Hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando.» Aquella frase de Mohamed Ziad la había atormentado desde el mismo instante en que la había escuchado de labios de su hijo Wädi Ziad. No podía dejar de pensar en aquellas palabras mientras conducía bajo un sol implacable que doraba las piedras del camino. El mismo color dorado de las casas que se apiñaban en la nueva ciudad de Jerusalén construidas con esas piedras engañosamente suaves, pero duras como las rocas de las canteras de donde habían sido arrancadas.
Conducía despacio dejando que su mirada vagara por el horizonte donde las montañas de Judea se le antojaban cercanas.
Sí, iba despacio aunque tenía prisa; sin embargo, necesitaba saborear aquellos instantes de silencio para evitar que las emociones la dominaran.
Dos horas antes no sabía que iba a emprender el camino que la llevaría hacia su destino. No es que no estuviera preparada. Lo estaba. Pero a ella, que le gustaba planear hasta el último detalle de su vida, le había sorprendido la facilidad con que Joël había conseguido la cita. No le había costado ni una docena de palabras.
—Ya está, te recibirá a mediodía.
—¿Tan pronto?
—Son las diez, tienes tiempo de sobra, no está muy lejos. Te lo señalaré en el mapa, no es complicado llegar.
—¿Conoces bien el lugar?
—Sí, y también los conozco a ellos. La última vez que estuve allí fue hace tres semanas con los de Acción por la Paz.
—No sé cómo se fían de ti.
—¿Y por qué no iban a fiarse? Soy francés, tengo buenos contactos, y las almas cándidas de las ONG necesitan quien les oriente por los líos burocráticos de Israel, alguien que les tramite los permisos para cruzar a Gaza y Cisjordania, que consiga una entrevista con algún ministro ante el que protestar por las condiciones en que viven los palestinos; les proporciono camiones a buen precio para trasladar la ayuda humanitaria de un lugar a otro… Mi organización hace un buen trabajo. Tú puedes dar fe de ello.
—Sí, vives de los buenos sentimientos del resto del mundo.
—Vivo de prestar un servicio a los que viven de la mala conciencia de los demás. No te quejes, no hace ni un mes que os pusisteis en contacto con nosotros, y en ese tiempo te he conseguido citas con dos ministros, con parlamentarios de todos los grupos, con el secretario de la Histadrut, facilidades para entrar en los Territorios, te has podido entrevistar con un montón de palestinos… Llevas cuatro días aquí y ya has cumplido con la mitad del programa que tenías previsto.
Joël miró con fastidio a la mujer. No le caía bien. Desde que la recogió en el aeropuerto cuatro días atrás había notado su tensión, su incomodidad. Le molestaba la distancia que ponía entre ellos al insistir en que la llamara señora Miller.
Ella le sostuvo la mirada. Tenía razón. Había cumplido. Otras ONG utilizaban sus servicios. No había nada que Joël no pudiera conseguir desde esa oficina con vistas de la Vieja Jerusalén a lo lejos. Con él trabajaban su mujer, que era israelí, y cuatro jóvenes más. Dirigía una empresa de servicios muy apreciada por las ONG.
—Te diré algo de ese hombre: es una leyenda —dijo Joël.
—Hubiese preferido hablar con su hijo, es lo que te pedí.
—Pero está de viaje en Estados Unidos invitado por la Universidad de Columbia para participar en un seminario, y cuando regrese, tú ya te habrás ido. No tienes al hijo, pero tienes al padre; créeme cuando te digo que ganas con el cambio. Es un viejo formidable. Tiene una historia…
—¿Tanto le conoces?
—En ocasiones los del ministerio les envían a la gente como tú. Es una «paloma», todo lo contrario que su hijo.
—Precisamente por eso me interesa hablar con Aarón Zucker, porque es uno de los principales líderes de la política de asentamientos.
—Ya, pero el padre es más interesante —insistió Joël.
Se quedaron en silencio para evitar una de esas absurdas discusiones en las que se enzarzaban. No habían congeniado. Él la encontraba exigente; ella sólo veía su cinismo.
Y ahora estaba ya de camino. Cada vez se sentía más tensa. Había encendido un cigarrillo y aspiraba el humo con fruición mientras fijaba la mirada en aquella tierra ondulada en la que a ambos lados de la carretera parecían trepar unos cuantos edificios modernos y funcionales. No había cabras, pensó dejándose llevar por la imagen bíblica, pero ¿por qué habría de haberlas? No quedaba sitio para las cabras junto a aquellas moles de acero y cristal que eran la enseña de la prosperidad de la moderna Israel.
Unos minutos más tarde salió de la autopista y enfiló una carretera que llevaba hacia un grupo de casas situadas sobre una colina. Aparcó el coche delante de un edificio de piedra de tres plantas idéntico a otros que se alzaban sobre un terreno rocoso; desde allí, los días despejados, se alcanzaba a ver las murallas de la Ciudad Vieja.
Apagó el cigarrillo en el cenicero del coche y respiró hondo.
Aquel lugar parecía una urbanización burguesa, como tantas otras. Casas de varios pisos, rodeadas de jardines ocupados por columpios y toboganes para los niños y coches alineados junto a aceras impolutas. Se respiraba tranquilidad, seguridad. No le costaba imaginar cómo eran las familias que vivían ahora dentro de aquellas casas, aunque sabía cómo había sido ese lugar décadas atrás. Se lo habían contado algunos viejos palestinos con la mirada perdida en los recuerdos de aquellos días en los que eran ellos quienes vivían en ese pedazo de tierra porque aún no habían llegado los otros, los judíos.
Subió las escaleras. Apenas apretó el timbre, la puerta se abrió. Una mujer joven que no tendría ni treinta años la recibió sonriente. Vestía de manera informal, con pantalones vaqueros, una camiseta amplia y zapatillas deportivas. Su aspecto era igual al de tantas otras jóvenes, pero habría destacado entre miles por su franca sonrisa y su mirada cargada de bondad.
—Pase, la estábamos esperando. Usted es la señora Miller, ¿verdad?
—Así es.
—Soy Hanna, la hija de Aarón Zucker. Siento que mi padre esté de viaje, pero como insistieron tanto desde el ministerio, mi abuelo la atenderá.
Del minúsculo recibidor pasaron a un salón amplio y luminoso.
—Siéntese, avisaré a mi abuelo.
—No hace falta, aquí estoy. Soy Ezequiel Zucker —dijo una voz procedente del interior de la casa. Un instante después apareció un hombre.
La señora Miller clavó su mirada en él. Era alto, tenía el cabello cano y los ojos de color gris; a pesar de la edad, parecía ágil.
Le estrechó la mano con fuerza y la invitó a tomar asiento.
—Así que quería usted ver a mi hijo…
—En realidad quería conocerlos a los dos, aunque sobre todo a su hijo puesto que es uno de los principales impulsores de la política de asentamientos…
—Sí, y es tan convincente que el ministerio le envía a los visitantes más críticos para que les explique la política de asentamientos. Bien, usted dirá, señora Miller.
—Abuelo —interrumpió Hanna—, si no te importa, me voy. Tengo una reunión en la universidad. Jonás también está a punto de irse.
—No te preocupes, puedo arreglármelas solo.
—¿Cuánto tiempo necesita? —preguntó Hanna a la señora Miller.
—Intentaré no cansarle… Una hora, un poco más quizá… —respondió la mujer.
—No hay prisa —dijo el anciano—, a mi edad el tiempo no cuenta.
Se quedaron solos y él notó su tensión. Le ofreció té, pero ella lo rechazó.
—Así que usted trabaja para una de esas ONG que están subvencionadas por la Unión Europea.
—Trabajo para Refugiados, una organización que estudia sobre el terreno los problemas que sufren las poblaciones desplazadas a causa de conflictos bélicos, catástrofes naturales… Intentamos evaluar el estado de los desplazados, y si las causas que han provocado el conflicto están en vía de solución, o cuánto puede durar su situación, y si lo creemos conveniente instamos a los organismos internacionales a que adopten medidas para paliar el sufrimiento de los desplazados. Nuestros estudios son rigurosos, y por eso recibimos ayuda de instituciones comunitarias.
—Sí, conozco los informes de Refugiados sobre Israel. Siempre críticos.
—No se trata de opiniones sino de realidades, y la realidad es que desde 1948 miles de palestinos han tenido que abandonar sus hogares, se han visto despojados de sus casas, de sus tierras. Nuestra labor es evaluar la política de asentamientos que todavía está produciendo más desplazados. Donde nos encontramos ahora, aquí en esta colina, hubo una aldea palestina de la que no queda nada. ¿Sabe qué suerte corrieron los habitantes de aquella aldea? ¿Dónde están ahora? ¿Cómo sobreviven? ¿Podrán recuperar algún día el lugar donde nacieron? ¿Qué sabe usted de su sufrimiento?
Inmediatamente se arrepintió de sus últimas palabras. Aquél no era el camino. No podía mostrar tan abiertamente sus sentimientos. Tenía que intentar mantener una actitud más neutral. No de complacencia, pero tampoco de animadversión.
Se mordió el labio inferior mientras esperaba la respuesta del hombre.
—¿Cómo se llama? —preguntó él.
—¿Cómo dice?
—Le pregunto por su nombre. Resulta muy envarado llamarla señora Miller. Usted puede llamarme Ezequiel.
—Bueno, no sé si es correcto… Procuramos no confraternizar cuando estamos trabajando.
—Mi intención no es confraternizar con usted, pero sí que nos llamemos por nuestros respectivos nombres. Vamos, ¡no estamos en Buckingham Palace! Está usted en mi casa, es mi invitada y le pido que me llame Ezequiel.
Aquel hombre la desconcertaba. Quería negarse a darle su nombre, desde luego no pensaba llamarle a él por el suyo, pero si él decidía dar por terminada la conversación, entonces… entonces habría desaprovechado la mejor oportunidad que iba a tener nunca para llevar a cabo aquello que tanto la atormentaba.
—Marian.
—¿Marian? Vaya…
—Es un nombre común.
—No se disculpe por llamarse Marian.
Sintió rabia. Él tenía razón, se estaba disculpando por su nombre, y no tenía por qué.
—Si le parece bien, le daré el cuestionario que traigo preparado y que servirá de base para el informe que debo redactar.
—Supongo que hablará con más personas…
—Sí, tengo una larga lista de entrevistas: funcionarios, diputados, diplomáticos, miembros de otras ONG, organizaciones religiosas, periodistas…
—Y palestinos. Supongo que hablará con ellos.
—Desde luego, ya lo he hecho, ellos son el motivo de mi trabajo. Antes de venir a Israel he estado en Jordania y he tenido la oportunidad de hablar con muchos palestinos que tuvieron que huir después de cada guerra.
—Me preguntaba usted por el sufrimiento de los desplazados… Bien, yo podría hablarle horas, días, semanas enteras sobre el sufrimiento.
Costaba creer que aquel hombre alto y fuerte, que a pesar de su edad desprendía confianza en sí mismo con aquella mirada gris acero que denotaba que tenía una gran paz interior, supiera de verdad lo que era el sufrimiento ajeno. No iba a negarle que hubiera padecido, pero eso no implicaba que fuera capaz de sentir el dolor de los demás.
—¿Cómo sabe que aquí hubo una aldea árabe? —preguntó de pronto captando el desconcierto de ella.
—En mi organización tenemos información detallada de todos y cada uno de los pueblos y aldeas de Palestina, incluso de las que ya no existen desde la ocupación.
—¿Ocupación?
—Sí, desde que llegaron los primeros emigrantes judíos hasta la proclamación del Estado de Israel, además de todo lo que ha pasado posteriormente.
—¿Qué es lo que quiere saber?
—Quiero que me hable de la política de ocupación, de los asentamientos ilegales, de las condiciones de vida de los palestinos que ven derruidas sus casas por acciones de venganza… de por qué continúan levantando asentamientos en lugares que no les pertenecen… De todo eso pretendía hablar con su hijo. Sé que Aarón Zucker es uno de los más firmes defensores de la política de asentamientos, sus artículos y conferencias le han hecho famoso.
—Mi hijo es un hombre honrado, un militar valiente cuando ha servido en el ejército, y siempre se ha destacado por decir en voz alta lo que piensa, sin importarle las consecuencias. Es más sencillo lamentarse por la política de asentamientos, incluso no decir nada, pero íntimamente apoyarla. En mi familia preferimos dar la cara.
—Por eso estoy aquí, por eso en el Ministerio de Exteriores me han enviado a hablar con su hijo. Es uno de los líderes sociales de Israel.
—Usted cree que quienes defienden los asentamientos son poco menos que unos monstruos…
Marian se encogió de hombros. No le iba a decir que, efectivamente, era lo que pensaba. La entrevista no estaba discurriendo por los derroteros que se había fijado.
—Le diré lo que yo pienso: no soy partidario de que se construyan nuevos asentamientos. Defiendo el derecho de los palestinos a tener su propio Estado.
—Ya, pero su hijo Aarón piensa todo lo contrario.
—Pero es conmigo con quien está hablando. Y no me mire como si fuera un viejecito, no soy ningún ingenuo.
La puerta de la sala se abrió y apareció un joven alto, vestido de soldado, con un subfusil colgado al hombro. Marian se alarmó.
—Es mi nieto Jonás.
—Así que es usted la de la ONG… Perdone pero no he podido evitar escuchar sus últimas palabras. Me gustaría darle también mi opinión, si mi abuelo me lo permite.
—Jonás es hijo de Aarón —explicó Ezequiel Zucker a Marian.
—La política de asentamientos no es algo caprichoso, se trata de nuestra seguridad. Mire usted el mapa de Israel, fíjese en nuestras fronteras… Los asentamientos forman parte del frente en que nos vemos obligados a luchar —afirmó Jonás con tanta convicción que a Marian le molestó y sintió un rechazo instintivo hacia aquel joven.
—¿Luchan contra mujeres y niños? ¿Qué gloria hay en derruir las casas donde malviven las familias palestinas? —preguntó Marian.
—¿Acaso debemos dejarnos matar? Las piedras hieren. Y en esas aldeas donde parece que viven apacibles familias también hay terroristas.
—¿Terroristas? ¿Usted llama terrorista a quien defiende su derecho a vivir en el pueblo donde ha nacido? Además, la política de asentamientos sólo busca quedarse con un territorio que no les pertenece. Las resoluciones de Naciones Unidas sobre las fronteras de Israel son meridianamente claras. Pero su país hace una política de hechos consumados. Construyen un asentamiento en zonas donde viven los palestinos, los acorralan, les hacen la vida imposible, hasta lograr que se vayan.
—Es usted una mujer apasionada, no sé por qué se molesta en venir aquí para redactar un informe. Es evidente que tiene las cosas claras, nada de lo que pudieran decirle mi abuelo o mi padre cambiaría su manera de pensar, ¿me equivoco?
—Tengo la obligación de escuchar a todas las partes.
—Trata de cubrir un trámite, nada más.
—Basta, Jonás, dejemos a la señora Miller hacer su trabajo. —La voz de Ezequiel Zucker no daba lugar a una nueva respuesta de su nieto.
—De acuerdo, ya me voy. —Y el joven salió sin despedirse.
Marian leyó en los ojos grises de Ezequiel Zucker que iba a dar por zanjada aquella conversación que ella no había sabido manejar. Pero no podía irse. Aún no.
—Creo que aceptaré ese té que me había ofrecido.
Ahora era él quien parecía desconcertado. No tenía ganas de seguir conversando con aquella mujer, pero tampoco quería mostrarse grosero.
Cuando regresó con el té, la encontró mirando a través de los ventanales. No era una mujer hermosa, pero sí atractiva. De mediana estatura, delgada, con el cabello negro recogido. Calculó que hacía tiempo que había cumplido los cuarenta, que estaba más cerca de los cincuenta. La notaba desasosegada y ese desasosiego le pareció contagioso.
—En aquella dirección está Jerusalén —dijo mientras colocaba la bandeja con el té sobre una mesita baja.
—Lo sé —respondió Marian.
Se esforzaba por componer una sonrisa, pero él ya no parecía dispuesto a la conversación.
—Antes dijo que podría hablar semanas enteras de sufrimiento…
—Sí, podría —respondió él con sequedad.
—¿De dónde es usted, Ezequiel? ¿Cuál es su país de origen?
—Soy israelí. Ésta es mi patria.
—Imagino que para un judío lo más importante es sentir que tiene una patria —dijo ella haciendo caso omiso del tono distante del hombre.
—Nuestra patria, sí. Nadie nos la ha regalado. Teníamos derecho a ella. Y no he venido de ninguna parte. Nací aquí.
—¿En Palestina?
—Sí, en Israel. ¿Le sorprende?
—No…
—En realidad mis padres eran rusos y mis antepasados polacos. Hay muchos rusos de origen polaco; ya sabe, Polonia siempre estuvo en el punto de mira de los rusos, y cada vez que éstos se quedaban con un pedazo de tierra polaca, los judíos polacos pasaban a ser rusos. La vida de los judíos no era fácil en Rusia, de hecho no lo era en ningún lugar de Europa, aunque la Revolución francesa dio un vuelco a nuestra situación. Las tropas de Napoleón exportaban la idea de la libertad allá por donde iban, pero esas ideas chocaron con la Rusia de los zares. Si en Europa Occidental nuestras condiciones de vida cambiaron, y muchos judíos se convirtieron en hombres preeminentes y políticos importantes, en Rusia no sucedió así.
—¿Por qué?
—El zar y sus gobiernos eran profundamente reaccionarios y temerosos de todo lo que creían diferente. De manera que a los judíos los hacían vivir en las llamadas «Zonas de Residencia», situadas en ciudades del sur de Rusia, en Polonia, Lituania, Ucrania, que entonces eran parte del imperio ruso. Ni siquiera pesó en el ánimo de la corte rusa la lealtad de los judíos cuando Napoleón invadió el país.
»Catalina no nos quería, en realidad es difícil encontrar un zar o una zarina que nos quisiera como súbditos.
—Se refiere a Catalina la Grande.
—Sí, claro. Hizo todo lo posible para expulsarnos.
—Pero no lo logró…
—No, no lo logró; tuvo que conformarse con aprobar medidas que restringían las actividades de los judíos. No eran muchos los judíos que vivían dignamente en aquel tiempo: algunos comerciantes, algunos prestamistas, algunos médicos… Sí, los hubo que consiguieron permisos especiales y lograron vivir casi como ciudadanos normales. ¿Ha oído hablar de los pogromos?
—Naturalmente, sé lo que fueron los pogromos.
—En 1881 hubo un atentado contra el zar Alejandro II y entre los participantes en el complot había una mujer, judía, Gesia Gelfman. En realidad su participación no fue relevante, pero sirvió de espita para que se desencadenara una violencia salvaje contra los judíos de todo el imperio. Aquel pogromo comenzó en Yelisavetgrad, y se extendió a Minsk, Odessa, Balti… Miles de judíos fueron asesinados. Un año después, muchos de los que sobrevivieron tuvieron que abandonar cuanto tenían porque el nuevo zar, Alejandro III, firmó una orden de expulsión.
—¿Su familia sufrió aquellos pogromos?
—¿Le interesa saberlo?
—Sí —musitó ella. Necesitaba que el hombre se relajara. Ella también lo necesitaba.
—Si tiene tiempo para escuchar la historia…
—Puede ser una manera de entender mejor las cosas.