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Leo Andratx sabía que no debía estar ahí. Frente a esa misma puerta, apostado en su moto, haciendo acopio de valor para atreverse a llamar a aquel timbre. Gaby estaba en casa, podía ver la luz encendida desde la calle.

En las últimas semanas apenas había pensado en ella, su vida había estado demasiado llena de acontecimientos y emociones: el reencuentro, la declaración, las mentiras. El temor a ser descubierto. Sin embargo, no todo había sido negativo. Esa misma mañana había asistido a una entrevista de trabajo, uno mucho mejor que el que había desempeñado durante años, mientras el dinero encontrado compensaba un sueldo mediocre. Uno de sus contactos del cybermundo le había citado en una empresa de marketing online, y le había ofrecido un puesto que, estaba seguro, desempeñaría sin problemas. Se trataba de un empleo mejor remunerado, a pesar de que los salarios en el sector, y en todos, habían caído en picado. Leo se sentía contento, satisfecho de ver mejorar su situación en un momento en que el país andaba hacia el desastre. Rodearse de la gente adecuada tiene su recompensa, pensó. La inquietud surgió esa noche cuando, al llegar a casa, se percató de que tenía una gran noticia en su haber pero nadie con quien compartirla.

Por eso estaba allí. No quería violentar a Gaby, ni agobiarla, ni siquiera insinuarle una noche juntos. Sólo deseaba hablar con ella, explicarle su progreso. Invitarla a cenar. Existían muchas posibilidades de que ella no quisiera verlo, claro, pero nada se perdía por intentarlo. Se dirigió a la puerta e iba a llamar cuando los vio salir al balcón. Ella llevaba aquellos shorts que convertían sus piernas en columnas esbeltas. Y él, porque había un él a su lado, la abrazaba por los hombros mientras pasaba un cigarrillo de sus labios a los de ella. El gesto no dejaba lugar a dudas.

Permaneció un rato, observándolos, protegido en el portal. No se atrevía a salir hasta que ellos entraran de nuevo en el piso, ya que al menos, donde estaba, no podían verlo. Los oyó reír, o quizá lo imaginó. De la misma forma que luego, solo en su cama, los imaginaría follando; oiría incluso los gemidos de Gaby, acariciaría sus pechos en el aire y la penetraría con fuerza, hasta saciarla, hasta que de sus labios gruesos salieran aullidos de placer.

—¿Se lo has dicho ya? —preguntó Hugo, y Nina asintió.

Él estaba recogiendo la única mesa que había estado ocupada durante esa tarde, dos cafés con leche eternos. Ella levantó la tapa de la quesera donde guardaba las tartas, respiró hondo, sacó la que había y la tiró a la basura. El pastel rebotó contra el fondo con un quejido brusco. Hugo volvió la cabeza al oírlo.

—¿Crees que es importante?

Ella suspiró.

—No lo sé, Hugo. Quiero dejar de pensar en todo esto. Simplemente me acordé de repente que había visto antes ese mantel de flores. No tengo la menor idea de si tiene importancia o no.

Hugo bajó la cabeza. Isaac los había llamado para explicarles su charla con el agente, y para advertirles que esperaran una citación, o como se llamara, por obstrucción a la justicia, algo que tampoco sabían muy bien qué significaba. Para Hugo, lo peor no había sido eso, sino tener que confesarse con Nina, que se había mostrado implacable. Él le había recordado lo del cuaderno, y ella se había puesto más furiosa aún, como si ambos hechos no pudieran compararse. Quizá fuera así. Se acercó a la barra y dejó las tazas y los platillos en el lavavajillas.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó, echando una mirada al local vacío.

Los carteles de superhéroes parecían reírse de ellos desde las paredes, y Hugo se sintió ridículo, como si aquella decoración estuviera fuera de lugar en tiempos de crisis.

—Irnos a casa, ¿no? Hay que darle de comer a la gata.

—Nina…

—¿Qué?

—Nada.

Cerraron el bar y subieron al piso. Desde que habían vuelto de Barcelona, no lo abrían por las noches, porque el dinero que sacaban de las cuatro copas no pagaba la luz y el aire acondicionado. La cena transcurrió en silencio. Tampoco Nina era la misma esos días. A veces Hugo pensaba que el hallazgo de los cadáveres de sus amigos le había llenado el alma de fantasmas del pasado.

Sofía maulló, impaciente, a pesar de que ya le habían echado la comida. Nina la hizo callar con un grito seco y se acostó enseguida. Hugo se quedó en el sofá, escuchando música con los cascos puestos hasta el amanecer. Entonces fue a la cama y se tumbó con cuidado para no despertarla. Se sorprendió al notar que ella le abrazaba y le atraía hacia sí, que le buscaba con avidez silenciosa, como si quisiera satisfacer un deseo que poco tenía que ver con él. Hugo se dejó llevar y follaron sin palabras y sin besos. Luego, Nina dio media vuelta y los dos fingieron dormir.

Encerrado en el cuarto de baño de un bar, Isaac contempló la raya de cocaína, perfectamente recta, que acababa de prepararse. No se engañaba. Sabía que no sería la primera sino la penúltima. Siempre era así. Se miró la cara en el espejo desconchado y sucio que colgaba de la pared, y se vio a sí mismo, años atrás, como si la coca lo rejuveneciera incluso antes de tomarla. «Acabarás en la calle —se dijo—, tirado como un perro». Tal vez fuera ése su destino. Por mucho que se empeñara en lo contrario, aunque se hubiera engañado durante años con el tacto acogedor del dinero, su historia quizá estaba escrita. Su madre lo había sabido, con ese instinto natural que ellas parecen tener. «Tampoco es que la calle sea tan mal sitio», pensó al recordarla, subida en la escalera, limpiando frenéticamente los estantes de la cocina para terminar con una plaga de cucarachas que, en realidad, se reducía a un único ejemplar que ya había eliminado. Era la imagen que tenía de ella desde su muerte, desde la tarde en que la escalera cedió y ella perdió su última batalla contra los bichos, partiéndose la nuca contra el suelo de la cocina.

Había hecho muchos esfuerzos por esquivar ese final que, según parecía, era inevitable. Ni el dinero, conseguido por azar, ni haber cambiado el barrio por otros distintos y alejados de los escenarios de su adolescencia, habían servido de nada. Le habían concedido una tregua, eso sí, un aplazamiento a lo que tenía que llegar. Lo había comprendido de manera repentina el día en que se reencontró con los chicos. Su oportunidad real, la única que había tenido en su vida, se había dado con ellos. Con el grupo.

Hiroshima se perdió, y con esa desaparición se desvaneció también la posibilidad de hacer algo que mereciera la pena, algo que llenara su vida. Durante años había creído que el dinero lo compensaba, que en realidad había salido ganando, pero no era así. Ahora lo sabía. Lo curioso era que, durante el tiempo en que lo tuvo, las drogas habían dejado de apetecerle. O eso creía. La verdad era que se había limitado a sobrevivir sin ellas, diciéndose que así aquella calle fría que le habían augurado como hogar quedaba definitivamente lejos. Al volver a ver a sus antiguos amigos, supo que el destino de todos estaba escrito desde mucho antes y entendió que el dinero sólo estaba aplazando el suyo propio, el que ya intuía cuando era un chaval angustiado. Quizá a Jessy le fuera más útil, aunque en el fondo también lo dudaba. Ambos pertenecían al mismo mundo sin futuro. Sin esperanza.

Cuando aspiró la raya, cuando notó que aquella lluvia de cristales diminutos ascendía por sus fosas nasales hasta estallarle en el cerebro, Isaac sintió, por primera vez desde su regreso a Barcelona, que su vida estaba en orden.

Que había vuelto a casa.