El edificio de medicina legal y forense no era el lugar más adecuado para lo que iba a hacer, y Héctor lo sabía. La mirada de Celia Ruiz, que habría hecho palidecer de miedo a un regimiento de soldados, se posaba sobre él sin la menor compasión. Él había fingido no verla y le había asegurado que se encontraba bien, algo que era, a todas luces, una mentira descarada. Los días de reposo valían un imperio y estaba seguro de que echarse a la calle antes de tiempo significaría una recaída. Quince horas después de haber abandonado la tranquila habitación del hospital ya estaba a punto de desfallecer.
—Tengo camillas libres, por si acaso te asalta una muerte súbita —le soltó la doctora.
—Mala hierba nunca…
—Usted el primero. Mire, ahí viene.
Héctor se volvió hacia donde le señalaba Celia Ruiz y, de repente, recobró la fuerza perdida. Aunque fuera sólo durante un par de horas la necesitaba toda.
—Buenos días —saludó Salgado al recién llegado.
—Buenas. No pensaba encontrarle aquí. Me dijeron que estaba herido. ¿Cómo se encuentra?
—Mejor —respondió Héctor.
—Me han llamado esta mañana para que viniera a recoger los resultados de…
—Sí. Acompáñeme, señor Silva.
Por suerte, la doctora les había cedido una sala donde podrían hablar tranquilos y Héctor escoltó a su visitante hasta ella.
—Siéntese.
Ramón Silva ocupó la silla con gesto cansado.
—Usted dirá. Supongo que se trata de Cristina.
—Sí. Por supuesto. Antes que nada, quiero agradecerle que haya venido esta misma mañana.
—No faltaba más. Todos tenemos ganas de terminar con esto, inspector. En casa estamos a pocas semanas de celebrar una boda. Es difícil concentrarse en esos preparativos teniendo un entierro pendiente y no quiero que ese enlace quede empañado. Belén y Eloy se merecen un día feliz, sin sombras.
Héctor asintió y sonrió, en un gesto pensado para infundir confianza.
—Como le ha dicho la doctora por teléfono, se han realizado los análisis pertinentes al cadáver de Cristina, se ha comparado su ADN con el de usted, su único familiar vivo. Su padre.
—Muy bien. Entonces ¿podemos llevárnosla ya? Me gustaría enterrarla cuanto antes. Todo esto ya ha durado demasiado.
Si esperaba un gesto de asentimiento por parte de Héctor, éste no se produjo.
—Lo que sucede es que, una vez evaluados los resultados, se ha llegado a una conclusión… inesperada. Me temo que será un golpe para usted saber que ese cuerpo no es el de su hija.
—¿Cómo? No puede ser. ¿Y el chico?
—Él es Daniel Saavedra, sí, no cabe duda.
—¿Y ella? No, no lo entiendo. ¿No estaban juntos? ¿Dónde… dónde está Cristina?
—No he dicho que no sea Cristina, señor Silva. Lo que he afirmado es que no es su hija. Los análisis no mienten.
El rostro de Ramón Silva se congestionó: los ojos muy abiertos, las mejillas sonrojadas. «Incluso los que no tienen corazón pueden sufrir un infarto», pensó Héctor.
—No quiero ser indiscreto, pero ¿cabe la posibilidad de que su esposa le engañara?
—Está… Está insinuando que… ¡Esto es vergonzoso, inspector! ¿Cómo se atreve a sugerir semejante… obscenidad?
Se había puesto de pie. Le latía la vena del cuello y saltaba a la vista que le faltaba el aire.
—Cálmese, señor Silva. Por favor. Entiendo que esto sea duro para usted y por eso he querido ocuparme personalmente de decírselo. Entre hombres, estas cosas son más llevaderas.
Silva se dejó caer de nuevo en la silla. Se sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se enjugó el sudor.
—No esperaba esto, inspector. Sinceramente. Disculpe, ¿tiene un poco de agua?
—Sí, por supuesto.
Ramón Silva se acercó el vaso de plástico a los labios con mano temblorosa.
—Entonces ¿no había sospechado nunca que su esposa pudiera serle infiel?
—¿Quién sabe, inspector? —Estrujó el vaso vacío entre las manos, sin darse cuenta—. ¿Cómo se puede estar seguro de eso?
—Es cierto. No se puede. —Héctor usaba un tono amable—. Supongo que se trata de un golpe duro. No se preocupe, no será usted el primero ni el último en criar a hijos que no son suyos. Las mujeres pueden engañarnos en eso, y en muchas otras cosas.
—Las mujeres pueden mentirnos en eso, sí —afirmó Silva—. ¿Y qué va a pasar ahora? ¿Puedo confiar en su discreción?
—Podría contar con ella si no estuviéramos en un caso de homicidio. Lo siento, pero la investigación requiere que saquemos toda la verdad a la luz.
—Pero seguramente esto no cambia nada, ¿no? Quiero decir que si ese chico mató a Cristina, poco importa que ella fuera hija mía o no.
Héctor asentía, comprensivo.
—Ya. El problema es que el caso no está cerrado. No del todo. —Sonrió—. Aparecen nuevas pruebas, nuevas hipótesis.
—¿Ah, sí?
—En efecto. Ahora sabemos, por ejemplo, adónde fue Cristina días antes de su muerte. Estuvo en Vejer, en la casa donde pasaban los veranos.
Silva se alteró, la mención del lugar no le traía, obviamente, buenos recuerdos.
—¿Y por qué fue allí? ¡Debería haber vendido esa casa!
—Eso es lo que me pregunté yo también. Su futuro yerno me contó lo que había pasado en ella: el incendio, el accidente. ¿Por qué querría Cristina regresar a un lugar al que no había ido desde que era una niña?
—Cristina era así. Le gustaba remover el pasado.
—¿No lo sabía?
—¿Que había estado en Vejer? No, por supuesto. ¿Cómo iba a saberlo?
—Bueno, se lo podía haber explicado ella cuando se vieron. En el cumpleaños de su otra hija, a finales de junio.
—Pues no, no me lo dijo. No es que Cristina fuera muy habladora conmigo. Con nosotros.
—Lo entiendo. Entonces, ese día, ¿sólo le pidió dinero?
—¿Dinero? ¡No, no me pidió nada!
—Escuche, intente comprenderme usted a mí. Encontramos diez mil euros con los cadáveres, y está claro que tuvieron que conseguirlos de algún modo.
—¿Y cree que se los di yo? ¿Diez mil euros? ¿Se los daría usted a su hijo, así por las buenas? ¡No me haga reír!
—No, desde luego. No sin un buen motivo. Pero a veces uno tiene motivos para pagar. Para comprar el silencio.
—¿De qué está hablando?
—De esto. —Héctor sacó de su carpeta el cuaderno de Cristina, y del interior unas páginas dobladas. Se aclaró la garganta y se dispuso a leer.
Hoy he vuelto a la casa de Vejer, allí donde empezó todo. Hacía años que no regresaba a ella aunque, en realidad, me he dado cuenta de que nunca me fui. De que siempre, todo este tiempo, he estado allí.
—Oiga, inspector, ¿a qué viene esto?
—Cállese y escuche. Lo escribió Cristina, así que debería interesarle.
He subido al cuarto de los niños, a la habitación donde dormíamos cuando íbamos allí en verano. No he entrado. Aún no. No me siento con fuerzas para cruzar ese umbral, recorrer la habitación y abrir la ventana. En su lugar, he pasado de largo y he ido a la habitación de mamá. Siempre pensé en ella así, el cuarto de mamá, no de mis padres. Desde la puerta he entrevisto su cama, aquel lecho que en las tardes de julio se agitaba como poseído por un huracán. He recordado las sábanas, arrugadas, y ese olor especial que salía de allí. Y los gemidos, la fricción constante de los cuerpos desnudos. Me he acordado de mamá y del hombre que venía a verla, he entrecerrado los ojos y he visto aquello que no he olvidado jamás. Sus brazos, sus besos, la lucha de sus cuerpos que entonces me fascinaba y que ahora sé bien a qué obedecen. Follaban. Mamá y ese hombre follaban todas las tardes de verano, a la hora de la siesta, mientras Martín y yo dormíamos. O, en mi caso, fingíamos dormir.
He cerrado esa puerta y con ella las imágenes de amor, o de sexo. Y, por fin, me he decidido a entrar en mi cuarto.
Héctor levantó la vista. Ramón Silva lo observaba, aunque no habría sabido decir si le escuchaba o su mente estaba perdida en esa misma casa, en ese mismo pasado. Decidió proseguir:
La ventana. Esa ventana. La misma que me persigue en sueños, a veces llena de pájaros. Aves de pesadilla que vienen a llevarse lo que no es suyo. Cruzo la estancia y me dirijo a ella. «No la abras», me digo. Me lo habían dicho mil veces, y esa tarde no hice caso, porque la casa estaba llena de humo negro. La abrí, y fui a buscar a mamá, a pesar de que sabía que no le gustaría. A pesar de que sabía que no estaba sola. Al ir hacia allí lo vi: entre el humo, en la planta de abajo, una sombra que se iba. Una sombra que yo conocía bien. La sombra de papá.
—¡Basta!
—Señor Silva, entiendo que tuvo que ser duro descubrirlo. ¿Qué le pasó por la cabeza? ¿Quemar la casa? ¿Matarlos a todos?
No respondió. Héctor notó también que la voz empezaba a fallarle. Sintió un ligero mareo que alejó con decisión.
—No sé qué está diciendo.
—Lo sabe. Lo sabe perfectamente. Sabe que Cristina le vio aquella tarde, aunque durante años ese recuerdo permaneció sepultado. Oculto bajo todo lo que sucedió después. La ventana abierta, la caída del niño. Todos se esforzaron para que Cristina olvidara, sobre todo usted. Su mujer se volvió loca y murió sin saber que alguien había provocado aquel incendio. Cristina no se acordó hasta mucho después, porque la muerte de su hermano pequeño la obsesionaba. Se sentía mala, culpable. Otro la habría llevado a un psicólogo, pero usted optó por enviarla fuera. Alejarla. Según sus palabras, «Cristina no se hacía querer».
Estaba a punto de vencer. Lo sabía.
—Tuvo mala suerte, señor Silva. Lo único que le pidió Cristina fue un curso de escritura y usted se lo pagó. Y allí, en ejercicios diversos, empezó a recordar. No del todo, por supuesto. Algunas lecturas la desconcertaban, sobre todo si en ellas salían niños. Niños que veían lo que no debe verse. Aun así, ella no tuvo la certeza hasta que se fue a Vejer, poco antes de su muerte. Allí sí. Allí lo recordó todo. No sé qué pensaba hacer cuando regresara. Quizá no le hubiera llegado a decir nada o quizá, más probablemente, le habría acusado públicamente de todo. Me parece que eso habría sido más propio de ella. Pero no. Se plantó ante usted y le pidió dinero.
Héctor seguía un razonamiento lógico con la esperanza de que el hombre que tenía delante se hundiera. No podía asegurarlo, sólo podía intuir que el peso de la verdad comenzaba a abrumar a Ramón Silva. Y había cosas que, simplemente, sólo podía suponer. A Daniel enojado con sus amigos que no querían saber nada de él porque, y eso debía de cabrearle aún más, les había fallado. A Cristina intentando compensarle porque, en definitiva, él había faltado a ese concierto y se había ganado la exclusión del grupo por ir a buscarla a Vejer cuando ella le llamó. Cristina, que, armada con la verdad recordada, se había enfrentado a su padre y le había exigido diez mil euros por callar. ¿Quién si no podía darle tanto dinero en tan poco tiempo? ¿De dónde podían sacarlo ella o Daniel?
—Dinero —masculló Silva—. La habría respetado si hubiera pedido cualquier otra cosa. Si le hubiera contado la verdad a todos. Pero ¿dinero? Era como Nieves, y como Eloy. Yo trabajando como un burro mientras ellos fornicaban, mientras planeaban dejarme.
Héctor intentó no mostrar ninguna reacción al oír el nombre del amante. Podía entender la reacción de desear matar al falso amigo, a la esposa infiel. Prender fuego a la casa y que los dos ardieran. Pero ¿y los niños?
—¿Cuándo supo que era estéril? —preguntó de repente.
—Me hicieron unos análisis, por otro tema. Yo ya sospechaba de ella, pero cuando me dieron los resultados me quedaron pocas dudas. Lo duro fue descubrir quién era él.
—Su amigo, el padre de Eloy, ¿podría ser también el padre de Cristina?
—Hijo de puta. Se la follaba todos los veranos, desde hacía años… Cristina también había nacido en primavera así que Nieves tenía que haberse quedado embarazada durante las vacaciones, aunque en esos años yo no sospechaba nada. —Sonrió—. Merecían morir. Y, de hecho, todos están muertos.
Héctor se estremeció. A lo largo de su carrera había tratado con criminales despiadados, pero pocas veces se había encontrado con esa falta absoluta de empatía, de remordimiento. De humanidad.
—Nieves enfermó y usted colaboró en que empeorara, ¿no es así?
—No hizo falta mucho. Estaba follando mientras su hijito caía al vacío. ¿Qué madre podría soportarlo?
—Y el padre de Eloy…
—Me jodió tanto que mi amigo me traicionase, que lo habría matado con mis propias manos, pero Dios se puso de mi parte: él murió de un infarto poco después. ¡Ahora su hijo me llama padre a mí!
—Pero Dios no fue quien se llevó a Cristina. La mató usted, a ella y a Daniel. Los siguió hasta esa casa y los machacó a golpes. ¡Era su hija, por el amor de Dios!
—No, inspector. No lo era.
Parecía ofendido, como si aquel reproche fuera peor que la acusación.
—Era hija de esa zorra y del bastardo de Eloy. Había salido a ellos. Me chantajeó y luego se fue a follar con su novio. Los vi. Los estuve mirando mientras se revolcaban en aquella cama vieja. Como Nieves y Eloy, disfrutando como cerdos. Por eso oculté los cuerpos así, abrazados. Por eso dejé el dinero ahí. Que se pudrieran juntos, ellos y los billetes. Hay otras cosas que importan en la vida, inspector. Cosas como el honor.
Héctor no podía soportarlo más. Era debilidad, o tal vez asco, lo que inundaba su cuerpo y le hacía desfallecer.
Por suerte, Fort estaba en la puerta, listo para entrar a detener a Ramón Silva. Con sinceridad, él no habría sido capaz.
—Estás pálido —le dijo la doctora Ruiz, tuteándolo por primera vez en su vida, en un tono casi maternal.
—Se me pegó del ambiente.
—No sé cómo aún te quedan ánimos para bromear.
—¿No lo hacéis vosotros? ¿Con los cadáveres?
—Eso es una leyenda negra —repuso ella—. Con franqueza, prefiero lidiar con muertos que con tipos como ése.
—No creo que Ramón Silva aguante mucho. Y tampoco creo que nadie llore mucho por él.
—Lo del relato fue todo un acierto.
Héctor sonrió. Había trucos que no debían contarse, ni siquiera a los colegas. Después de que Nina le llamara para decirle que había visto el mantel cuando Cristina regresó de aquel viaje con destino desconocido y le dijo que era un recuerdo de infancia, el relato encajó por fin en un escenario distinto y todo empezó a cobrar sentido. Un sentido perverso, monstruoso: la pareja de amantes, el niño muerto, los miedos de Cristina, el dinero conseguido con tanta rapidez. Claro que no existía ninguna prueba, de manera que la noche anterior había ido a ver a Ferran Badía y le había pedido que le escribiera el relato ficticio. Afortunadamente, el chico estaba lúcido y había hecho un buen trabajo. Ahora estaría mejor. La verdad, el hecho de sacar a la luz lo que había sucedido realmente, le ayudaría a recobrar la cordura.
—Por cierto, tus agentes no te dejan en paz.
—¿Por qué?
—Ha llamado Leire Castro. Dice que quiere hablar contigo. Que es urgente. Chico, yo de ti me habría quedado en el hospital.