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Desde que decidió unirse a los mossos, Roger Fort había oído hablar del instinto policial, esa especie de sexto sentido difícil de definir y que acaba distinguiendo a los buenos investigadores de los agentes del montón. Escuchaba hablar sobre ello y temía no poseer ese don, esa capacidad de intuir o de dejarse llevar por una corazonada hasta las últimas consecuencias.

Sin embargo, esa tarde, Fort empezó a sentirse intranquilo, inquieto; era incapaz de permanecer sentado más de diez minutos o de concentrarse en el papeleo que había quedado aparcado los últimos días y que se había propuesto terminar antes de irse. Su mente regresaba una y otra vez al caso de los chicos muertos, y aunque la parte disciplinada de sí mismo le ordenaba dejarlo a un lado, algo indefinible le impedía obedecer.

Por fin llegó a una tregua interna: terminaría parte de lo que debía hacer, a conciencia y sin interrumpirse, antes de retornar a lo que de verdad ocupaba su cabeza. Se le antojó justo y, ya más sosegado, se dispuso a cumplir con el pacto. Fue una buena disposición que le duró cinco minutos exactos. Luego se levantó de la silla y se marchó.

Una vez desatado, el instinto es pertinaz. Como le había dicho a Leire, hacía días que no podía quitarse de la cabeza a Jessica García. Se dirigió hacia el paseo de la Zona Franca; dada la hora, dedujo que Jessy estaría trabajando, así que se encaminó de nuevo a la peluquería.

—Espero que hoy venga a cortarse el pelo —le soltó la dueña en cuanto cruzó la puerta.

Roger miró a su alrededor. El local estaba casi vacío: una de las chicas lavaba el cabello a una clienta y la otra estaba sentada con la propietaria, ojeando una revista a medias.

—¿Jessica García no está?

—Jessy ya no trabaja aquí —dijo la dueña en un tono que quería ser neutro—. Se despidió hace unos días.

—¿Se despidió ella? ¿Por qué?

—No me lo dijo. A juzgar por su cara, yo diría que le había tocado la lotería o algo así. Y hablo en sentido literal. Dijo que ya había trabajado bastante en su vida, que su suerte por fin había cambiado.

La empleada que estaba a su lado soltó un bufido.

—Sí. Y ya no se habla con las pobres. Me crucé con ella ayer y ni me saludó. Va diciendo por el barrio que piensa mudarse. Lo que le digo: o le ha tocado la Primitiva o se ha ligado a un viejo con pasta.

Roger no esperó a que siguieran criticando a la nueva rica. Salió a toda prisa y se dirigió hacia la dirección que tenía de Jessica García. Había mucho dinero flotando en esa historia. Demasiado. Y el de Jessy, al menos, sólo podía proceder de Isaac Rubio. No consiguió localizarla; en el piso sólo estaba su hijo, un chaval obeso llamado Pablo que le dijo que su madre volvería tarde. «No tiene edad para estar solo», pensó Fort, que era muy tradicional en cuanto a familias y madres se refería. Frustrado, la llamó al móvil y nadie contestó. Irse a casa sin respuestas no era una opción viable. Por primera vez en su carrera como investigador, Fort sentía lo que los deportistas llaman la descarga de adrenalina que precede al triunfo, la sensación de que nada ni nadie podría pararlo. Y mucho menos alguien tan limitado como Isaac Rubio, al que esperó en su portal, con paciencia perruna, hasta que éste llegó, un par de horas después.

—Podemos ir a comisaría o podemos empezar a hablar por aquí —le dijo cuando lo vio aparecer. En ese tiempo había estado reordenando las ideas, intentando anticipar las respuestas para formular las preguntas correctas. Le habría gustado hablar con Jessy antes; sin embargo, no pensaba dejar escapar la oportunidad.

Isaac se encogió de hombros.

—Ya les contamos todo —dijo con desgana.

—No. Tú no. ¿Por qué no me dices la verdad?

—¿La verdad sobre qué?

—Sobre el dinero. El que le diste a Jessica hace unos días.

—Me quedaba algo y me dio lástima. Se lo regalé.

—Trata de ser más convincente. Ese tono no suena nada creíble. Y no salen las cuentas, Isaac.

El chaval estaba asustado. Roger pensó que había algo infantil en él: en el chándal, en sus ademanes, incluso en su cara.

—Mira, estás metido en un lío y tienes todos los números para pringar más que los otros. ¿Me vas a decir la verdad? Puedo llevarte a comisaría y retenerte setenta y dos horas si es necesario. Acabarás cantando y lo sabes. ¿Por qué no lo haces ahora?

—Yo no tuve nada que ver con sus muertes.

—Nadie ha insinuado tal cosa. De momento. —Recalcó las últimas palabras con fuerza—. Pero podemos acabar pensándolo si te empeñas en seguir mintiendo. No es sensato ocultar información en casos de homicidio: le hace a uno parecer culpable.

Isaac se mordió el labio y bajó la cabeza.

—Vamos a un sitio donde podamos hablar tranquilos —dijo por fin.

Al fondo, la torre de comunicaciones del Estadio Olímpico se alzaba como una clave de sol. Caminaron juntos hacia un campo de fútbol cercano. Comenzaba a decaer el día y unos chavales terminaban el entrenamiento. Cuatro padres formaban un pequeño grupo en una de las gradas y ellos los evitaron, buscando un lugar lo bastante alejado para hablar sin ser oídos.

—¿Jugabas al fútbol aquí?

—Le daba patadas al balón más que jugar. —Isaac sacó un cigarrillo y lo encendió—. Nunca he sido muy bueno en nada.

—A mí tampoco me gustaba mucho el fútbol —repuso Roger—. El rugby se me daba mejor.

—Bueno, yo tocaba la batería. Algo es algo.

—Ya. Todos tenemos alguna habilidad. Cuéntame lo del dinero. No lo repartisteis con Dani, ¿verdad que no? Leo no quiso.

Isaac lo miró, entre asombrado y temeroso.

—¡Claro que sí! Ya oyó a los otros.

—¡No me mientas! Tú apreciabas a Daniel, era como tu hermano, o eso dijiste. ¿Acaso no quieres que atrapemos al culpable de su muerte? Isaac, cuéntame la verdad.

El chico que tenía ante él tenía aspecto de cachorrillo asustado cuando murmuró en voz casi inaudible:

—No… no se lo dimos. Ni siquiera se lo contamos. Leo y él se pelearon por lo del concierto, y Dani se fue, magullado y cabreado con todos.

—Pero tú no estabas de acuerdo. Te parecía mal; tú querías a Dani.

—A mí todos me tomaban por tonto. Todos. Yo… en esa época me drogaba mucho. No siempre pensaba con claridad. Leo y Hugo estuvieron discutiendo sobre la pasta, sobre si dársela o no a Dani. A mí no me hicieron ni caso. Joder, había un montón. ¿A qué venía ese mal rollo? De hecho lo hice por ellos. Por Dani y por Cris. —A pesar de la falta de luz, Roger vio cómo Isaac se sonrojaba—. Ella… ella me estaba ayudando en un tema. Algo personal. Me cuesta leer, ¿sabe? Cris se dio cuenta y me echaba una mano. Sin decir nada a nadie. Pensé que merecía saberlo, así que fui a verla y se lo dije. Yo estaba seguro de que, si Dani insistía, los otros dos acabarían claudicando.

—¿Cómo reaccionó Cristina?

—Me miró con esos ojos tan grandes que tenía, como… como despreciándome. A mí y al resto. Me dijo que Dani no necesitaba mendigarnos nada. Que podíamos quedarnos ese dinero y dejarlos en paz. Que ella se ocuparía de él. No… no entendí muy bien de qué estaba hablando.

—¿Qué pasó después?

—Ya le he dicho que en esos días yo estaba colocado la mayor parte del tiempo. Para colmo, era la noche de la verbena de San Juan. Estuve dos días de desfase. Cuando me recuperé, tuve un momento de lucidez, pasé por el local y cogí su parte. Para él.

—Pero no llegaste a dárselo. —Fort lanzó la frase al aire, convencido de que si existía aún suficiente dinero para que Jessy se mostrara tan contenta como decían sus compañeras de la peluquería, Isaac había tenido que quedarse con bastante más del que le correspondía.

—No pude —repuso Isaac—. Se habían ido de vacaciones. Fui a su casa y ya no me abrió nadie.

—¿Y no lo devolviste?

—Me lié, y con el agobio decidí meterme algo para relajarme. Era lo que hacía todos los días entonces. Cuando… cuando se me pasó, los otros ya se habían enterado de lo del dinero y pensaban que había sido cosa de Dani. Llegué y Hugo estaba convenciendo a Leo de que no había para tanto. Leo estaba tan cabreado que daba miedo, pero al final cedió. Supongo que se convenció de lo que le decíamos los dos desde hacía días: que había bastante para todos, para los cuatro. Y pensé que, ya que había entrado en razón, les daría esa pasta a Dani y a Cris después de vacaciones.

—Pero ellos no volvieron.

—No. Ya no volvieron. —Isaac se volvió hacia el agente—. Yo no les hice daño. No quería que les pasara nada, me caían muy bien. Tiene que creerme. Yo… hacía esas cosas. Intentaba hacer algo bien, pero siempre la acababa cagando. Incluso ahora. Le entregué el dinero a Jessy y le dije que fuera discreta, que no hiciera preguntas ni explicara nada a nadie.

Fort iba recomponiendo la trama, pero le faltaban datos. Y no pensaba irse sin ellos.

—El otro día, antes de declarar, os pusisteis de acuerdo en esa versión tan bonita en la que los cuatro erais amigos y lo compartíais todo.

—Eso fue idea de Leo. Él había hablado con la madre de Dani y ella le había contado lo de los diez mil euros. Dijo que era la única forma de no parecer sospechosos: decir que les habíamos dado ese dinero y que les habíamos guardado el resto. Hugo no estaba muy por la labor.

—Y él os convenció.

—Siempre ha mandado. Yo pensé que era una buena solución; tampoco quería que ellos averiguaran que yo tenía más dinero de la cuenta.

Por primera vez, a Roger Fort le cuadró una versión de la historia de esos chicos. Y eso abría otro interrogante: estaba claro que el dinero encontrado en posesión de Cristina Silva y Daniel Saavedra tenía que haber salido de otro sitio. La pregunta era de dónde demonios lo habían sacado.