«Las habitaciones de hospital parecen cárceles blancas de las que uno no puede escapar», pensó Héctor. Le era imposible evitar a las enfermeras, guardias uniformados y dictatoriales que iban apareciendo a intervalos regulares para comprobar que todo seguía en orden; a los médicos, encargados de unidades con tendencia a decir lo mínimo con semblante serio; a las visitas, que intentaban animar la estancia cuando lo que uno habría deseado era salir de allí. Le costaba ignorar el olor a enfermo, a espera nerviosa, a desasosiego, que flotaba por los pasillos. «Y, sobre todo, asusta pensar en ese centímetro, esa distancia ridícula y a la vez trascendente que separa la vida de la muerte. Un centímetro más arriba, más a la izquierda, y la herida habría sido letal. Un centímetro de diferencia y todo habría terminado. La vida no puede ser tan valiosa si depende de una distancia tan pequeña», se había dicho Héctor más de una vez en sus ratos de convalecencia, tras la operación. No demasiados, la verdad; por suerte, el ambiente le provocaba también una somnolencia constante, imprescindible para soportar la estancia y para ir retomando la vida a pequeñas dosis. Dormir se había convertido en el mejor pasatiempo, la manera más útil de empujar unos días que a veces se empeñaban en atascarse, indiferentes a la angustia que creaban con su ritmo lento y holgazán.
Esa mañana, sin embargo, el efecto adormecedor del ambiente hospitalario brillaba por su ausencia. El sol entraba a raudales por la ventana y en lo único que podía pensar Héctor era en el final de la condena o, cuando menos, en el inicio del período de libertad vigilada.
—¿Se puede, jefe? —La cabeza de Ginés Caldeiro asomó por la puerta.
—Vaya, creía que estos sitios te daban alergia.
Se alegraba mucho de verlo. El sentido común de ese hombre era un buen antídoto contra las tonterías.
—No es alergia —dijo Ginés—. Sólo malas vibraciones. Estoy convencido de que los virus que sacan de los pacientes a base de medicinas buscan otro cuerpo donde alojarse.
—Las puñaladas no se contagian —repuso Héctor, conteniendo una carcajada. Aún le dolía reírse, pero al menos ese dolor obedecía a una buena causa.
—No, ésas no. Por eso he venido. No hay riesgo.
Ginés se sentó a su lado, en la silla de los acompañantes, un mueble que había acomodado las posaderas de un montón de personas en los últimos días. Guillermo, Fort, Carmen. Lola se había instalado en Barcelona y pasaba a verlo con una frecuencia que le hacía sentir agradecido y un poco culpable. También había notado ausencias, y alguna, en especial la de Leire, le había afectado un poco.
—Tengo que decirle que hoy le veo mejor que otros días. Al menos aquí duerme y come como es debido. Y seguro que no le dejan fumar.
—¡No seas pesado, Ginés! Te aprovechas de que estoy débil.
—Usted no ha estado débil en su vida, jefe. Cuando no puede más, aguanta y sigue. Debería tomarse esto como un descanso. Y como un aviso también.
Héctor asintió. En esos últimos días había tenido que aguantar sentencias parecidas y no tenía ganas de volver a discutirlas.
—Te aseguro que me doy por descansado y por advertido. ¿Estás contento?
—No.
Héctor se volvió hacia su visitante; Ginés estaba inusualmente serio.
—No dejo de pensar que un poco más y la palma por lo que le dije, jefe. Ya, ya sé que no es culpa mía, sino de esos matones, pero…
«Matones de verdad», pensó Héctor. Gente con la que Charly no debería haberse mezclado nunca y a los que había intentado dejar atrás. A Carmen quizá le serviría de consuelo pensar que su Charly se había alejado de esa gentuza cuando, después de un atraco, comprobó que eran mucho más violentos de lo que decían. Sin embargo, esa clase de gente no olvidaba fácilmente y, desde luego, no practicaba el perdón, sino la venganza. Charly podía dar gracias de haber salido de ésa con vida, aunque Héctor dudaba mucho de sus palabras de arrepentimiento. Con un poco de suerte le habría servido para no meterse en líos por una temporada, no más.
—Bueno, en realidad he venido a verle y a despedirme también. Se acabó mi etapa aquí —prosiguió Ginés.
—¿Te vas a Galicia? ¿Con los grillos?
—Con los grillos, con la lluvia y con mi huerto.
—No se te ve muy ilusionado.
—Cuesta irse, no se lo niego. Había muchas cosas que arreglar: quería dejar a mis chicas bien colocadas, cerrar un par de asuntos… —Le guiñó un ojo.
—No me lo cuentes —dijo Héctor sonriendo—. ¿Y todo esto lo has decidido en estas dos semanas?
—Sí. Decidido y llevado a la práctica. El próximo fin de semana me largo.
—¿Volverás alguna vez?
—Ahora mismo le diría que no, pero yo qué sé. Al menos digamos que tardaré en volver. Pero puede venir a verme.
—No soy mucho de pueblos.
Ginés se inclinó hacia él. Había apoyado las manos en las rodillas y bajó la voz para seguir hablando:
—Hay que saber cuándo parar, jefe. Mire a ese Charly. Salvado por los pelos. Mírese usted. Lo mismo. Existe otra clase de vida en alguna parte. Sólo hay que tener cojones y dar el salto. Recuerde lo que voy a decirle ahora que aún no es viejo: olvídese del pasado, corte por lo sano con todo lo que no importa, agarre a su hijo y márchese.
—No puedo llevarme a Guillermo como si fuera un crío. Toma sus propias decisiones ya.
—Usted verá. Dicen que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Yo sólo le digo lo que yo haría si estuviera en sus zapatos: pillar a ese chaval suyo del pescuezo y largarme bien lejos.
—Ya he hablado con él. Todo está aclarado. Sabe que metió la pata. Y bastante mal lo está pasando viéndome aquí; creo que no hacen falta más castigos.
Era verdad. Guillermo había metido la pata, se había dejado embaucar por Charly, pero Héctor estaba seguro de que esa lección sería indeleble. Las consecuencias para Charly, que se recuperaba lentamente de la sesión de tortura, y para él mismo eran de aquellas que dejaban huella.
—¿Quién habla de castigos? Lo he visto muchas veces, inspector: el pasado se enreda como la mala hierba y ahoga a las plantas jóvenes. Su chaval no es ningún delincuente, es sólo eso, un chaval. Por eso aún está a tiempo de cortar esos hierbajos y empezar en otro lado.
—Huir no es la solución, Ginés. Nunca lo fue.
—Habló el sheriff de la ciudad —se burló Ginés—. Huir es una opción tan inteligente como otra cualquiera. Mire a los animales, ¿acaso los ciervos no escapan de los leones?
—De poco les sirve. Y gracias por lo de ciervo, siempre me consideré a mí mismo más bien un león.
—¿Usted? —Se rió con una mezcla de afecto e ironía—. Muerde, claro, como lo hacemos todos. Pero los leones son otros. Los leones han nacido para reyes de la selva. Usted no.
—Entonces concédeme al menos el papel de cazador.
Ginés suspiró.
—Allá usted, jefe. Salga de caza, dispare contra las fieras. Ya me contará cómo le ha ido y si le compensa tener la cabeza del bicho colgada de la chimenea.
Héctor iba a contestar cuando se abrió la puerta. Eran Carmen y Guillermo, de manera que Ginés dio su visita por finalizada. Deslizó con un guiño un par de paquetes de tabaco en la mesita de noche; luego vio cómo Carmen sacaba un envoltorio del bolso y aspiró el aroma a estofado que ganó por goleada al ambiente aséptico que flotaba allí.
—¡Dios, hacía tiempo que no olía nada tan glorioso!
Carmen sonrió, orgullosa.
—Pues no es para usted.
—Ya. —Sacudió la cabeza—. A mí nadie me prepara guisos.
La mujer lo miró de arriba abajo.
—Seguro que más de una se los preparó con cariño alguna vez. Y que usted prefirió…, ¿cómo lo diría?, unos sabores más modernos.
—Tocado y hundido, señora. Pero a mi edad uno aprende a reconocer los platos auténticos.
—A su edad, caballero, lo que le corresponde es hacer dieta.
Héctor y Guillermo asistían al intercambio de frases sin decir palabra. Un sonrojado Ginés se despidió de todos con un gesto que era más una rendición que un adiós.
—¿Quién era ése? —preguntó Carmen mientras sacaba un juego de cubiertos del bolso.
—Alguien a quien debería haberle presentado antes —dijo Héctor.
Sin embargo, ante la mirada feroz que le lanzó su casera se decidió a obedecer sus órdenes: incorporarse, comer hasta que no quedara ni rastro de carne en el envase y luego echarse una siesta. Sin rechistar.
Héctor ha cruzado la entrada del cementerio y deambula perdido, incapaz de orientarse en aquellas calles marcadas por nichos y tumbas. Camina deprisa, casi corriendo, porque sabe que tiene que encontrarla antes de que oscurezca del todo, antes de que las nubes que se ciernen sobre él sean devoradas por el manto nocturno. Sus pasos crujen sobre hojas secas y el viento compone una melodía disonante de silbidos furiosos. Deja atrás un panteón enorme, barroco, flanqueado por ángeles sucios. Nunca le han gustado estos sitios, ni entiende la perversión de intentar embellecerlos con figuras simbólicas, querubines alados de mirada perdida o damas de mármol pálido que sollozan sin lágrimas. Al lado de estas muestras de arte necrófilo, las cruces se le antojan más sinceras, muestras austeras de buen gusto entre tanta ostentación mortuoria. Pese a la urgencia, cae en la inevitable tentación de detenerse frente a alguna y leer el nombre del ocupante, la fecha de su muerte y la de su nacimiento, el epitafio que lo acompaña al otro mundo como si fuera una rúbrica. «Juan Antonio López Custodio», lee en una de ellas antes de seguir adelante, y el nombre le resulta vagamente familiar. Una de las tumbas está cubierta de flores amarillas, frescas aunque carentes de fragancia; con sólo verla, sabe que en ella yacen enterrados dos amantes jóvenes a quienes la muerte se llevó demasiado pronto.
No hay más visitantes, únicamente él y algún pájaro oscuro, de alas largas, que sobrevuela el lugar. El viento no amaina y sacude las nubes, las rompe en jirones, y él empieza a temer que no conseguirá llegar a tiempo. Acelera el paso con determinación; ignora ya a los enterrados y sus circunstancias, se preocupa nada más por encontrarla, por sacarla de allí aunque sea a rastras. Mira hacia el cielo, calcula el rato de luz que le queda, y es entonces cuando se percata de que una bandada de aves se acerca a él, despacio. Vuelan tan cerca unas de otras que se diría que son una sola, gigante y negra. Una sombra lenta e implacable que le vigila desde lo alto. Corre, ya sin disimulo, algo que se le antoja una falta de respeto hacia el lugar y lo que significa. Se interna en el laberinto de caminos y presiente que ella se halla cada vez más cerca.
Cuando la ve, de espaldas e inmóvil, con los cabellos oscuros agitados por el viento, el corazón le da un vuelco. No tanto por el hecho de encontrarla, como por la magnífica estatua que ella observa con atención y que él tampoco puede pasar por alto. Representa a un joven de rodillas, desnudo y exangüe, sostenido por un esqueleto alado y de líneas abruptas que le besa en la sien, dándole la bienvenida a su reino gélido. El joven se ha rendido, yace sin fuerzas y se deja acoger por aquella figura horrenda, la Muerte, agradecido por aquel beso tan descarnado como sensual.
Él camina hacia Ruth, hipnotizado tanto por ella como por aquella pareja de piedra; lo único que desea es abrazarla, retenerla en el mundo de los vivos y ofrecerle un beso largo y vital. Mientras se acerca piensa que es curioso que ese esqueleto, esa representación clara de la muerte, parezca estar más vivo que ellos.
Entonces oye el aleteo de los pájaros, un rumor sordo y amenazante, y levanta la vista durante sólo un segundo, no más. Las aves están descendiendo y se posan sobre la estatua sin el menor reparo. Un hermoso pájaro de alas blancas apoya sus garras sobre el hombro de Ruth, que no parece en absoluto molesta. Al revés, inclina la cabeza hacia el animal y éste la acaricia con sus alas suaves, abre el pico como si le cuchicheara algo al oído. Ella se ríe, quizá por el roce o las cosquillas. Él los observa y sabe, con una certeza instintiva, que ese bicho no es bueno.
El ave aleja un momento la cabeza y luego, de repente, con un chillido histérico, clava su pico afilado en la sien de Ruth, que lanza un grito ahogado y se agita, convulsa, mientras el animal sigue prendido a ella, ávido y voraz, hundiendo la cabeza en la herida, succionándole la vida. Con un último esfuerzo, antes de desplomarse, ella consigue arrancarlo de su cuerpo; el maldito pájaro emprende el vuelo, con el pico goteando sangre, y ésa es la señal que esperaba el resto para entonar un coro salvaje de graznidos antes de desaparecer en un cielo que los acoge y los oculta entre nubes densas.
Cuando llega hasta ella, Ruth yace en el suelo; ya no se mueve. Y él sabe que lo único que puede hacer es darle un beso de despedida en la frente.