—Leire fue la primera en disparar —repite Héctor, y se hace el silencio.
La historia ha terminado y él nota que parte de la tensión que le atenazaba se esfuma a través de esa última frase. Aun así, vuelve a ver la escena en su cabeza. Su grito. La detonación inesperada. El cuerpo de Savall desplomándose tras el impacto. La sangre. Intenta alejar las imágenes, rememorar la escena exacta sólo puede causarle problemas. Es mejor no desviarse del relato fabricado, casi cierto. Las cosas podrían haber ocurrido así.
—La agente Castro ha declarado que encontró la pistola en el estudio de su ex esposa. Y que, cuando vio que Savall le amenazaba, decidió intervenir.
—Exactamente.
—¿Cree que el comisario hubiera disparado contra usted? ¿O contra la agente Castro?
—Estaba desquiciado. Llevaba un rato blandiendo la pistola y yo… —Le avergüenza confesar su debilidad—. Un momento antes de la aparición de Leire estuve convencido de que el comisario iba a matarme, sí.
Su interrogador saca la pistola, debidamente precintada, y comenta:
—En la pistola se encontraron otras huellas, además de las de la agente Castro.
—Supongo que el arma ha pasado por un montón de manos.
El otro asiente y, durante unos segundos, se queda pensativo.
—Hay algo que no llego a entender en esta historia. Hemos investigado la muerte de Juan Antonio López. En su día ya se sospechó del accidente, aunque no pudo probarse nada. Y, como sabe, hemos encontrado los restos de su ex esposa, Ruth Valldaura, enterrados en los alrededores de la casita que el comisario tenía en Tiana.
—Sí. —Lo dice con firmeza para deshacer el nudo que se le ha formado en la garganta.
—Dada la confesión del comisario Savall, oída por usted y por la agente Castro, podemos afirmar que él fue el responsable de ambas muertes. Sin embargo —se detiene y Héctor presiente lo que va a decir a continuación—, si el doctor Omar deseaba vengarse de usted escogió un modo muy complicado para hacerlo. Las cosas podrían haber salido de manera totalmente distinta.
Sí. Héctor lo ha pensado mil veces. Su mente ha recorrido un montón de escenarios diferentes, aunque está seguro de que Omar había previsto que el temperamental inspector Salgado se dejaría llevar por la ira y mataría al asesino de Ruth con sus propias manos. En eso, al menos, había fallado.
—Supongo que Omar disponía de planes alternativos. Quizá pensara ocuparse de la muerte de Ruth por otros medios. O de la mía. ¿Quién sabe? Lo cierto es que murió poco después, así que no podemos saber cuáles habrían sido sus pasos si el comisario no se hubiera llevado a Ruth. En cualquier caso, me alegro de que no haya podido disfrutar de todo el mal que ha causado. Creo que es mi único consuelo.
—Entiendo. ¿Se ha parado a pensar que Omar debía de tener un cómplice? Alguien que envió la carta a ese hombre, Collado.
—Por supuesto. Aunque pudo ser cualquiera de sus clientes, o pacientes. Estoy seguro de que él pensaba marcharse. No se habría arriesgado a quedarse por aquí si le ocurría algo a Ruth. Así que debió de dejar ese encargo a alguien. Si a Ruth no le hubiera sucedido nada, esa carta no habría tenido valor alguno.
—Pese a todo, ¿no cree que se trata de una venganza muy retorcida? Maquiavélica, diría yo.
—¿Sabe una cosa? Llevo un año pensando en ello, intentando esclarecer la desaparición… la muerte de Ruth. No quiero darle la satisfacción de seguir obsesionado con ello o ese tipo habrá ganado desde su maldita tumba. Ruth murió a manos del comisario Savall; su cuerpo descansa ahora en paz. No puedo permitirme el lujo de seguir dándole vueltas a esa historia. La vida debe continuar, para mí y para mi hijo.
—¿Cómo está su hijo? —Por primera vez Héctor percibe una nota de sincero interés en el otro. Y en este mismo instante sabe que ha ganado.
—Bien. Ha estado en casa de sus abuelos maternos durante unos días y le envié a Buenos Aires después del entierro de Ruth. Mi hermano vive allí y yo me reuniré con ellos en cuanto termine todo esto. —Sonríe—. En cuanto ustedes me dejen. Los dos necesitamos pasar un tiempo lejos de aquí.
—Bueno, debo admitir que su declaración y la de la agente Castro coinciden en los aspectos fundamentales. En la chaqueta del comisario Savall encontramos, además, el teléfono móvil de su ex mujer. ¿Tiene la menor idea de por qué lo llevaba encima?
—No. No lo sé.
—Entonces… creo que hemos terminado. Inspector, le agradecería que mantuviera la discreción sobre todo esto en la medida de lo posible. Haremos cuanto esté en nuestra mano para cerrar este caso cuanto antes. Lo comprende, ¿verdad?
—Créame, no tengo ningún interés en prolongarlo más allá de lo inevitable. Y estoy seguro de que la agente Castro opina lo mismo.
—Sí. Yo también. No es fácil para un agente abrir fuego contra un superior, aunque dadas las circunstancias no veo qué otra cosa podría haber hecho. Habrá un juicio, claro, pero no creo que tenga problemas.
—No se merece tenerlos. La agente Leire Castro me salvó la vida. Si me necesitan, estaré aquí hasta que se celebre el juicio.
«Engañar al sistema. Sobrevivir».