La comisaría se le antojaba vacía sin Héctor y, aquella mañana, Leire no tenía ánimos para soportar esa puerta cerrada, el despacho que le recordaba a su dueño. O quizá lo que no aguantaba era precisamente la sensación de echarlo de menos. Después de enterarse de que había resultado herido y de cerciorarse de que estaba fuera de peligro, se había dicho que eso era lo mejor que podía pasarles. Una temporada de separación forzosa pondría las cosas en su sitio antes de que se descontrolaran del todo.
Leire se conocía bien: podía acostarse con un hombre y olvidarse de él; la repetición del acto solía complicar mucho las cosas. Y en el caso de Héctor, no podía negarse que había existido ese momento especial que transforma un encuentro erótico en otra clase de conexión. Más potente incluso que sus primeras veces con Tomás, porque su pareja no era un desconocido sino su jefe, y un amigo con quien antes había compartido mucho más que sexo desenfrenado. La mezcla de deseo y ternura resultaba explosiva, y la sensación de hacer algo prohibido estimulaba su libido. Aquella noche juntos no sería fácil de olvidar ni poniéndole todo el empeño del mundo.
No obstante, lo sucedido con Héctor también había tenido una ventaja innegable y le había servido para tomar una decisión: aunque la aventura no fuera a ninguna parte, estaba claro que no podía casarse con Tomás. Era lo bastante honesta para reconocer eso y ya había pasado el trago de decírselo. Él se lo había tomado con deportividad y ella se alegró; pese a la firmeza de la resolución, Leire no podía obviar que deseaba seguir teniéndolo cerca, como amigo, como padre de Abel, aunque no como marido.
La visión de Dídac Bellver acabó de cuajo con cualquier ensoñación remotamente sensual. El inspector la miraba con una intención que no supo discernir. Lo vio pasar frente a su mesa antes de que entrara en el despacho del comisario y cerrara la puerta. Leire intentó concentrarse, con poco éxito, en lo que estaba haciendo. La reunión entre Bellver y Savall duró un buen rato, y la cara seria que lucía el primero al salir la inquietó aún más.
La falta de una investigación de la que ocuparse tampoco facilitaba las cosas. Ferran Badía había sido detenido y acusado de intento de homicidio de Santiago Mayart, a la espera de que un interrogatorio con el escritor terminara de aclarar el caso de los amantes muertos. Mayart había salido del coma, setenta y dos horas después, pero no recordaba nada de los acontecimientos previos a la pérdida de conocimiento. En realidad, durante los primeros días su memoria se había desvanecido por completo hasta que, poco a poco, empezó a saber quién era y a qué se dedicaba. Según los médicos, existían muchas posibilidades de que en un plazo relativamente corto regresaran los recuerdos. Entretanto, lo único que podían hacer era matar el tiempo: Badía había repetido su historia hasta la saciedad, delante de ellos y del juez de instrucción. Leire no podía decir que le creyera; algo en aquel chico la conmovía y exasperaba.
—Leire —la llamó Fort desde su mesa; en los últimos días, desde el ataque al inspector, había estado más taciturno de lo habitual—. No consigo quitarme de la cabeza a Jessy García.
—¿Por qué? —Era la última persona en quien pensaba Leire. La habían interrogado, días atrás, y ella no había observado nada raro.
—Tú no la conocías. La primera vez que hablé con Jessy me pareció una mujer amargada. Insatisfecha, desconfiada, lista para despotricar contra el mundo y montar en cólera ante la menor provocación. El otro día, en cambio, se tomó el tema con una tranquilidad pasmosa.
Eso era verdad. Necesitaban una declaración escrita de Jessica en la que constaran las intenciones de Cortés de ir a buscar su recompensa. Era un mero trámite, puesto que los del grupo ya habían confirmado lo del dinero.
—Estaba repasando sus palabras: «La vida es así. ¿Qué le voy a hacer ahora? No se puede volver atrás. Vicente murió, lo material me importa poco».
—Bueno, en parte tiene razón. Si espera sacarles algo a esos tres me temo que pierde el tiempo. Reclamarlo implicaría una inversión en abogados y pleitos, y no serviría de nada; en estos siete años se lo han fundido todo.
—Ya, pero revela una actitud muy filosófica, ¿no crees? Yo me esperaba un chorreo de insultos, de quejas. Incluso de amenazas. No tenía a Jessy por una mujer capaz de asumir la noticia con tanta calma.
—Las mujeres reaccionamos con más entereza ante las crisis de lo que vosotros suponéis —comentó Leire medio en broma.
—Quizá sea eso —repuso él.
No sonaba muy convencido, y siguió en silencio el resto de la jornada. Cuando llegó la hora de marcharse, Leire respiró aliviada. Aquella mañana no podría haber soportado ni un minuto más de lo exigible sentada a su mesa. Intentó sacudir esas sombras de camino a casa y lo consiguió a medias cuando cogió a Abel. «Dicen que los niños extrañan el calor materno —pensó—, pero es al revés: somos las madres las que de verdad necesitamos sentirlos cerca, abrazarlos, olerlos como lobas a sus cachorros». La mención del animal le hizo pensar en Bellver y su sonrisa falsa.
—¿Todo bien hoy? —preguntó a Teresa.
—Sí. Perfecto, como siempre. De hecho ha dormido casi toda la mañana. Se despierta y llora un poco unos quince minutos antes de que llegues. Como si supiera que vas a venir.
—Y porque tiene hambre también, ¿verdad, Gremlin?
Teresa se marchó como era su costumbre: cerraba la puerta con suavidad y desaparecía hasta el día siguiente. Abel había recibido a su madre con un grito ansioso. Luego, el ritual solía proseguir siempre de la misma manera: manoteaba con locura y, tras unos segundos de expectación frenética, se le aferraba al pecho como si fuera a acabarse el mundo. Minutos después, cuando el bebé ya había regresado a su segunda actividad diurna preferida, los pensamientos de Leire volvieron a esa escena en comisaría, a esa mirada dura de Bellver, esa sensación de que estaba sucediendo algo que no iba a gustarle. La incomodidad persistía y no la dejaba en paz hasta que, de repente, una llamada de teléfono convirtió lo que era un simple presagio en algo real y tangible. Era Carol Mestre, la ex de Ruth, a quien había conocido brevemente cuando se dedicó a investigar la desaparición de su pareja. Quería verla, esa tarde si era posible, así que Leire quedó con ella en una de las terrazas de la avenida Gaudí a las seis.
Carol no era de las que se andaban por las ramas. Leire no la había visto desde hacía meses, y al primer vistazo constató que aquella chica seguía sin recuperarse de su pérdida, aunque no era la tristeza o la nostalgia lo que la había llevado a descolgar el teléfono aquel día de principios de junio.
—Te he llamado porque no sabía qué hacer —le soltó después del intercambio de saludos que exigía la buena educación y de que Carol hubiera admirado, con poco interés, al bebé que se esforzaba inútilmente desde el carrito por atraer su atención—. Hace un par de días me interrogaron de nuevo, por lo de Ruth. —Tomó aire y su tono adquirió un tinte brusco—. De hecho, querían saber cosas sobre Héctor. Cómo se llevaban, qué clase de relación tenían, cómo había reaccionado él a la separación. Ya me entiendes.
—¿Sobre Héctor? —Lo que acababa de oír la había dejado tan asombrada que le costó disimular su reacción—. ¿Ahora?
—Eso pensé, y se lo dije al inspector que me interrogó. Un tal Bellver.
—¿Y qué te contestó?
—Nada concreto, la verdad. Que seguían investigando el caso y que los ex maridos o ex mujeres son siempre sospechosos.
Leire asintió con la cabeza. Eso era lógico, pero no explicaba la actitud de Bellver aquella mañana. Un sentimiento de preocupación fría comenzó a recorrerle la espina dorsal.
—¿Qué les contaste? —preguntó en voz baja.
—¿Qué iba a decirles? La verdad. Se llevaban tan bien que yo me moría de celos. Quizá no debí expresarme así, ahora pensarán que yo…
—¿De veras tenían tan buena relación? —Leire sabía que su interés era más personal que profesional y se sonrojó un poco al formular la pregunta.
—¿Cómo te lo diría? No es que se llamaran todos los días ni nada por el estilo. Se trataba más de una conexión, un vínculo que parecía indestructible. —Carol desvió la mirada, era obvio que volver a abordar ese tema no le sentaba nada bien—. Mira, hay algo que no te dije. Ruth y él se acostaron una vez más, después de separarse. Ella me lo contó después. Según Ruth, ese polvo le sirvió para confirmar que ya no sentía esa clase de amor por él. No es que me gustara nada oírlo, claro, pero ¿qué iba a hacer?
—Todas las ex parejas se acuestan alguna vez. Creo que forma parte del ritual, como un epílogo.
—Pues a las nuevas parejas no nos hace ninguna gracia. Sobre todo en este caso.
—Ya.
—No te lo cuento para lamentarme. Ruth estuvo muy preocupada tras ese encuentro, no por el hecho en sí, sino por lo que sucedió a continuación. Al día siguiente fue cuando encontraron el cadáver de esa niña nigeriana, Héctor perdió la cabeza y se lió a golpes con el tipo aquel.
Leire masticó la información sin tener muy claro si el sabor le gustaba. Le costó tragarla.
—¿Quieres decir que Ruth creía que, por alguna razón, ese polvo de despedida había afectado a Héctor más de lo que parecía?
—Exactamente. Supongo que por eso ella fue a ver a Omar. —Carol suspiró—. Ruth tendía a responsabilizarse de todo, Leire. No terminaba de cortar amarras con el pasado, y no era sólo por Guillermo. Tenían un hijo en común, sí, pero no era lo único que les unía.
«El amor genera deudas eternas», pensó Leire y casi lo dijo en voz alta.
—En realidad —prosiguió Carol—, no sé por qué le conté esto al inspector. No se lo había dicho a nadie. Supongo que quería demostrarle que Ruth se preocupaba por él, que la relación entre los dos era buena. Tengo la impresión de que él no lo entendió así.
«Seguramente no», pensó Leire. Más bien le habría hecho pensar que, en cierto modo, el estallido de violencia de Héctor estaba relacionado con su ex. Como si hubiera descargado su furia sobre aquel individuo por sentirse abandonado. Una rabia que podía haber seguido ahí, creciendo, hasta volver a explotar con la persona que de verdad la provocaba.
—Has hecho lo que debías, Carol —le dijo. La frase no sonó convincente ni para sus propios oídos.
—Entonces ¿por qué tengo la impresión de haber metido la pata?
—No te agobies. En serio. Si tuvieran algo contra Héctor, alguna prueba real, no estarían interrogándote. —Pensaba al mismo tiempo que hablaba, con la intención de tranquilizarse a sí misma y a la mujer que tenía delante—. Gracias por decírmelo.
—De nada. No sabía a quién acudir. Héctor está en el hospital y no me apetecía ir a contarle esto. Por cierto, ¿está mejor?
Leire asintió.
—Mucho mejor, creo. He oído que no tardarán en darle el alta.
—Me alegro. Nunca pensé que lo diría, pero es un tipo decente.
—Sí. Héctor es buena gente.
Si Carol notó algo especial en su tono de voz, no dio señales de ello. Se despidieron y Leire regresó a su piso, empujando el carrito. Por una vez, sus pensamientos estaban muy lejos del bebé que iba dentro. Estaba convencida de que Bellver no encontraría ninguna prueba real contra Héctor, pero también de que no se daría por vencido fácilmente. El nombre de Juan Antonio López Custodio volvió a su cabeza, aunque a lo largo de esos días no había logrado llegar más allá de los datos que el propio Héctor había recabado. No conseguía entrever la conexión que podía existir entre aquel subinspector de otra época y el caso de Ruth Valldaura. Ella ni siquiera había nacido cuando el tipo estaba en activo, y él había abandonado el país muy poco después.
Se paró en mitad de la calle, desconcertada. Casi paralizada por una idea que de repente surgió en su cabeza. Difusa, oscura, improbable. Pero el único cabo que podía seguir.