50

—¿Has dormido bien?

La enfermera de esa mañana era de las más simpáticas. Héctor no tenía queja de ninguna, sobre todo desde que, en general, todas ellas habían abandonado aquel plural insultante que las incluía en sus preguntas y que él encontraba de lo más irritante.

—Me dormí tarde —respondió él.

—Ya. Me han dicho que por las noches te escapas para fumar. —Lo dijo en tono alegre, mientras le hacía la cama y él esperaba sentado, sintiéndose como un inútil—. Que no se entere el médico o te pondrá puré de zanahorias en la dieta. Es lo que hacemos con los pacientes díscolos.

—¿Tan malo es?

—Peor. —Sonreía—. Además, no creo que tarden mucho en darte el alta, así que pórtate bien. Es un consejo. Sólo te quedan un par de días por aquí. O quizá menos, tal vez el doctor te deje marchar mañana mismo, si no se entera de tus correrías nocturnas, claro.

Le divertía que aquella chica, que podría ser su hija, lo tuteara y regañara con tanta familiaridad. Era pelirroja natural y bastante guapa; se llamaba Sonnia, con dos «enes», y él había pillado a Guillermo observándola un par de veces. Iba a responderle algo cuando sonó el teléfono móvil. Era tan temprano que le extrañó.

—¿Sí?

—Inspector, soy Fort. No sabía si molestarle, pero…

—No me molestas —le aseguró Héctor—. Al revés, empiezo a necesitar algo de actividad.

La enfermera le miró de reojo y meneó la cabeza. Sus labios dibujaron tres palabras: «Puré de zanahorias».

Fort le relató todo lo acontecido la tarde anterior, incluida una última conversación con Jessica García, en la que había admitido que Isaac Rubio le había dado una parte del dinero.

—Esto es el colmo de la coherencia: le roban trescientos mil, le devuelven menos de una cuarta parte y los dos tan contentos —dijo Héctor después de escuchar la historia—. Lo bueno, o no, es que por fin sabemos a ciencia cierta que esos diez mil euros no salieron de los que encontraron los chicos en la furgoneta.

—Me temo que sí, señor.

—Y también sabemos que había alguien muy cabreado con Daniel y probablemente también con Cristina.

—Leo.

—Y quizá también el otro, Hugo Arias.

Héctor permaneció en silencio unos instantes. Los hechos se acumulaban y cada pieza parecía desplazar a las otras. Nunca había creído que el móvil de aquel crimen fuera el dinero, y a pesar de todo, las pruebas parecían confirmarlo. Tenía que conseguir ver el caso desde otro ángulo, y eso no le resultaba sencillo.

—Fort, hágame un favor —decidió por fin—. Acérquese al hospital y tráigame el relato. Sí, el de Hiroshima. Y otra cosa: busque un ejemplar de Otra vuelta de tuerca.

—Creo que no debería trabajar, señor.

—No voy a trabajar. Voy a leer. ¿No es eso lo que le recomiendan a uno que haga en el hospital?

El silencio de Fort fue bastante significativo, pero Héctor estaba seguro de que haría lo que acababa de pedirle. Antes de terminar la conversación, no pudo resistir la tentación y preguntó:

—¿La agente Castro está por ahí?

—No, señor. Es decir, sí, ha venido pero no está en su mesa ahora mismo. ¿Quiere que le diga algo?

«No», pensó Héctor. Lo que le apetecía decirle no admitía intermediarios.

—Por cierto, hoy vamos a interrogar a Mayart, señor. Los médicos nos han dicho que ha recobrado la memoria.

—Bien; cuando pase a traerme lo que le he pedido, me informa de cómo ha ido. Muchas gracias y buen trabajo, Fort.

A Héctor le habría gustado ver la cara del agente y su sonrisa de satisfacción cuando colgó el teléfono.

No esperaba recibir muchas visitas, pero Héctor se empeñó en vencer esa somnolencia que le asaltaba a media tarde por puro aburrimiento y que luego le provocaba eternas noches en vela. En esos días había tomado una decisión: en cuanto se cerrara el caso de los amantes muertos se tomaría una temporada para él. Para él y para Guillermo. Necesitaba espacio mental y tiempo real si quería acabar de una vez con los fantasmas que le acosaban. Con los interrogantes que rodeaban a Ruth. Si hacía falta, pediría una baja temporal, algo que debería haber hecho desde hacía un año. Desde que ella desapareció. Tal y como le había dicho a Ginés, la cercanía de la muerte restablecía el orden de prioridades, y si de algo estaba seguro era de que no quería irse de este mundo sin haber averiguado la verdad. Antes, sin embargo, debía ocuparse del caso que tenía entre manos. No era capaz de dejarlo a medias tras las nuevas revelaciones.

El teléfono vibró en la mesita y él atendió la llamada. Nunca había imaginado lo mucho que se aprecia cualquier distracción cuando uno está hospitalizado. Se levantó para contestar, tanto tiempo tumbado empezaba a agobiarlo. Para su sorpresa, resultó ser Celia Ruiz.

—¿Sí?

—Salgado. Veo que ha recuperado su tono de siempre.

—¡Celia! Estoy muy enojado con vos. Viniste a verme el primer día y ya no volviste.

—Ya. Seguro que me ha echado mucho de menos.

—Cada minuto, doctora. Recorro la habitación muerto de impaciencia.

—Pues si está de pie, será mejor que se siente, inspector. No sabía si llamarle, pero me han dicho que ya está mejor, así que… Bueno, creo que le interesará saberlo.

—Me está poniendo nervioso. Tendré que avisar a la enfermera.

—Obedezca y siéntese. Han llegado los resultados de las pruebas de ADN en el caso de Saavedra y Silva. Y hay sorpresas.

—¿Sorpresas?

—Corrijo, en singular. Sólo una. Ningún problema con el chico. Es Daniel Saavedra, sin duda.

—¿Y Cristina?

—Ahora voy a ello. El ADN de la chica no coincide con el del padre. Vamos, genéticamente ni se le parece. Atendiendo a las pruebas realizadas, ese cadáver no sería el de Cristina Silva.

No se había sentado. Lo hizo entonces, mientras la doctora Ruiz seguía hablando de porcentajes, repetición de análisis y pruebas de fertilidad. Luego, cuando terminó la conversación, se quedó tumbado en la cama, mirando al techo, evaluando ese dato nuevo. Esa inesperada brecha que se abría en un caso que se empeñaba en no cerrarse.

La paz del hospital le ofrecía una oportunidad única para pensar sin ser interrumpido y la conversación con la doctora Ruiz había abierto una puerta imprevista hacia terrenos inexplorados. La posibilidad de que la víctima encontrada no fuera Cristina Silva se le antojaba remota, pero era algo que no podía descartarse. Con los ojos de la memoria repasó su conversación con el padre de la joven. El hombre no le había resultado especialmente simpático, y aun así, no habría querido encontrarse en su lugar: había gente a la que el destino se empeñaba en flagelar sin la menor misericordia, y aquel hombre endurecido que había perdido a toda una familia llevaba años pensando que su hija estaba muerta. Sin embargo, en vista de los acontecimientos, su agonía se prolongaba.

Recordó la cara de Cristina Silva, aquella mirada intensa y poderosa, y los comentarios que sobre ella habían ido haciendo quienes la conocían. Para Eloy Blasco había sido un amor platónico, aunque no por ello menos profundo; una especie de hermana menor por la que albergaba sentimientos contradictorios. Para Nina, su amiga, Cris era una persona fuerte, alguien en quien apoyarse, y también triste, algo que pocos, por no decir ninguno, habían mencionado. Santiago Mayart la había acusado de indisciplinada, y Ferran… Ferran la quería, pura y simplemente. No conseguía cambiar esa percepción por mucho que los datos y las evidencias lo señalaran como culpable. En el fondo, la historia de Ferran, por perturbada que pareciera, o quizá precisamente por eso, podía ser cierta.

Revisó una vez más la secuencia de los hechos, con calma. El trío había vivido su historia en relativa armonía hasta que el padre de Daniel enfrentó a su hijo con sus propios prejuicios: ahí habían comenzado las tensiones. Luego Cristina se había mostrado afectada en las clases de Mayart mientras analizaban Otra vuelta de tuerca y hablaban de las pesadillas; se había ido, abandonándolo todo por unos días. Daniel había ido a buscarla, y en ese intervalo se había perdido el concierto, dejando colgados a sus amigos. Los otros habían encontrado el dinero y, según ellos, lo habían repartido. Si aquella declaración era falsa, tal y como acababa de saber gracias a Fort, si los otros tres habían decidido excluir a Dani del botín conseguido en su ausencia, ¿se habría sentido Cristina obligada a compensarle económicamente de algún modo? Y en ese caso, ¿de dónde había sacado el dinero en tan poco tiempo? Existía también otra pregunta: Cristina se había marchado a algún lugar lo bastante alejado para que Daniel no pudiera desplazarse para cumplir con sus amigos. Cristina, Cristina. Todo el maldito caso se centraba en ella. La chica que había entregado sus relatos a Mayart, la verdadera autora de esos amantes de Hiroshima. Amantes muertos como serían después ella y Daniel. Amantes asesinados por una amiga, por alguien que decía amarlos. No, no debía dejarse llevar por esas ideas; aquello no era un relato de fantasmas. Cristina no podía saber lo que iba a ocurrirle, ni mucho menos plasmarlo fríamente en un relato. Cristina sólo podía usar su imaginación o recrear lo que ya había sucedido. Miró el reloj. Fort tenía que estar a punto de llegar. Necesitaba a alguien con quien intercambiar impresiones. Se dio cuenta de que, injustamente, a quien deseaba ver en realidad era a Leire Castro. Sin embargo, ella no apareció.

Cuando Roger Fort llegó al hospital, se le veía algo incómodo al tener que despachar con su jefe en pijama. Llevaba consigo lo que le había pedido, el relato y el libro de Henry James, y le contó la visita a Mayart. «Sólo unos minutos», les habían advertido los médicos con severidad. No había hecho falta más: el escritor había confirmado punto por punto la historia de Ferran Badía. Éste se había presentado en su casa con el cuaderno de Cristina, le había acusado de haber utilizado los trabajos de su alumna. «No creo que quisiera hacerme daño —había dicho Mayart—. Recuerdo que me enfadé, que intenté quitárselo. Me empujó y ya no sé nada más».

—Así que al menos esa parte de la historia es cierta —concluyó Fort—. El tipo me ha dado lástima; en algún momento de la conversación he tenido la impresión de que perdía el hilo. Los médicos dicen que se recuperará, aunque puede quedarle alguna secuela importante.

Ferran había admitido haber encargado los cuadros y haber dispuesto un escenario que involucrara a su antiguo profesor. Si hacía poco tiempo que había ido a la casa del Prat y encontrado los cadáveres, o si todo ocurrió mucho antes, era algo que aún estaba por averiguar.

Héctor siguió escuchando a Fort en silencio, concentrado, intentando encajar unas piezas que se le resistían, como si pertenecieran a un escenario distinto. Ferran y los cuadros, la venganza contra el profesor que había usado el trabajo de su alumna muerta. El dinero. Cristina y Daniel. Los amantes de Hiroshima, un triángulo extraño y letal. Vio que Fort se levantaba para marcharse y se despidió de él, distraído, absorto en sus pensamientos. Luego se puso a leer.

Comenzó por el relato, por las páginas plagiadas que, por primera vez, procesaba como pertenecientes a la imaginación de Cristina Silva y no de Santiago Mayart. Ella había escrito esa historia de amor y muerte. Ella había recreado un triángulo que podía ser el que vivía en su propia carne con Daniel y Ferran Badía. Pero no lo era. No. Ferran había perdido la cabeza, como la protagonista del relato, pero no podía aplicarse a él una descripción como ésa:

A pesar de mi juventud y de mi inexperiencia, creo que sabía ya entonces que esos instantes que Takeshi y Aiko compartían formaban parte de algo que a mí, por razones desconocidas, me estaría vedado siempre. Intuía que, aunque pasaran los años y ellos se convirtieran en recuerdos difuminados por el tiempo, mis amigos continuarían amándose en la vejez o queriendo a otros, mientras que yo seguiría igual: intacta, acorazada, siempre al otro lado de esa puerta, incapaz de seducir o de ceder a la seducción.

No. Ferran Badía había amado, había vivido. Ferran Badía no era esa mujer sin nombre, celosa del amor ajeno, que acababa encerrando a sus amigos para que no huyeran. La única de los tres que sobrevivía a la bomba, a ese engendro llamado Little Boy que caía del cielo para devastar la ciudad. La casa. Las vidas de esos jóvenes y de tanta gente. Hombres, mujeres y niños.

Los niños. Los niños de la novela de James. Miles y Flora, pervertidos por lo que veían, por aquellos adultos que cometían actos terribles ante sus ojos inocentes. Cristina había estado obsesionada con la muerte y el sexo; incluso Mayart, que la detestaba, lo había admitido. Y también Nina Hernández. Y Ferran, a su manera, citando «Los muertos», afirmando que a veces ésos estaban más vivos que los que respiraban. A Cristina le encantaba aquel cuento, había dicho. Luego, en su última entrevista, Ferran había afirmado que siempre creyó que Cristina y Daniel se habían suicidado, que ella había arrastrado al amante escogido a su lecho de muerte, dejándolo a él en este mundo. Cristina. Siempre, por muchas vueltas que le diera, regresaba a ella. A su tristeza escondida, a su fascinación por la muerte, a su euforia de los últimos días; a sus planes de vacaciones, de una nueva vida. Planes. Cambios. Para eso hacía falta dinero. Dinero que los compañeros de Daniel se habían negado a darle. Nina había dicho que su amiga estaba contenta, no angustiada ni preocupada, sólo contenta. Ella misma se había alegrado, a pesar de que sus sentimientos hacia la pareja eran más que ambivalentes.

Detuvo aquel flujo desordenado de pensamientos e intentó centrarse. Habría dado lo que fuera por tener a mano aquel panel donde su mano podía plasmar de manera sintética los datos y las suposiciones. Lo intentó de todos modos. Sólo hacía falta concentrarse. Dejar la mente en blanco y reflexionar.

Dato número 1: Cristina, Daniel y Ferran formaban un trío amoroso desigual pero bien avenido. Dato número 2: Cristina había desaparecido poco antes de su muerte y nadie sabía adónde había ido. Había estado varios días fuera, sola, y desde allí había llamado a Daniel. Éste había corrido a buscarla y habían regresado, más unidos que antes. Dato número 3: Los compañeros de su grupo de música no habían querido darle ni un euro del dinero. Dato número 4: Los amantes habían sido encontrados con diez mil euros. En ese período de tiempo, él o ella los habían conseguido. Dato número 5: El asesino se había ensañado con ella y había dejado el dinero allí, por lo que, si entrábamos en el terreno de las suposiciones, cabía decir que, o bien desconocía su existencia, o bien no le importaba. Dato número 6: El ADN del cadáver encontrado no coincidía con el de su único familiar vivo.

«Los amantes de Hiroshima». La historia de dos enamorados víctimas tanto de la bomba como de los celos de un tercero. Víctimas de Little Boy, un nombre inocente de consecuencias letales: humo, desolación, dolor. Obsesión. Little Boy, la bomba que cayó del cielo sembrando la destrucción, destrozando una casa, unas vidas, una ciudad. Cambiando el mundo.

El teléfono le interrumpió la reflexión, y a punto estuvo de no responder al comprobar que no se trataba de ningún número conocido. Pero lo hizo.

—Inspector. Soy Nina, Nina Hernández.

Hay veces en que Dios, los astros o la suerte se alinean a favor de uno. La escuchó, oyó lo que la chica quería decirle, lo que la había impulsado a llamarle.

Media hora después, mientras se vestía, se percató de que no recordaba ni cuándo había entrado la enfermera con la bandeja de la cena, que seguía intacta. No recordaba casi nada de los últimos minutos aparte de esa idea, esa intuición abrumadora que había surgido de repente y que ahora brillaba en la penumbra de aquella habitación de hospital. No sería capaz de comer, ni de dormir, ni de descansar siquiera, hasta que no hubiera hecho lo que debía. Abandonó el hospital ante la mirada atónita de las enfermeras de guardia, sin pararse a escuchar sus protestas. No podía esperar al día siguiente. No podía aguardar a que el médico le autorizara una salida que necesitaba más que el aire o la comida.

No podía soportar la incertidumbre.

Tomó un taxi en la puerta. Si de algo estaba seguro era de que debía hablar cuanto antes con Ferran Badía.

Había varias cosas que Leire odiaba con toda su alma. La primera era que no le contestaran al teléfono, sobre todo si ella albergaba un interés especial en la llamada. La segunda, derivada de la anterior, era que no se molestaran en devolvérsela. Obviamente el desinterés ya podía considerarse una respuesta en sí mismo —ella misma había utilizado ese argumento con algunos ligues que se ponían más insistentes de la cuenta—, pero esa vez debía tragarse el orgullo e insistir. La tercera, mucho más molesta que las anteriores, era que, una vez lograda la comunicación, y después de explicar e incluso suplicar, la persona al otro lado de la línea se negara a ayudarla. Desde la noche anterior se habían producido dos de esos tres hechos, en ese orden exacto, y cuando intuyó que el tercero tenía todos los visos de suceder, sintió que su ánimo decaía al nivel del suelo. Andrés Moreno, el periodista que le había hablado de los bebés robados, se estaba revelando como un hueso muy difícil de roer.

—Leire, mi respuesta hubiera sido la misma hace seis meses que ahora. Esta profesión mía se está yendo a la mierda, pero deja que conserve al menos algo que se llama honradez personal. Esa pobre mujer me facilitó la información y le juré que la mantendría en el anonimato. Y así será.

—Andrés, por favor, no te lo pediría si no fuera importante.

—No. Si es tan necesario, existen mecanismos judiciales para obligarme a dar ese dato. Úsalos. Te prometo que no soy irracional: si recibo las indicaciones legales adecuadas os daré toda la información que necesitéis. Hasta entonces, no voy a cambiar de opinión.

Leire había repetido sus argumentos, consciente ya de que los lanzaba al aire. Sólo le pedía el nombre de la ex monja, y no para encausarla ni para nada parecido; lo único que quería era hablar con ella por razones que ni Leire misma llegaba a comprender.

—Mira, Leire —le soltó él con ganas de cortar una comunicación que empezaba a moverse en círculos—. No me pidas un favor personal como si fuéramos amigos, porque no lo somos. Y en cuanto a colaborar contigo en calidad de agente de los mossos… Si te digo la verdad, después de vuestra carga en plaza Catalunya, no gozáis de mis simpatías. ¿Está claro?

Unos días atrás la concentración había sido disuelta de una manera expeditiva, por decirlo finamente. Y aunque en su fuero interno ella le comprendía, la frustración ante la mezcla de unos temas que no tenían nada en común la enervaba. Estaba a punto de darle una respuesta cortante cuando él concluyó la conversación. Leire se quedó mirando la pantalla del teléfono, odiando el secreto profesional, a los periodistas con ética y al mundo en general. Aun así, a pesar del fracaso, la idea seguía dándole vueltas en la cabeza y supo que necesitaba hablar de ella con alguien. Con Héctor, admitió a regañadientes. Por eso llamó a Teresa, le pidió que fuera a su casa durante un par de horas y salió en dirección al hospital.

Mientras se dirigía hacia allí se sintió culpable por no haber ido a visitarlo antes, por aquella deserción voluntaria. No esperaba, sin embargo, encontrarse con una cama vacía, y menos aún que en la habitación hubiera una mujer.

—Hola. Debo de haberme equivocado… —dijo.

—¿Buscas a Héctor? —le preguntó la desconocida.

—Sí.

—Entonces no te has equivocado, aunque no lo vas a encontrar. Parece que se ha ido por su propio pie.

Leire observó a la mujer sin saber muy bien qué decir, y entonces recordó las palabras de Guillermo, semanas atrás, cuando la informó de que su padre tenía una «novia».

—Pero ¿le han dado el alta ya? —preguntó.

—No. Las enfermeras están bastante cabreadas. —Sonrió mientras meneaba la cabeza, como si los hombres en general y Héctor en particular se dedicaran a molestar a las mujeres a propósito—. Me ha pasado lo mismo que a ti. He llegado y me he encontrado la cama así.

Leire sabía que lo más normal sería despedirse educadamente, dar media vuelta y desaparecer de aquel encuentro inesperado, pero la mujer que tenía delante se le acercó tendiéndole la mano.

—Yo soy Lola —dijo—, una amiga de Héctor.

—Leire Castro.

—Ah, eres Leire. Héctor me ha hablado de ti.

Se dieron la mano y notó la mirada de Lola, teñida de curiosidad. Sin saber muy bien qué decir, preguntó:

—¿Hace mucho que os conocéis?

—Bueno, hace años, sí. Yo cubría la información de los juzgados cuando vivía en Barcelona, y él andaba bastante por allí.

—Claro.

Se quedaron en silencio durante unos segundos, en los que Leire percibió que la invadían una serie de emociones distintas: celos, incomodidad, y también, por raro que pareciera, empatía hacia aquella mujer. Solidaridad ante su desconcierto.

—¿Y sabes dónde ha ido? —preguntó—. Debería hablar con él por un tema urgente.

—Ni idea. Al parecer no le ha dicho nada a nadie de por aquí. Hace una hora más o menos se vistió y se fue. Le he llamado al móvil, pero no contesta. Quizá tú tengas más suerte.

¿Le había parecido advertir un matiz de ironía en esa conjetura? Leire estaba segura de que sus mejillas se enrojecían por momentos.

—No. Da lo mismo. Ya hablaré con él otro día. —Decidió marcharse—. Encantada de conocerte.

—Espera, yo también me voy. No pienso quedarme aquí. Ya me han echado la bronca dos enfermeras, como si yo tuviera la culpa de que Héctor se hubiera escapado.

Leire sonrió a su pesar. Bajaron juntas en el ascensor y juntas cruzaron la puerta de salida. «Un par de minutos y cada una tomará su camino», pensó ella, deseosa de que llegara ese momento. Pero cuando se disponía a improvisar una despedida cortés, Lola la sorprendió con una pregunta inesperada:

—Tú estuviste investigando por tu cuenta el caso de la ex de Héctor, ¿verdad? Tranquila, él me lo contó.

—Sí. No puedo decir que fuera un éxito.

—Héctor me dijo que le habías puesto mucho empeño. Que te lo habías tomado de una manera casi personal.

La miraba a los ojos con tanta franqueza que resultaba difícil mentirle. Además, ¿de qué iba a servir?

—No sé si yo lo llamaría personal —dijo—. A medida que la investigaba, Ruth me parecía cada vez más interesante, una mujer excepcional.

Lola asintió.

—Lo era. Y siempre estará ahí, ¿sabes? Entre Héctor y el resto del mundo. Él no se da cuenta, pero es así. Su desaparición la ha convertido en un fantasma perpetuo. Aunque quizá no sea sólo eso.

—Estoy segura de que el caso se resolverá algún día —afirmó Leire, pasando por alto esa última frase.

—Eso espero. —Lola suspiró y esbozó una sonrisa de resignación—. Es hora de irse. Buenas noches.

Entonces se le ocurrió. Extendió la mano para detener a Lola, que ya se iba.

—Escucha. No… no sé cómo pedírtelo. Es importante y no puedo darte muchas explicaciones. Necesito un favor, y creo que tú eres la persona indicada para hacérmelo.