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Álvaro Saavedra esperaba a su amigo en el sitio de siempre. Ya había llegado el calor de verdad, unas indiscretas gotas de sudor le caían por la frente. No se debían sólo a la temperatura. Aquella mañana, la puerta de la entidad bancaria donde trabajaba había amanecido con una pintada. «Asesinos». Era ya la tercera en lo que llevaban de verano, aunque los mensajes, todos insultantes, variaban. Y Álvaro Saavedra sabía por qué. La noticia del fallecimiento de uno de los padres de familia que iban a ser desahuciados, el mismo con quien se había cruzado en el puente semanas atrás, había corrido como la pólvora en Girona. Pocos discutían que la presión ejercida desde la caja había contribuido al infarto de aquel pobre hombre. El propio Álvaro apenas albergaba dudas al respecto.

Se alegró de ver a su amigo, que se acercaba. En las últimas semanas su aspecto había mejorado. Ferran se enfrentaba a una condena por agresión, pero eso era mucho mejor que saber que era un asesino. Además, la detención de Ramón Silva parecía haberle devuelto parte de la cordura: Cristina no le había abandonado para suicidarse, sino que ella y Dani, su Daniel, habían muerto a manos de aquel animal a quien Álvaro odiaba con todas sus fuerzas, con un sentimiento tan intenso, tan visceral, que de madrugada le hacía fantasear con la posibilidad de matarlo a golpes él mismo.

—¿Cómo estás? —le saludó Joan.

—Ya ves —respondió—. Capeando el temporal.

—Son tiempos duros. ¿Y Virgínia?

Ya no tenía ánimos para eufemismos, así que respondió escuetamente:

—Alcoholizada la mayor parte del tiempo. Estoy intentando convencerla para que siga algún tratamiento, pero se niega en redondo.

El silencio puede ser a veces la mejor respuesta. Joan lo sabía, y por eso se limitó a apoyar una mano en el brazo de su amigo.

—¿Has oído lo de las pintadas en el banco? —le preguntó él.

—Sí. Tienes que entenderlo, Álvaro. Se les pasará con el tiempo, pero ahora mismo el ambiente está muy tenso. Ese hombre…

—Sí. No creas que no lo pienso yo también.

—Estoy seguro.

Contemplaron el caudal escaso del torrente. A lo lejos se oían gritos de chiquillos que corrían hacia ellos. Veinte años atrás, Daniel también había jugado en aquel lugar. Álvaro lo recordó entonces como cuando era niño: activo, fuerte, desobediente y guapo. La gente decía que se le parecía, aunque a él siempre le había costado verlo, quizá porque distinguía en su hijo una parte indolente, caprichosa, que no le agradaba. «Eso no significa que no lo quisiera», pensó. Son cosas completamente distintas. Uno puede amar a un hijo y percatarse de sus defectos, o querer a una esposa y no soportar su aliento a ginebra. O sentir lástima por un padre de familia y a la vez exigirle que entregue la casa donde vive.

La vida era así de injusta, así de dura en ocasiones. Así de despiadada. Los chavales que entonces corrían hacia ellos aún lo ignoraban.

—¿Qué mierda de futuro tendrán esos críos, Joan? —preguntó Álvaro, de repente.

Si Joan dijo algo, el griterío infantil ahogó su respuesta.