—¡No!
Llevaban horas discutiéndolo en aquel salón que en los últimos días se había convertido en escenario de conversaciones inauditas, y Lluís Savall quiso zanjar la disputa con ese monosílabo pronunciado con toda la energía que su cuerpo era capaz de concentrar. Habría acompañado la respuesta con un puñetazo sobre la mesa o un golpe en la pared si se hubiera atrevido. Helena, sin embargo, se mostraba inmune a sus arranques y abordaba un tema que él, una vez se lo hubo confesado todo, habría preferido ver olvidado. Para colmo, la idea que ella acababa de expresar, con una serenidad abrumadora, era demencialmente arriesgada.
—¿Por qué no?
Cuando ella adoptaba ese tono, su cuerpo, de aspecto frágil y flácido por la edad, se endurecía. Lluís Savall sabía que cualquier respuesta chocaría contra aquel muro, despiadado e incluso cruel, capaz de desviarla hacia rincones insospechados de su vida en común.
—Ya te lo he dicho. No serviría de nada y daría alas a un caso que quiero ver enterrado. ¿No lo entiendes? ¿No eres capaz de comprenderlo?
—Lo único que sé es que Bellver está seguro de que Héctor Salgado mató a su mujer. Te ha pedido hoy mismo que des tu consentimiento para solicitar una orden de registro de su casa. El móvil de Ruth Valldaura sería la prueba que necesitarían para armar un caso en su contra. Eso no puedes negarlo.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que le limpie las huellas y lo deje allí mientras los agentes efectúan el registro?
—Exactamente.
La miró como si no la conociera. Desde que le había confesado la verdad, a Helena se le había metido en la cabeza esa idea absurda. Parecía ignorar los riesgos, y se mostraba obstinada ante cualquier razonamiento.
—Hacer eso sólo tendría una consecuencia: Héctor se metería en el caso a fondo y no habría manera humana de impedírselo.
Ella valoró la respuesta durante unos segundos, antes de volver a la carga:
—Héctor estaría en la cárcel, y desde allí iba a poder investigar poco.
—¡Basta! Escucha, no quiero volver a discutir este tema. Esto es asunto mío y lo resolveré a mi manera.
—No es que hayas sido muy hábil en tus resoluciones, ¿no crees? Es tu futuro el que está en juego, Lluís, pero también el mío. El de tus hijas. Da la impresión de que no eres consciente de eso.
—Helena, te lo he repetido mil veces. Mi única posibilidad es que ese caso se archive. Mierda, se lo asigné al inútil de Bellver que en su vida ha trabajado en un tema como Dios manda.
Helena meneó la cabeza, condescendiente, como si estuviera hablando con una de sus hijas en pleno ataque preadolescente.
—Si crees que Héctor se olvidará de Ruth es que eres más ingenuo de lo que aparentas.
En eso tenía razón. Salgado jamás había dejado un caso a medias; le constaba que incluso esos días, desde el hospital, seguía dirigiendo a sus agentes en aquel tema de los chicos asesinados, a pesar de que, en teoría, ya tenían al presunto culpable entre rejas.
—Tú única posibilidad —insistió Helena— es que el caso se cierre de verdad. Para siempre.
Lo había dicho con la misma calma con que habría evaluado un cambio de menú o enunciado su destino preferido de vacaciones. En los últimos días, su esposa le asustaba. Al fugaz desahogo que supuso contarle la verdad, había seguido una zozobra constante que casi le hacía añorar los momentos en que él, y sólo él, cargaba con sus pecados. Helena no se había molestado en absolverle, aunque debía reconocer que se había puesto de su lado al instante con una lealtad feroz y, a juzgar por sus sugerencias, completamente amoral.
—Prefiero no preguntar qué has querido decir con eso.
—No, nunca has tenido en cuenta mi opinión. En cambio, a tu hermana sí que le hiciste caso, después de años sin dirigiros la palabra.
—Deja a Pilar fuera de la conversación —masculló él.
—¿Cómo voy a hacerlo? Ella nos metió en esto. Ella te convenció para que te embarcaras en esa venganza ridícula. Ella tiene la culpa de todo.
Él avanzó hacia su esposa. Nunca, en una rutina matrimonial más tendente a la guerra fría que al conflicto abierto, había sentido tantas ganas de hacerla callar. Alzó la mano, amenazante. Si esperaba que Helena se acobardase con el gesto, se equivocó.
—¿Vas a darme una bofetada? —Se rió sin moverse ni un centímetro y sin demostrar un ápice de temor—. Siempre has sido un cobarde, Lluís. Si al menos te hubieras encargado de ese policía por tu cuenta ahora no estaríamos en esta situación. ¡En esta vida hay que ensuciarse las manos!
Lluís Savall se paró en seco.
—Ya las tengo bastante sucias, ¿no te parece?
Estaban muy cerca. Era algo que habían recuperado en los últimos días. Una intimidad teñida de secretos y de culpas. Un acercamiento como el de dos fieras encerradas en una misma jaula, que se retaban, disputándose el espacio y la preeminencia, pero al mismo tiempo acababan sucumbiendo al afecto que se tenían. Helena le cogió la muñeca, con suavidad, y se acercó los dedos de su marido a los labios.
—Eso fue casi un accidente —susurró—. No pierdas el tiempo culpándote. Tú hiciste cuanto pudiste para salvarla.
«El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones», pensó él. Aun así dejó que Helena se le abrazase y apoyase la cabeza sobre su pecho.
—No discutamos más, Helena, por favor. Yo me encargaré de esto —murmuró, porque necesitaba convencerse de ello, persuadirse de que todo saldría bien.
Como aquel domingo del que pronto se cumpliría un año. El domingo en que aquel caos parecía haber terminado. Omar estaba muerto y su abogado, detenido y encarcelado. La pesadilla tocaba a su fin. Apenas quedaban unas horas para que se cumpliera el plazo impuesto por aquel viejo loco, y mientras conducía hacia Tiana, a buscar a Ruth y sacarla de su encierro protector, se había sentido tan eufórico que habría deseado que el coche volase por la autopista. Había ganado. Habían ganado. «Púdrete en el infierno, puto Omar».
La voz de su esposa lo devolvió al presente, a unos ojos que lo miraban teñidos de dudas.
—¿Qué decías, Helena?
—Te decía que en el fondo es lo único que importa, Lluís, ¿no te das cuenta? La familia, nuestras hijas, los nietos que vendrán. Los días que nos esperan. Vejez, sí, pero tranquila, sin amenazas. Los dos juntos. No quiero quedarme sola en este último tramo, no quiero ser una vieja solitaria que camina por la playa de Pals.
Él le dio un beso en la frente.
—Está claro —prosiguió Helena—. Héctor no parará hasta descubrir la verdad. Por eso las cosas tienen que hacerse al revés.
—No te entiendo.
—El registro ahora sería una mala idea. Como bien has dicho, le daría un motivo más para seguir investigando. No, está claro. Tiene que hacerse al revés. El móvil de su mujer debe encontrarse después.
—Sigo sin comprenderte. ¿Después de qué?
Continuaban abrazados. Lluís tenía frente a él las fotos de sus hijas sonriendo. Y una de ellos dos celebrando su vigésimo aniversario de bodas. Recordaba el día, la comida en el restaurante, y su memoria paseó por imágenes de una vida compartida, momentos que parecían haber sido vividos sólo para desembocar allí, en aquel salón, en aquel abrazo. La Helena maquillada y arreglada que levantaba una copa de cava frente a la cámara de su hija mayor era la misma que él estrechaba entre sus brazos en ese instante, la misma que, tras una breve pausa, se apartó de él unos centímetros y dijo:
—Después de que lo mates, por supuesto.