57

Las maletas ya estaban hechas. Toda una vida metida en esos dos contenedores cerrados, listos para viajar primero hasta el aeropuerto y después a Buenos Aires, su destino final. Al menos por un tiempo. Al final, Ginés había tenido razón. Marcharse no era siempre una huida, a veces era la única forma de continuar. Le quedaba el día siguiente para despedirse una vez más de Carmen, pero ésa iba a ser la última noche que pasaría en mucho tiempo en aquel piso, su casa durante veinte años. También había hablado con Lola. Ahora que su relación había quedado definitivamente en una amistad, supo que la extrañaría. «Hay historias que nunca encuentran su momento», pensó. Y quizá era así como debía ser.

Subió a la azotea y contempló las plantas que crecían, ignorantes de su inminente orfandad. Carmen había prometido ocuparse de ellas, y a pesar de que la mujer no estaba ya para subir escaleras, Héctor sabía que cumpliría con su palabra. Las regó a fondo y luego hizo el gesto automático de buscar un cigarrillo. Aún le pasaba, cada vez menos. Sin embargo, había logrado dejarlo. Llevaba doce días sin fumar.

Contempló el cielo oscureciéndose sobre una ciudad que se le antojó vacía. Los fines de semana de verano las calles se quedaban abandonadas, entregadas al dominio de las hordas de turistas más o menos bárbaros. El mar fue abrazando al sol, apagándolo; Héctor sintió la caricia de la brisa engañosa que precede a la noche. En ese momento habría dado un año de su vida por una calada. Dirigió la vista a la acera. Las farolas se encendían, una estela de luces artificiales alumbrando el silencio. Entonces la vio y ella le saludó con la mano.

Sentarse en la azotea resultaba más agradable que hacerlo en un piso caluroso, y al mismo tiempo menos arriesgado. Ambos lo sabían. También eran conscientes de que se debían eso: un adiós sereno, un encuentro breve. Un beso de despedida.

—¿Ya lo tienes todo preparado? —preguntó Leire.

—Más o menos. Tampoco me voy para siempre.

—Eso nunca se sabe. Un año es mucho tiempo —dijo ella con una ligera sonrisa—. Te echaremos de menos, inspector Salgado.

—Y yo a vosotros. A ti.

No pudo evitar especificarlo a pesar de que se había prometido no convertir la escena en el final de un melodrama.

—Fort pasó ayer por aquí —prosiguió él para diluir el comentario anterior—. Tiene golpes escondidos. ¿Sabes que quería llamar Héctor al perro? Cuida de él. Es un buen tipo.

—Creo que sabe cuidarse solo, pero lo haré. No es él quien me preocupa. —Le miró a los ojos—. ¿Cómo está Guillermo?

—Bien, creo. Al menos mi hermano dice que está tranquilo. Tengo muchas ganas de verlo. Hay… hay muchas cosas de las que tenemos que hablar.

—Lo sé.

—Leire. Gracias. Ya, ya sé que te lo dije ese día y muchas otras veces. Pero nunca es bastante.

—Era lo que debíamos hacer. Lo tuve claro desde el principio, desde que llegué a casa de Ruth. Desde que encontré a Savall tendido en el suelo, muerto.

—Aun así, te arriesgaste mucho. Podríamos haber inventado otro relato, uno en el que fuera yo quien apretara el gatillo.

—No. Habrían terminado descubriendo la verdad. Nadie habría creído que tú permanecías escondido mientras yo me encaraba a Savall. La única mentira lógica era ésta. Que tú conservaras tu papel. Y que yo asumiera el otro rol, el papel de Guillermo.

Héctor lo sabía. Le había costado acceder, pero había tenido que reconocer que aquélla era la única opción viable, la que conservaba un alto porcentaje de verdad. Sólo tres hechos fundamentales cambiaban. Leire no le había acompañado al loft a pesar de su insistencia, aunque desoyendo sus órdenes se había acercado al barrio y andaba cerca. Savall había sacado la pistola, sí, pero la había dejado sobre la mesa, hundido ante la revelación de que había matado sin saberlo a la hija de Pilar. El mazazo emocional había sido definitivo, la confesión había brotado de sus labios espontáneamente y Héctor le había escuchado, absorto. Su mente se había sumergido tanto en la historia, en el momento final de Ruth, que casi podía decirse que la había visto morir. Quizá fue aquel dolor lacerante lo que mitigó las ansias de venganza, la ira que siempre había esperado sentir cuando encontrara a la persona que había matado a Ruth. O quizá fue la debilidad de un cuerpo que estaba aguantando más de lo que habría debido soportar. Volvió en sí justo a tiempo de descubrir que no estaban solos.

Guillermo debía de haber ido a pasar la mañana allí, como hacía tantas veces, y se encontraba entonces justo detrás de Savall, a un par de metros de distancia, con la pistola de Charly en la mano y una mirada que su padre no le había visto nunca. Héctor se oyó a sí mismo gritando: «¡Guillermo, no!», y vio a Savall volviéndose, desarmado, segundos antes de que sonara el disparo. Luego ambos habían caído: Savall herido de muerte, Guillermo derrumbado y casi inconsciente, como si al apretar el gatillo hubiera perdido las fuerzas.

—Todo ha salido como queríamos —aseguró Leire—. Al menos hemos logrado salvarlo. Ruth estaría satisfecha.

—Lo tuviste claro desde el principio.

—Y tú también. En el fondo, los dos lo supimos enseguida. No podíamos dejar que a Guillermo le arruinara la vida un proceso en el que nadie ganaba nada. No era justo. Y, por otra parte, tampoco ha resultado tan complicado. Sólo teníamos que ajustar las historias. Nadie ha sospechado ni remotamente que él estaba allí. Ahora te corresponde a ti ayudarle a vivir con ello.

—Tendrá que hacerlo. Olvidar no es la solución, debe aceptar lo que hizo y seguir adelante.

—Lo logrará. Es un chico fuerte. Como Ruth y como tú.

—Creo que si hay alguien realmente fuerte en esta historia no somos nosotros, Leire. Nadie habría corrido tantos riesgos como has hecho tú.

—La vida sin riesgos no merece la pena. A veces, una simplemente sabe lo que debe hacer.

Sí, pensó Héctor. Los argumentos de Leire le habían persuadido de que mentir era la mejor solución, la única posibilidad de rescatar a Guillermo de un destino que él no habría podido perdonarse. Los escrúpulos de conciencia se convierten en hojas secas cuando está en juego algo que quieres más que a ti mismo: se los lleva el viento, barriéndolos con un rumor leve que uno es capaz de ignorar, acumulándolos en una pila, junto a otros desechos.

Héctor la observó y se dijo que la auténtica belleza acababa siendo el reflejo de todo un mundo interior: seguridad, honestidad, valor. No es que Leire no hubiera sido guapa aun sin esas cualidades, sólo por sus rasgos físicos, pero era la combinación de todo ello lo que la hacía irresistible a sus ojos. Irresistible e inalcanzable. Ambos debían seguir con sus vidas lejos del otro. Eso, por desgracia, también formaba parte del pacto. A pesar de que odiaba el papel de galán maduro, Héctor estuvo tentado de quebrar ese acuerdo: se merecían una última noche, una despedida de verdad. Extendió la mano hacia la silla que ella ocupaba y, al mismo tiempo, Leire se levantó, alejándose. Él sonrió por dentro. De nuevo, Leire mantenía la cordura por los dos.

—Tomás y yo nos casaremos después del verano. —Héctor supo que el anuncio, que él ya se esperaba, contenía implícita una advertencia—. Quiero que Abel tenga un padre, una familia. —Sonrió—. Nunca pensé que diría algo así, aunque me oigo hablar y pienso que no soy yo, que es otra Leire. Si te digo la verdad, no sé si todo esto acabará bien, si Tomás y yo pasaremos juntos un año, dos, o toda la vida. Sin embargo, estoy segura de que Abel se merece que lo intentemos. Quizá te suene anticuado, quizá en el fondo soy más tradicional de lo que parecía. O quizá sólo tengo miedo de no saber sacarlo adelante yo sola. No es fácil criar un hijo. Bueno, tú ya lo sabes.

Leire se acercó a la barandilla de la azotea, como si temiera que él comenzara a rebatirle unos argumentos de los que ni siquiera ella estaba plenamente convencida. Héctor optó por permanecer sentado, observándola. Estaba de espaldas a él, frente a la ciudad que pronto pertenecería a su pasado, y su silueta se fundía con las luces que centelleaban en el paisaje nocturno formando una imagen que Héctor se esforzó por imprimir en su memoria para evocarla en las largas tardes del invierno que le esperaban lejos de ella. Lejos de allí.