52

«Assumpta Canals, sesenta y cuatro años, residente en Cubelles, provincia de Barcelona». Leire se iba repitiendo los datos averiguados la noche anterior, en parte gracias a Lola, que había aplicado la teoría de los seis grados de separación para descubrir que entre ella y Andrés Moreno quedaban reducidos a dos. No lo conocía personalmente, pero una búsqueda rápida le había proporcionado un par de publicaciones suyas en medios a cuyos responsables sí había tratado durante sus muchos años como periodista. En menos de media hora de llamadas, Lola había conseguido que Moreno le diera el nombre que buscaban. «Alguna ventaja tiene que haber en ser veterana», había dicho sin sonreír. El resto de la información la había obtenido Leire poco después. En el coche que había cogido de comisaría, la agente tomó la autovía y luego cruzó los túneles del Garraf. Hacía un día precioso, y por un momento, al notar la proximidad del mar, casi olvidó el motivo que la llevaba hacia allí.

Cubelles era un municipio de catorce mil habitantes situado en la costa del Garraf, a unos cincuenta kilómetros de Barcelona. Leire no recordaba haber estado nunca allí, de manera que, sin saber muy bien por dónde empezar, se dirigió hacia el centro del pueblo, claramente señalado por la iglesia. Aparcó el coche y se encaminó a la dirección que había conseguido, rezando para que la mujer estuviera en casa. Los dioses no hacen caso a quienes se acuerdan de ellos sólo para pedirles cosas: nadie respondió al timbre. Una vecina tuvo a bien decirle que Assumpta había salido, como cada mañana, a ayudar en la rectoría. Leire regresó a la iglesia y no tardó en descubrir un edificio situado muy cerca de ésta; no sabía si era el mejor lugar para abordar a Assumpta, pero tampoco tenía demasiadas opciones. La puerta estaba abierta, y entró.

Se oían voces al fondo, así que las siguió. Por el camino se cruzó con una mujer con la cabeza cubierta por el típico pañuelo musulmán. Llevaba a una niña de una mano y un carro de la compra lleno en la otra. Cuando entró en la sala de donde procedía el ruido, Leire comprendió que aquella rectoría se dedicaba al reparto de comida: estantes llenos de tarros de legumbres, latas de conserva, azúcar, sal, cartones de leche y sopa, cajas de galletas… Había más mujeres musulmanas esperando turno, aunque no eran las únicas que hacían cola; a esas otras se las veía más incómodas, como si nunca hubieran creído que la necesidad alcanzaría también a la población autóctona.

Un par de voluntarias distribuían los alimentos en función del número de integrantes de la familia que los pedía. Leire se preguntó cuál de las dos sería Assumpta Canals: la más alta y delgada, con gafas y el cabello gris muy corto, o la otra, algo más entrada en carnes y con un curioso moño en la cabeza. Aguardó pacientemente a que terminaran; notó que las dos mujeres la miraban, en algún momento, sin prestarle la menor atención. Por fin, avanzó hacia el mostrador improvisado y, dirigiéndose a las dos a la vez, dijo:

—Disculpen. Estoy buscando a Assumpta Canals.

La mujer del moño se volvió hacia su compañera, que justo en ese instante se metía en una especie de pequeño almacén adyacente a la sala.

—Assumpta, preguntan por ti.

La aludida no pareció muy contenta de recibir visitas. Respondió con un seco «que esperen» y se tomó su tiempo antes de salir. Mientras esperaba, Leire entabló conversación con la otra. De hecho, más bien se limitó a asentir cortésmente a las quejas y comentarios que escuchó durante un buen rato.

—¿Ha visto la cantidad de gente que viene? ¡Es horrible! Y cada día son más. No sé adónde vamos a llegar. Desde aquí hacemos lo que podemos, pero está claro que no es suficiente. La mayoría de los maridos de estas mujeres trabajaban en la construcción, y claro, ¡a ver qué hacen ahora! Y eso que muchos están volviendo a sus países. ¡Qué remedio, pobres! Yo lo siento sobre todo por ellas, qué quiere que le diga… Y por sus niñas. ¡Vaya a saber qué vida les espera!

Assumpta Canals regresó del almacén secándose las manos con un pañuelo de papel que luego dobló y guardó en el bolsillo. A pesar del calor, llevaba una chaqueta de punto fino, de color gris, a juego con la falda.

—¿Me buscaba?

—Sí. —Había algo intimidatorio en su forma de hablar, por lo que Leire se dijo que sería mejor mostrar sus cartas cuanto antes. Se identificó como agente y, en tono serio, añadió—: Soy Leire Castro. Creo que será mejor que vayamos a un sitio más tranquilo.

En eso su interlocutora estuvo de acuerdo; lanzó una mirada rápida a su compañera, que no perdía detalle de la charla, y asintió.

—Vivo muy cerca. Vayamos a mi casa, si no le importa.

Leire la siguió. No cruzaron una sola palabra durante el camino, y al cabo de diez minutos estaba sentada en un patio pequeño, lleno de plantas. Assumpta le había ofrecido una taza de café, que ella aceptó. Entonces le dijo lo que la había llevado hasta allí.

—¿Por qué no me dejan en paz? —dijo Assumpta en voz baja—. Ya le conté a Andrés Moreno todo cuanto sabía de aquello. Y es una época de mi vida que preferiría olvidar, por mucho que me cueste.

—Escuche, sólo estoy buscando información sobre una de esas adopciones. No… no pretendo juzgarla, de verdad.

—Ese chico me prometió que no diría nada de mí, que mantendría mi nombre en secreto. Está claro que una ya no puede fiarse de nadie.

Leire quiso ser justa.

—Andrés hizo cuanto pudo por dejarla fuera de esto. Pero, Assumpta, créame: si estoy aquí es porque estoy convencida de que puede ayudarme en un caso que quizá se inició entonces, en el Hogar de la Concepción.

—El Hogar… —Assumpta sonrió—. Me ha costado un horror superar lo que pasaba allí. Pero cada vez que oigo su nombre, el «Hogar», me entran ganas de echarme a reír.

—¿Cómo era? ¿Cómo…?

—¿Quiere que le diga la verdad? ¿La pura verdad? Lo peor de todo es que durante unos años ni siquiera tuve la sensación de hacer nada malo. En el Hogar acogíamos a chicas embarazadas, normalmente solteras, que no deseaban tener a sus hijos, y buscábamos una casa para ellos. Una buena familia, sólida, cristiana, deseosa de acoger en su seno a un recién nacido al que su madre no quería o no podía criar. Hoy en día nadie puede imaginar lo que era para una chica ser madre soltera en los años sesenta, sobre todo en los pueblos. El país ha cambiado mucho. La sociedad ha cambiado más aún. Los pecados vergonzantes de entonces son actos normales hoy en día.

—Lo sé. Pero, Assumpta, no estamos hablando de madres que renunciaban a sus hijos. O no sólo.

—Eso… eso vino después. O al menos yo lo supe más tarde. No pretendo disculparme. Simplemente fue así.

Dejó la taza sobre el platillo, en la mesita.

—Recuerdo muy bien la primera vez que pasó. Era una muchacha que había llegado como las demás, embarazada y sin marido. El proceso fue el mismo de siempre. Sor Amparo, la madre superiora, buscó a una familia. Y sin embargo, a medida que avanzaba el embarazo, aquella joven cambió de opinión. Me lo dijo, quería quedarse con su hijo, pese a la oposición de sus padres. Hay una fuerza en la gestación de un bebé que se contagia a las mujeres que los llevan dentro.

—¿Qué pasó?

—Sor Amparo se mostró inflexible. Afirmó que si aquella chica había cambiado de opinión una vez, volvería a hacerlo. Y que, en definitiva, el niño estaría mejor en manos de una familia normal. Protesté, pero fue en vano. Cuando nació el bebé, sor Amparo se lo llevó enseguida. No había sido un parto complicado, lo habitual en una primeriza. La joven estaba agotada, y aun así pedía ver a su hijo. Sor Amparo entró en su habitación, estuvo hablando con ella, rezaron juntas. Luego supe que le había mentido: le había dicho que el bebé había nacido muerto y que era aconsejable que no lo viera. ¿Para qué? Ver a un recién nacido muerto sería una imagen imposible de borrar. Dios había dispuesto las cosas así, no hacía falta castigarse más acumulando recuerdos dolorosos e inolvidables. —Suspiró—. Sor Amparo era muy convincente, y tenía muy claros sus objetivos. Un niño, una familia. Y dinero, por supuesto. Me horroriza decir que el dinero jugaba un papel en todo esto, aunque fuera disfrazado de buenas intenciones.

Leire asentía. Era más o menos como lo había imaginado.

—Ese día empecé a llevar una lista de nombres. Familias adoptivas, madres naturales. Dinero. No sólo de los adoptados de manera ilegal, sino de todos ellos. No sé por qué lo hice. Supongo que pensé que quizá algún día resultaría útil. La he leído tantas veces que casi me la sé de memoria. Además, no fueron tantos. A partir de los años setenta el tema empezó a variar. Las mujeres nos volvimos más… valientes.

—¿Le suena el nombre de Valldaura? En 1971 adoptaron a una niña en ese Hogar. Quizá fue uno de esos bebés robados…

—Andrés Moreno me lo contó la segunda vez que vino. Me habló de la desaparición de Ruth Valldaura. —Se paró como si intentara ordenar sus recuerdos—. No. Lamento decir que la madre de esa niña no puso ninguna objeción a renunciar a su hija. Tardé un poco en recordarla, son muchos nombres, muchos dramas. Pero la historia de aquella chica era especial.

—¿Por qué?

—Llegó al Hogar acompañada por sus padres y se hallaba casi en estado de shock. No entiendo cómo la dejaron allí; parecían buena gente. A lo largo de los días que estuvo con nosotras llegué a hablar con ella bastantes veces. Al principio ni siquiera respondía; luego, poco a poco, empezó a abrirse conmigo. A contarme cosas. Cosas terribles.

—¿Qué le había sucedido?

—La habían detenido, en la universidad. En esa época era común, muchos estudiantes se oponían al régimen. Y el Estado hacía cuanto podía por acabar con ellos. Ha oído hablar de la Brigada Político Social, supongo.

—Sí.

—¡Dios, hablamos de hace cuarenta años y sin embargo lo recuerdo como si fuera ayer! Según me contó esa chica, la llevaron a la comisaría de Via Laietana, donde la interrogaron. No eran muy delicados en aquellos tiempos. Pero lo peor no fue eso: uno de los policías abusó de ella. —Assumpta enrojeció—. La… la violó repetidas veces y la dejó embarazada. Como comprenderá, no sentía el menor cariño por el bebé que llevaba dentro.

Leire asentía, pensando que los cabos comenzaban a unirse, a formar un todo con sentido. Incompleto y, sin embargo, coherente.

—¿El subinspector que la violó pudo ser un tal Juan Antonio López Custodio?

—No me pida tanto. Sólo sé que a Pilar la violó un tipo al que apodaban el Ángel. Una vez, cuando intenté que rezara conmigo, me lo soltó: «Déjese de ángeles, madre. Yo ya recibí la visita de uno, y me hizo esto. Así lo llamaban en comisaría. El Ángel».

—¿Y ella? ¿Se acuerda de su apellido? ¿Pilar qué más?

Se levantó y entró en la cocina, de la que regresó con una caja de lata, redonda y azul. Al abrirla, Leire vio que aquella antigua caja de galletas se había convertido en costurero. Y en el lugar donde la ex monja guardaba sus secretos. Leire se reprimió para no abalanzarse y quitársela de las manos.

—Tengo el nombre completo anotado en la lista. Octubre de 1971. Ernesto Valldaura. La madre natural se llamaba Pilar Savall.

Leire se inclinó hacia la mujer.

—¿Ha dicho Savall?

—Sí. ¿Por qué?

Leire intentó ordenar sus ideas, frenar un razonamiento que quizá la llevaba a conclusiones anticipadas. Un apellido era sólo eso, no era prueba de nada más.

—¿Alguien más le ha preguntado alguna vez por Ruth Valldaura?

—¿Por los Valldaura? No. —Hizo una pausa y dobló la hoja de papel, uniéndola al resto—. Pero antes de Andrés Moreno vino una persona a preguntarme por Pilar Savall. Era un hombre de color, viejo, y muy extraño. No me inspiró la menor confianza y lo eché. Unos días después me encontré toda la casa revuelta. Pensé que habían entrado a robar, pero no faltaba nada. Oiga, ¿le pasa algo? ¿Le ha sentado mal el café?

«Sí —pensó Leire—. No me encuentro bien». El café le volvía a la boca en forma de jarabe agrio. Tuvo el tiempo justo de llegar al cuarto de baño antes de vomitar.