54

El piso de Ruth. El loft donde empezó todo. «O no», pensó Héctor. ¿Cuándo empezaban a gestarse las tragedias realmente? Cuarenta años atrás, tal vez, con una chica violada y embarazada, cargada de odio, destrozada por dentro. O mucho después, el verano anterior a éste, cuando él arremetió contra Omar y le dio una paliza. O unos meses más tarde, el día que Ruth desapareció. Buscar el inicio no era sencillo, y sin embargo estaba casi seguro de que ese espacio, ese piso amplio donde Ruth había vivido sus últimos meses, sería el escenario del final.

Leire se había empeñado en acompañarle a pesar de que él le había rogado que no lo hiciera. «Estás demasiado débil para enfrentarte a esto solo», le dijo. Él no se sentía débil, aunque debía admitir que en ocasiones su mente se mostraba incapaz de asumir todo lo que había descubierto en las últimas horas. «Piezas sueltas como las de un puzzle —pensó irónicamente—, que componen un retrato definitivo».

Naturalmente, quedaban huecos, piezas perdidas en el tiempo, detalles que carecían de explicación. Una cosa estaba clara: si el mensaje no mentía, si el hombre que había encargado la muerte de aquel subinspector tenía las respuestas a la desaparición de Ruth, ese hombre podía ser el que él estaba esperando. El mismo que había accedido a reunirse con él aquella mañana soleada. Y que, en menos de diez minutos, llamaría al timbre.

Contempló a Leire, que le observaba, tensa, sin ánimos para sonreír. Habían pasado juntos todo el día anterior, asegurándose de que la coincidencia de apellidos no era sólo eso. Pilar Savall i Lluc, muerta años atrás, era hermana de Lluís Savall. Ése, y la declaración de que ella había sido violada por el Ángel, eran los únicos elementos sólidos que apuntalaban sus sospechas. El resto era un fondo difuso, desdibujado, poblado de recodos oscuros. Héctor no olvidaba a Omar, su venganza, una capacidad para el mal que se le antojaba cada vez más aterradora. Más retorcida. Claro que aún existía la posibilidad de que el hombre a quien esperaba fuese inocente, una víctima más en ese rompecabezas siniestro.

Leire avanzó hacia él y apoyó una mano en su hombro. Habían hecho el amor esa noche, por segunda vez, lo que, al parecer, los convertía en amantes. Había sido tan distinto a la primera noche…, un sexo reposado, necesario, casi curativo, alejado del arrebato pasional de la otra ocasión.

—Tiene que estar a punto de llegar —dijo ella.

—En cuanto llame, ve a la otra parte del piso. —Frenó lo que ella iba a objetar con un gesto—. Sí, no protestes. Tengo que hablar con él a solas.

El timbre sonó a la hora exacta.

Lluís Savall había dudado mucho antes de decidirse a aceptar ese encuentro. La llamada de Héctor, recibida la noche anterior, le pedía una cita a las diez en punto. «Sé que Bellver ha estado interrogando a mi gente —le había dicho—. Quiero hablar contigo fuera de comisaría. Fuera de casa también. Tengo algo importante que contarte y prefiero hacerlo en un lugar tranquilo, donde podamos hablar sin que nos molesten». Él no se engañaba: el piso de Ruth no podía considerarse territorio neutral.

No le había dicho nada a Helena. No quería oír sus advertencias, ni sus insinuaciones. Pese a todo, pese a haber descartado las ideas de su esposa como propuestas descabelladas, iba armado. Coger la pistola había sido un gesto instintivo y, mientras subía hacia el piso, la palpó con la mano. Las armas, como el dinero, proporcionan seguridad.

Por un instante, Héctor se arrepintió de haber pedido a Leire que se alejara. Su cercanía le daba ánimos. No, tenía que ser así. Él y el comisario Savall debían hablar cara a cara, sin testigos.

—Héctor, tienes mala cara. ¿Estás seguro de que te encuentras bien?

La misma afabilidad de siempre, acompañada de una expresión de desconcierto en la cara.

—¿Por qué has querido que nos viéramos aquí?

—Es un lugar como cualquier otro, Lluís. Y, como te dije anoche, lo que tengo que contarte tiene mucho que ver con Ruth.

—Escucha, puedes estar tranquilo por lo que se refiere a Bellver. Tu posible implicación en el caso era algo a investigar, y lo sabes. Él sólo está cumpliendo con su trabajo, pero debo decirte que es una hipótesis que empieza a caer por sí sola. Como yo esperaba, ni más ni menos.

Héctor asintió. No sabía si tendría fuerza suficiente para encarar todo lo que vendría. Por alguna razón, ambos seguían de pie. Él apoyado en la mesa, de cara a la puerta; Savall delante, mirándolo con expectación. El comisario Lluís Savall, con quien había compartido horas de trabajo, casos y decisiones. Intentó apartar todo eso de su mente y concentrarse en lo que debía hacer.

—Te he hecho venir porque he descubierto algo que te concierne, Lluís. Algo que quizá no sepas y que puede afectarte personalmente.

—Va, déjate de preámbulos, Héctor. Suéltalo ya. Me estás poniendo nervioso. —Sonrió—. Y a mi edad no estoy para impresiones de buena mañana.

Sí, pensó Héctor. No podía demorarlo más. Había llegado el momento de la verdad.

—Sabes que nunca he dejado el caso de Ruth, a pesar de tus órdenes al respecto. No podía hacerlo. Y por fin creo que tengo un dato que puede aclarar parte del misterio. —Tomó aire, notó que la rodilla derecha le temblaba de manera incontrolable—. ¿Tú sabías que Ruth había sido adoptada?

Savall no se esperaba eso. Su cara de sorpresa lo demostró sin lugar a dudas.

—No tenía ni idea. ¿Tú sí? Nunca dijiste nada.

—No, yo tampoco lo sabía. Y creo que ella lo ignoraba. Ruth fue adoptada por los Valldaura poco después de nacer.

—Vaya. Bueno, esas cosas pasaban antes. Los padres adoptivos muchas veces no decían nada a sus hijos. Es peor, según he oído. Pero ¿tiene eso algo que ver con lo que le pasó?

—No estoy seguro. He averiguado quiénes fueron sus verdaderos padres. Es una historia larga y terrible. —Miró a su jefe fijamente—. Una historia que, en cierto sentido, te concierne a ti.

—¿A mí?

—Hace cuarenta años una chica fue detenida por la policía franquista. Interrogada. Violada por uno de los subinspectores del cuerpo. Un cabrón llamado Juan Antonio López Custodio, al que apodaban el Ángel.

Ahora ya no le cabía duda de que Savall sabía de qué le estaban hablando. Sus ojos demostraban que cada palabra era un golpe, un directo a un cuerpo que se esforzaba por blindarse ante ellos.

—Juan Antonio López murió, en 2002, en un sospechoso accidente de automóvil. Lo curioso es que un amigo del subinspector recibió hace poco una carta en la que se le decía que la persona que había encargado su muerte era también responsable de la desaparición de Ruth.

Se calló. Savall seguía rígido, imperturbable.

—Todo esto es un poco extraño, Héctor. ¿Qué tiene que ver la pobre Ruth con ese tipo?

—Eso pensé yo. Hasta que descubrí el nombre de la chica. La estudiante violada. La chica que quedó embarazada de ese energúmeno.

—¿Embarazada?

La verdad se abría paso, espontáneamente. La mirada de Savall denotaba una extrañeza teñida de pesar.

—Sí. La chica quedó embarazada y dio a luz a una niña en el Hogar de la Concepción, en Tarragona, que fue dada en adopción. El bebé era Ruth, Lluís, y esa chica… Ella se llamaba Pilar. Pilar Savall. Tu hermana.

Savall dio un paso atrás. Su cabeza se negaba a aceptar aquello y el corazón aceleró su ritmo. Se llevó una mano hasta él y rozó la pistola. Ahí estaba. Dura, resistente. Útil. Sin darse cuenta, la sacó y vio cómo Héctor se tensaba al verla.

—¡Maldito cerdo! Él lo sabía. Lo sabía todo.

—Lluís, ¿estás bien? Suelta eso, suelta la pistola.

—¡No! —El comisario se oyó gritar a sí mismo y no reconoció su voz, alterada por un odio y un dolor que jamás pensó que llegaría a sentir—. ¡Él lo sabía! Omar tuvo que investigarnos a todos.

—Sí. Creo que lo sabía. Creo que utilizó esa información. Y creo que tú puedes decirme cómo la usó.

El aire se negaba a entrar en sus pulmones. Lluis Savall abrió más la boca, intentando atraparlo. Intentando respirar.

—Yo… yo sólo quería protegerla. Protegerla de Omar. Y casi lo conseguí. Sí, estuve a punto de lograrlo. A punto de salvarla.

Recordó su cara, el alivio y la satisfacción que sentían ambos ese domingo por la tarde cuando él fue a buscarla.

—Ya está, Ruth. Se acabó. Ese viejo tarado ha muerto y tú estás a salvo.

Iban en el coche, camino de Barcelona. Aún cruzaban la urbanización de casas aisladas, un camino asfaltado y solitario. Al fondo, la carretera los devolvería pronto a la ciudad, al orden, a la tranquilidad.

—¿Me devuelves el móvil? Quiero llamar a Guillermo. Debe de estar esperándome.

Él se llevó la mano al bolsillo interior de la americana.

—Ostras, lo siento. Debe de haberse quedado en la otra chaqueta. Si sabes el número, puedes usar el mío.

—La verdad es que no. Pero debes de tener en la agenda el de Héctor, ¿no?

—Claro.

Se disponía a dárselo cuando ella dijo, mirando el reloj del salpicadero:

—Es igual. Llegaremos en media hora. De hecho, todavía me da tiempo de coger el coche e ir a buscar a Guillermo tal y como habíamos quedado. A ver si así todo empieza a volver a la normalidad.

—Lo siento, Ruth. De verdad. Por absurdo que te parezca todo esto era necesario.

—Ya, lo supongo. —En su voz, sin embargo, se advertía una nota escéptica.

—¿Te has aburrido mucho? En la casa, me refiero.

—No, he estado leyendo. Había algún libro interesante. —Permaneció pensativa, unos instantes, y luego prosiguió—: Es curioso, ¿sabes? El día que fui a ver a Omar me soltó un montón de tonterías.

—Olvídalo. Ese monstruo está muerto. Sácalo de tu cabeza.

Odiaba conducir de noche. La edad se notaba en esas cosas; las luces en la lejanía le molestaban.

—Sí. Será lo mejor. Pero hay cosas que no son fáciles de olvidar. La tarde que lo vi me soltó un discurso rarísimo. Según él, todos en la vida tenemos un némesis. Alguien que puede destruirnos. Podíamos intentar esquivarlo si sabíamos su nombre. Me dijo que él, por ejemplo, había sabido que el suyo era Héctor Salgado antes de conocerlo.

—¡Bobadas, Ruth! Quería impresionarte, nada más.

—Sí. Eso pensé yo.

Un bache traicionero disparó el coche hacia delante.

—Perdona —dijo él.

—No pasa nada. —Ella se agarró a la manecilla y siguió hablando—. Según Omar, mi némesis, el hombre que podía causarme un daño irreparable, era un tal Juan Antonio López Custodio. Me dio incluso su apodo: el Ángel. Nunca había oído ese nombre, pero…

Savall aceleró sin querer. No quería oír lo que ella estaba diciendo, no quería oír ese nombre en sus labios. Algo debió de reflejarse en su semblante porque ella añadió:

—¿Estás bien? Te decía que no había oído hablar de ese hombre, ni antes ni después… hasta este fin de semana. Bueno, en realidad, no lo oí. Estaba buscando un libro y me encontré con una esquela de su muerte. Al parecer, había sido policía. Alguien había escrito un mensaje horrible en el margen, insultos obscenos dedicados al fallecido. Bueno, al menos creo que puedo estar tranquila. —Se rió—. Si ya ha muerto, no supone ningún peligro, ¿no? Aunque me gustaría saber más cosas de él. ¿Te dice algo ese nombre?

Habría dado cualquier cosa por que se callara. Para cortarle la voz de raíz. Para enterrar a ese Ángel para siempre. Un monstruo que se empeñaba en regresar a su vida. Un fantasma que, al parecer, nunca le abandonaría, nunca le dejaría en paz. Fue una maniobra rápida, un volantazo para no pillar otro bache que resultó más brusco de lo necesario como consecuencia de los nervios acumulados. Enderezó la dirección justo a tiempo de no salirse de la carretera, en otro golpe de volante que lanzó a Ruth contra la puerta; luego frenó, en seco. A su lado, Ruth soltó un gemido de dolor y él suspiró, aliviado.

Había sido sólo un golpe, la cabeza de Ruth había chocado contra el cristal de la ventanilla.

—Lo siento —murmuró.

Y mientras lo decía pensó que ella podía haber muerto en ese accidente estúpido, y con ella todas las preguntas. ¿Qué haría Ruth ahora? ¿Olvidaría a ese desgraciado o buscaría la manera de saber más sobre él? Y, lo que era peor, estaba seguro de que el maldito Omar, a su manera, había planeado todo esto. Le había dado a Ruth un nombre y lo había desafiado a él a salvarla. Los había unido con la esperanza de que llegara ese momento. ¿Qué había dicho? «Yo nunca he matado a nadie. Como usted, prefiero que otros se encarguen del trabajo sucio». Sí, incluso después de muerto, sus actos seguían teniendo consecuencias.

En esos segundos maldijo a su hermana por guardar la dichosa esquela, y a sí mismo por haber caído en el juego de Omar. Por haberla llevado allí. Él tenía la culpa, y pronto comprendió que en sus manos estaba también la solución. Acercar los dedos a su cuello fue un impulso que no pudo controlar. Cuando ella abrió los ojos, extrañada, él vio el temor en su mirada. Ya no había marcha atrás. Y apretó con fuerza su garganta hasta que notó que la resistencia se desvanecía, que aquel cuerpo había dejado de respirar.

—Todo había terminado. Todo. Omar estaba muerto, Ruth se hallaba a salvo. Yo me sentía feliz —murmuró con voz temblorosa—. Supongo que me volví loco, Héctor. Cuando ella dijo ese nombre, perdí la cabeza. Te confesaré algo: pagar para matar a aquel cerdo fue un acto del que no me arrepiento, pero la muerte de Ruth… ¡Dios, te juro que no he conseguido olvidarla ni un solo día!

Héctor seguía en pie, pálido, consciente de que por fin había llegado al final. Un año de interrogantes cerrados con esa verdad, obscena y dolorosa. Su mirada se posó en las manos de Savall, armas asesinas de un falso amigo que habían cercado sin piedad el cuello de Ruth. Durante el relato del comisario, Héctor había viajado mentalmente hasta ese coche, esa conversación, ese instante en que el crimen se impuso a la cordura. Estaba seguro de que, si cerraba los ojos, sólo vería la cara exangüe de Ruth. Un rostro amado, vencido, muerto… Fue consciente de la rabia que empezaba a arder en su interior: el calor intenso de ese fuego contrastaba con el sudor helado que le bañaba la piel. La habitación se desdibujó y se vio a sí mismo atrapado en una especie de túnel oscuro, rodeado de un silencio inflamable. Frente a él, al fondo de aquel pasadizo recto y angosto, irrespirable, se encontraba Lluís Savall, con los brazos extendidos, pidiendo un perdón indecente que él no estaba dispuesto a concederle.

Héctor intentó disipar esas imágenes, enfocar la mirada en el hombre que tenía ante sí, y al hacerlo se percató de que el gesto que esgrimía no sugería piedad, sino amenaza. Lluís Savall temblaba como un animal acorralado, y su mano derecha sujetaba la pistola con una firmeza que contradecía la agitación que azotaba el resto de su cuerpo.

—Lo siento, Héctor —le dijo, y de repente la aflicción había desaparecido, sustituida por un tono resolutivo, amenazante. El cañón de la pistola se elevó hacia él—. Nunca pensé que llegaríamos a esto. Ya no tengo nada que perder.

El grito de «suelte el arma» le sorprendió tanto a él como a Savall, que se volvió, armado. Leire fue la primera en disparar.