los obreros de la cantera por igual, lo mismo a musulmanes que a judíos, a todos les paga el mismo salario, un salario justo. Él es el mejor ejemplo de lo que los judíos entendemos que debe ser una sociedad justa —replicó Samuel.

—Jeremías me visitó hace un par de días. Vino acompañando a uno de sus obreros, el hombre se quejaba de dolores en el cuello y de haber perdido fuerza en los brazos —les contó Abraham.

Jeremías no era un hombre que le gustara conversar, prefería escuchar. Había levantado con sus manos una casa fuera de las murallas de la Ciudad Vieja y de cuando en cuando Samuel solía visitarle. Al principio lo hacía para asegurarse de que era un buen patrón con Ahmed y sus cuñados. No tardó en comprobar que era un hombre justo. El propio Ahmed se lo había asegurado. A Jeremías le costó un tiempo confiar en Samuel y en explicarle su historia. Samuel decía que todos los que habían llegado a Palestina tenían una historia que contar y la de Jeremías se parecía a la de tantos otros. Un accidente le había salvado de morir de un pogromo en su aldea, cerca de Kiev. Se había roto las dos piernas al caerse por unas escaleras y estaba en el hospital cuando su casa y la de sus vecinos fueron destruidas. Su padre, su madre, dos hermanos más jóvenes, su mujer y su hijo habían muerto asesinados. No tenía nada por lo que quedarse, de manera que juntó todo el dinero que tenía y se embarcó en Odessa en un viejo carguero ruso que le llevó hasta Estambul, y desde allí, por tierra, emprendió un penoso viaje hasta Palestina sobornando a los funcionarios del gobierno para que le permitieran avanzar hasta su destino final.

En Kiev había pertenecido a un grupo socialista integrado por jóvenes obreros e intelectuales; sólo había otros dos hombres judíos como él, pero si se había unido a aquel grupo no era por sentirse discriminado al ser judío, si acaso eso agravaba su condición de proletario.

—Mi esposa era hija de un rabino y le gustaba leer, vivía en Kiev pero no le importó dejar a su familia para trasladarse a la aldea con la mía. Era tan delicada… No sé cómo pudo enamorarse de mí. Mi hijo se parecía a ella. Tenía cuatro años cuando le asesinaron; había salido a su madre. Tan delgado y rubio como ella. Mi esposa le había enseñado a leer y todas las noches hacía que me leyera algunas líneas de la Biblia. Yo me emocionaba escuchándole, me sentía orgulloso de ellos, no había nada que pudiera desear en el mundo más que estar juntos.

La historia de Jeremías le recordaba a Samuel la suya propia. Ambos habían estudiado: Samuel para convertirse en químico y Jeremías, no sin grandes esfuerzos, había logrado formarse como ingeniero. El padre de Jeremías era prestamista y no eran pocos los comerciantes que le debían dinero. Cuando Jeremías se estaba haciendo hombre su padre llegó a un acuerdo con uno de sus deudores: le perdonaba la deuda si conseguía que a su hijo le abrieran las puertas de la universidad. El comerciante no se lo pensó dos veces y movió todos los hilos a su alcance hasta conseguir que Jeremías pudiera estudiar en una buena escuela y luego en la universidad.

Fue en las aulas universitarias donde Jeremías abrazó el socialismo. No encontraba causa mejor que la de liberar a los trabajadores del yugo del zar.

Jeremías participaba en algunas reuniones con otros emigrantes que como él habían militado en las ideas marxistas. La única diferencia era que en Palestina no tenían que esconderse. Samuel se resistía a acudir a las reuniones; se había prometido no volver a inmiscuirse en política, aunque le resultaba difícil mantener a raya su decisión.

Ariel y Louis también conservaban intacta su fe en la revolución. Algunos días cuando caía el sol y terminaban de destripar terrones, solían reunirse con otros judíos que como ellos soñaban con una sociedad distinta.

—No se trata de construir una sociedad para judíos, sino lograr una sociedad donde todos seamos iguales, que no haya nadie por encima de nadie —defendía Ariel.

Todos seguían con avidez las noticias que llegaban desde Rusia y celebraron con gran alegría una de las cartas de Konstantin en que anunciaba a Samuel la creación de la Duma, el Parlamento.

«El zar Nicolás II no ha tenido más remedio que ceder a las pretensiones de quienes quieren que nuestra monarquía se asemeje a la inglesa. En este año se han sucedido las revueltas de los campesinos y las huelgas de los obreros, e incluso ha habido un motín en el acorazado Potemkin. El gobierno ha anunciado la creación de la Duma, pero ni siquiera con esto han logrado acallar las voces disidentes, quizá es una decisión tardía. En todas las ciudades, empezando por San Petersburgo, se han formado consejos revolucionarios a los que llaman «sóviets». Ha vuelto al gobierno el ministro Witte, pero tiene muchos enemigos porque le consideran demasiado liberal. No sé qué pasará, pero no soy optimista, sobre todo ahora que se sabe que los bolcheviques han roto con los mencheviques; estos últimos defienden que las cosas cambien aunque desde luego no apoyan una revolución con sangre, pero los bolcheviques…»

Desde que llegara el grupo de Nikolái, Jeremías comenzó a frecuentar más asiduamente La Huerta de la Esperanza. A ninguno se le había pasado por alto las miradas disimuladas que dirigía hacia una de las jóvenes del grupo.

Anastasia, la hermana de Olga, era una muchacha de aspecto frágil pero con una voluntad que asombraba a los hombres. No había trabajo que le asustara y no permitía que la ayudaran. Cuando llegó a Jerusalén tenía poco más de veinte años y había decidido acompañar a su hermana Olga y a su marido Nikolái.

A pesar de su juventud, los hombres de La Huerta de la Esperanza la respetaban. Anastasia hablaba poco y, aunque era amable, mantenía una prudente distancia en sus relaciones con los demás.

Todos se preguntaban cómo sobreviviría a las duras condiciones de la tierra aquella muchacha que parecía poder romperse a poco que soplara el viento.

Se sorprendieron cuando Nikolái y Olga anunciaron que se irían a Galilea para reunirse con algunos de los amigos con quienes habían llegado a Palestina y Anastasia, sin inmutarse, afirmó que ella se quedaba en La Huerta de la Esperanza.

Había transcurrido casi un año desde su llegada y Nikolái, lo mismo que el resto del grupo, era consciente de que aquel pedazo de tierra no era suficiente para todos. Él había llegado a aquella tierra para trabajar, para construirse un futuro, y eran demasiados para La Huerta de la Esperanza.

—Nos iremos dentro de unos días, siempre os agradeceremos que nos acogierais entre vosotros —comentó Nikolái.

—Siempre seréis bienvenidos si las cosas os van mal en Galilea y decidís volver. Ya sabéis que allí la situación es difícil, y más desde que hay escaramuzas con los árabes —respondió Kassia, disgustada por la marcha de quienes ya consideraba sus amigos, en especial Olga.

—Yo me quedo —advirtió Anastasia.

—Pero ¿cómo que te quedas? Debes acompañarnos, no puedo dejarte aquí. Nuestros padres no lo consentirían. —Pero en la voz de Olga se notaba que daba la batalla por perdida.

—Voy a quedarme, hermana, quiero vivir en Jerusalén. Sólo me iré si Kassia me pide que lo haga, pero si no pone inconveniente, me quedaré. No seré ninguna carga, sé que con mi trabajo puedo ganarme el sustento.

Ni Kassia ni Samuel, ni tampoco Jacob, Louis o Ariel, pusieron reparos a que se quedara con ellos.

Todos prometieron escribir y visitarse en cuanto tuvieran tiempo. Olga le encomendó a Kassia que cuidara de su hermana.

—Parece que tiene un corazón de piedra pero es sólo apariencia. Perdimos a nuestros padres demasiado pronto y la he criado yo. Lo hice lo mejor que supe, pero a veces me pregunto si su aspereza se debe a que apenas tuve tiempo para reír con ella, o consolarle de sus pesadillas en las largas noches de invierno. Tuve que trabajar duro para mantenernos y…

Kassia le apretó la mano y le pidió que no se hiciera reproches.

—Anastasia es una buena chica, sólo necesita tiempo para que aflore la ternura que lleva dentro. Cuidaré de ella, confía en mí.

—No soportaría que le sucediera nada… Es lo único que tengo…

—¡Vamos, no digas eso! Además, tienes a tu marido, Nikolái te adora.

—Sí. Tengo a Nikolái lo mismo que tú tienes a Jacob, pero además tienes a Marinna, tu hija es maravillosa. ¡Ojalá yo pudiera tener una hija como ella!

Se quedaron en silencio. Olga le había confesado a Kassia que no podía ser madre; no sabía el motivo, sólo que después de cinco años de casada no se había quedado embarazada.

Se marcharon a comienzos del otoño de 1907. Incluso también Ahmed dijo que les echaría de menos.

Samuel no supo cómo sucedió, pero poco a poco Anastasia se convirtió en su sombra al pedirle que le dejara ayudarle a preparar los medicamentos. No puso demasiada resistencia. Anastasia limpiaba con esmero el cobertizo donde había improvisado un pequeño laboratorio, en el que las cubetas, balanzas, pesos, morteros, albarelos y demás utensilios siempre estaban relucientes. También mantenía ordenados algunos de los libros de farmacopea que Samuel guardaba como si de joyas se trataran: Elementos de Farmacia fundada en los principios de la química moderna del español Carbonell, la Farmacopea Universal de Jourdan, los estudios sobre la quinina de Caventou y Pelletier…

Samuel, como hiciera su maestro de San Petersburgo, había ido derivando sus conocimientos de química hacia la farmacia.

Todos los de la casa se acostumbraron a verles juntos a todas horas, de manera que nadie sospechó del cambio de relación entre ellos.

Fue una de esas tardes en las que sin previo aviso Jeremías visitaba La Huerta de la Esperanza. Siempre era bien recibido y Kassia le invitó a quedarse a cenar. Samuel estaba preparando unos remedios que le había encargado Abraham, pero dejó el trabajo para compartir un buen rato con su amigo.

Jeremías discutía con Jacob sobre a qué partido debían afiliarse, si al Poalei-Sion (Los Obreros de Sión) o al Hapoel-Hatzair (El Joven Obrero), cuyo líder era un hombre llamado Aharon David Gordon. Todos habían quedado impresionados al conocerle. De mediana edad, iba de un lugar a otro con un hatillo a la espalda predicando sobre el efecto purificador del trabajo.

Pero Jacob se mostraba crítico con Gordon.

—Sí, es un hombre especial pero no termina de anteponer el socialismo a cualquier otra realidad. No deja de recitar el Talmud y los textos bíblicos, y es absolutamente tolstoyano, la influencia de Tolstoi en él es evidente.

—No puedes acusarle de no ser socialista —le replicó Louis.

Jacob, Ariel y Jeremías se inclinaban más por el Poalei-Sion, formado por un grupo de marxistas puros decididos a hacer realidad en aquella tierra lo que no pudieron hacer en Rusia. De entre los dirigentes del Poalei-Sion destacaba otro hombre, Ben Gurion, al que Samuel reprochaba que su esperanza en la construcción de una sociedad marxista iba unida a que ésta fuera además judía.

—Ben Gurion —dijo Samuel— quiere que esta tierra sea de los judíos, quiere que se añada lo de judío a todos los textos y acuerdos del Poalei-Sion.

—¿Estaríamos aquí si no fuéramos judíos? —preguntó Jeremías.

—Los que huimos de Rusia no sólo hemos venido a Palestina. ¿Cuántos de nosotros no se han ido a Estados Unidos, a Inglaterra o a países de América del Sur? Estamos aquí porque teníamos que ir a alguna parte y hemos elegido Palestina —replicó Samuel.

Jeremías continuaba perdiendo la mirada en el rostro de Anastasia, pero ella parecía no darse cuenta, ni siquiera se ruborizaba. Cuando el cantero se despidió, Samuel dijo que tenía que terminar de preparar las medicinas encargadas por Abraham pues se había comprometido a llevárselas al día siguiente. Anastasia le siguió hasta el cobertizo como hacía siempre cuando él se disponía a trabajar.

El silencio y la negrura de la noche se adueñó de La Huerta de la Esperanza y Samuel se adormiló mientras aguardaba que macerara una de las medicinas. Se había tumbado en el jergón mientras Anastasia limpiaba unos frascos que acababan de utilizar. No supo cuánto tiempo había pasado, pero de repente se despertó sintiendo el cuerpo de Anastasia apretándose contra el suyo. No se resistió.

Al día siguiente ninguno de los dos dijo nada. Parecía que aquello no hubiera tenido lugar. Anastasia se comportó como lo hacía siempre y Samuel llegó a pensar que había soñado haber poseído aquel cuerpo de piel fina y blanca como la nieve.

Sin mediar palabra, aquellos encuentros se convirtieron en algo habitual. Se amaban sin palabras y a la mañana siguiente ninguno de los dos mostraba ni un resquicio de ternura ni complicidad.

Samuel no estaba enamorado de Anastasia; mientras la tenía en sus brazos pensaba en Irina, y Anastasia a saber en quién pensaba.

Y así dejaron transcurrir los meses sin que nada cambiara más allá de las estaciones.

—¡Samuel, Samuel! —gritó Ahmed dirigiéndose a paso ligero hacia el huerto donde en aquel momento todavía trabajaba Samuel junto a Ariel a pesar de que ya estaba anocheciendo.

—¿Qué sucede? —respondió preocupado al ver a Ahmed con el rostro congestionado.

—¡Una revolución! —Ahmed parecía muy alterado.

—Pero ¿qué dices? ¿Una revolución? ¿Dónde? —Ariel había dejado la azada para acercarse a Ahmed.

—En Estambul. Unos oficiales se han rebelado contra el sultán. Nadie sabe lo que va a pasar… Puede que ahora se acuerden de nosotros…

—Mañana me acercaré a la ciudad, igual Abraham tiene más noticias de lo que has anunciado. Entre sus pacientes se encuentran extranjeros importantes. Si no regresas muy tarde de la cantera quizá puedas acompañarme —propuso Samuel a Ahmed.

Pero no fue hasta un mes después cuando Abraham tuvo información certera de lo sucedido en Estambul.

—Al parecer, un grupo de oficiales jóvenes se han rebelado por la situación en que se encuentra el imperio a causa de la desidia del sultán. No se sabe bien cómo acabará la rebelión, pero por ahora el sultán parece que va a tener que someterse a lo que digan los militares.

—Pero ¿qué es lo que piden? —preguntó Ahmed sorprendido por que alguien se hubiera atrevido a enfrentarse al sultán.

—Mis informantes aseguran que estos jóvenes turcos lo que pretenden es un Parlamento como el británico, y reformas en todo el imperio —explicó pacientemente Abraham.

—Y todo eso ¿en qué nos va a afectar? —Ahmed estaba preocupado por los cambios que pudieran producirse.

El viejo médico intentó tranquilizarle:

—¿A quién le importa Palestina? Aquí no hay nada, Ahmed, nada a lo que aspiren los poderosos; nos dejarán en paz, podremos seguir rezando y viviendo como lo hemos hecho siempre. No debes preocuparte.

Abraham tenía razón. Nada iba a cambiar para ellos más allá de los sobresaltos de la cotidianidad, porque fue precisamente en aquel año de 1908 cuando Samuel recibió una carta de Irina instándole a viajar a París de inmediato:

«Marie está muy enferma, el doctor dice que no le queda mucho tiempo de vida. Ella no deja de hablar de tu padre y de ti, y creo que le darías una alegría si vinieras y pudiera despedirse de ti. Si pudieras hacerlo la ayudarías a morir en paz…»

Samuel no pudo evitar llorar mientras leía la carta. Marie era el último vínculo con su padre, con su abuelo Elías, con los días de su infancia. Siempre había sido generosa con ellos, les había dado lo mejor de sí misma sin pedir nada a cambio, y lo menos que podía hacer era acudir junto a ella antes de que emprendiera el viaje a la Eternidad.

Anunció a sus amigos que se iba a Francia e insistió en que no dejaran de ocuparse del bienestar de Ahmed y de su familia.

—Nunca ha comprendido que entre nosotros no hay jerarquías, y se siente inquieto sabiendo que me voy.

—Queremos a Ahmed lo mismo que a Dina y a sus hijos; nada cambiará porque tú no estés —respondió Kassia.

—Lo sé, quizá puedas hablar con Dina y tranquilizarla —le sugirió Samuel.

—Sí, claro que hablaré con ella. Considero tanto a Dina como a Zaida dos buenas amigas, no sé cómo me las habría arreglado sin ellas.

Anastasia no dijo nada, pero durante aquellos días en los que Samuel preparaba el viaje parecía cabizbaja y nerviosa.

—¿Volverás? —le preguntó una noche mientras le ayudaba a elaborar una cocción de hierbas medicinales.

—Supongo que sí —respondió Samuel con sinceridad.

Él mismo se lo había preguntado en otras ocasiones. Llevaba más de ocho años en Palestina y su vida se había circunscrito al trabajo agrícola junto a unos desconocidos que ahora sentía como a su propia familia, pero no creía que esos lazos pudieran impedirle separarse de ellos para siempre, aunque si Irina no hubiera reclamado su presencia habría continuado con aquella vida que algunos días se le antojaba vacía. Aquel viaje le serviría para reencontrarse consigo mismo, para analizar desde la distancia aquellos años vividos a orillas de la Jerusalén anhelada por su padre.

No, no había tenido tiempo más que de sobrevivir luchando para vencer la avaricia de la tierra; sólo la elaboración de medicinas le hacía sentirse bien consigo mismo, aunque cuando acababa la jornada estaba tan rendido que no le quedaban ganas de pensar más allá de los quehaceres que le aguardaban al día siguiente. También se había acostumbrado a aquellos encuentros vergonzantes con Anastasia. La muchacha nunca le había reclamado nada, pero él sabía que debía tomar una decisión, o pedirla en matrimonio o permitir que otro se casara con ella. Sabía que Jeremías la miraba de reojo, y que cuando los visitaba buscaba la compañía de Anastasia. Sabía también que Jeremías la podía amar, algo de lo que él se sentía incapaz, y se creía egoísta y mezquino por aprovecharse de la silenciosa tozudez de Anastasia en permanecer junto a él.

—Si no vuelves, me marcharé —le anunció ella sin un deje de reproche en la voz.

—¿Adónde irías?

—A Galilea con mi hermana Olga y Nikolái. Allí estaría bien.

—Lo siento, Anastasia, yo…

Ella se encogió de hombros mientras se le acercaba.

—Me hubiera gustado que me amases pero no has podido. Cuando me miras ves un rostro que no es el mío. No he sido capaz de vencer a tus fantasmas, pero tampoco quiero que tú te conviertas en el mío. Creo que no regresarás, de manera que iré preparando mi marcha.

Se quedaron durante unos minutos en silencio mirándose fijamente, luego Samuel se atrevió a volver a la realidad.

—Hay un hombre que te quiere.

—Jeremías —afirmó ella sin vacilar.

—De manera que te has dado cuenta… Sería un buen marido.

—Lo sé.

—Puede que fuerais felices…

—Así que me recomiendas que me case con Jeremías… Bueno, lo pensaré —respondió Anastasia.

—Yo… no soy nadie para decirte lo que debes hacer, sólo que… lo siento… siento lo sucedido, no debió pasar…

—No te arrepientas, lo hecho, hecho está. Fui yo quien te buscó, tú te dejaste hacer… Los hombres sois así, nunca decís que no, pero no me siento engañada, jamás has dicho ni has hecho nada que mostrara que me tienes afecto. No puedo reprocharte nada.

Aquella noche Anastasia no se quedó en el cobertizo; en cuanto terminó de limpiar y ordenar los utensilios que Samuel utilizaba para elaborar las medicinas, regresó a la casa.

Él no durmió en toda la noche sintiendo nostalgia de aquella muchacha extraña a la que nunca volvería a abrazar.

Pero más que Anastasia, su mayor preocupación era Ahmed. La despedida no fue fácil.

—No volverás —le dijo Ahmed con tono de reproche.

—Aquí nada cambiará aunque yo no esté. Debes confiar en Jacob, en Louis, en Ariel, ellos te aprecian tanto como yo. Y Kassia tiene a Dina por su mejor amiga. No debes preocuparte.

Pero Ahmed no podía dejar de preguntarse cómo se sucederían los días cuando Samuel se marchara.

Jacob y Louis se empeñaron en acompañarle a Jaffa donde debía buscar un barco que le llevara hasta Francia, y la casualidad quiso que encontrara un viejo mercante que iba a recalar en Marsella, el puerto de donde zarpó ocho años atrás en busca de la Tierra Prometida.

Estaba en el muelle hablando con Jacob y Louis cuando vio a Ahmed acercarse.

—Pero ¿qué haces aquí? —le preguntó con sorpresa.

—Jeremías me ha permitido venir a despedirte, yo… nunca te lo he dicho pero quiero darte las gracias por lo que has hecho por mi familia y por mí… Si no hubieras sido tú quien compró la huerta, quién sabe si otro said no nos hubiera expulsado de la casa…

Samuel le abrazó con emoción. Conocía a Ahmed para saber lo mucho que le estaba costando a aquel hombre orgulloso exponer sus sentimientos.

—No tienes nada que agradecerme. Eres un buen amigo y no fui yo solo quien decidió compartir el huerto contigo; Jacob, Louis y Ariel estuvieron de acuerdo y, por supuesto, Kassia.

Ahmed hizo un gesto con la mano como si así pudiera apartar las palabras de Samuel. Nadie le podía convencer de que su suerte no tuviera que ver con aquel judío al que conoció ocho años atrás en aquel mismo puerto.

Cuando el barco zarpó Samuel tuvo ganas de llorar, de repente se daba cuenta de lo mucho que significaba para él aquella tierra difícil e inhóspita a la que quizá no regresaría jamás.»