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Leire ve llegar a Tomás desde el banco donde se ha sentado, a la sombra de un árbol. El uniforme de trabajo, traje y corbata a pesar de ser verano, le da un aire clásico que ella siempre ha encontrado atractivo. «Abel se parece a ti cada vez más», piensa al tenerlo cerca: la forma de la cara, los ojos de color miel, incluso las cejas. Él se sienta a su lado y se afloja la corbata en un gesto automático. No corre ni una gota de aire y ese nudo debe de ser como una soga al cuello. En otras circunstancias, él la habría besado, piensa Leire, y en cierto modo lo echa de menos.

—Gracias por venir —le dice, y a sus oídos la frase suena tan ridícula como a los de él.

—Nunca le niego una cita a una chica guapa. —Le guiña un ojo, sonriente.

Si hay algo que ella jamás podrá reprocharle es una tendencia al dramatismo. Cuando le dijo finalmente que no se casaría con él, sin darle más explicaciones, Tomás no insistió; y cuando ella añadió que, por supuesto, eso no cambiaba nada en relación con Abel, él la había mirado, muy serio y le había dicho: «De eso no me cabe duda». Desde ese día, sin embargo, han ocurrido muchas cosas y Leire ya no está segura de ser la misma. Tampoco está segura de que él sienta lo mismo por ella. De hecho, si antes se dejaba caer por su casa todos los días, ahora lleva tres días sin ver a su hijo.

—¿Cómo está el Gremlin?

—Bien. Hace días que no vienes. No… no es un reproche.

—Pensaba ir. Es sólo que me cuesta verte. Me cuesta más de lo que había imaginado. Pero lo superaré.

La franqueza de Tomás siempre la desarma.

—¿Me has llamado por eso?

—No, claro que no. Te he llamado porque quería hablar contigo. Fuera de casa.

—¿En terreno neutral?

Los coches siguen circulando bajo un sol de justicia. Leire nota la boca seca, aunque no está segura de que sea debido al calor. Piensa en el verano anterior, en su embarazo, en unas croquetas recalentadas y un montón de decisiones por tomar. Si alguien le hubiera dicho entonces lo que iba a sucederle en los próximos doce meses, le habría tildado de loco.

—Estamos cerca de tu trabajo. Como terreno, es poco neutral.

—¿Qué quieres, Leire?

Ha pensado mentir. Últimamente no se le da mal, ha adoptado el engaño como parte de su realidad. Incluso, a ratos, se ha mentido a sí misma. No obstante, a él no puede embaucarle.

—Quiero que vivas en casa. Quiero que Abel tenga un padre con él, todo el tiempo. Bueno, cuando no estés trabajando. No me gustaría que… —Se interrumpe porque no debe seguir.

—¿Y a mí? ¿Me quieres?

La cuestión es simple y es aquí cuando ella sabe que debería mirarlo a los ojos y decirle que sí, con una voz firme que disipe cualquier duda. No. Tomás no se merece una actuación de doncella enamorada, y seguramente tampoco se la creería.

—Te quiero menos de lo que debería. Pero te quiero mucho. Ya… ya sé que no es una buena respuesta.

—Siempre nos hemos dicho la verdad.

«Echarse a llorar no es una opción», piensa Leire, e inclina la cabeza hacia atrás en un gesto brusco.

—¿Lo que me propones es que vivamos juntos sin mantener una relación? Si es eso, no creo que pueda soportarlo. Ni por Abel. Y no me parece justo que me lo pidas.

—No. No es eso.

—¿Entonces?

Leire se vuelve hacia él; le coge de la mano. Siempre le han gustado sus manos. Son distintas a las de Héctor y, a la vez, comparten rasgos como la fuerza y la delicadeza.

—¿Quieres casarte conmigo? —le pregunta, y aunque Tomás intenta soltarse, ella no le deja—. Ser mi marido, vivir a mi lado. Criar juntos a nuestro hijo. Espera, antes de que digas nada, deja que añada algo más. Antes me has preguntado si te quería y te he dicho que no tanto como debería. Es la verdad. Pero lo nuestro nunca ha sido una historia de película romántica. Tú lo dijiste: hemos follado como locos, hemos tenido un hijo sin apenas conocernos. Ni siquiera nos hemos peleado como hacen todas las parejas. Creo que si no lo probamos, nunca sabremos qué habría pasado, y creo que Abel se merece que lo intentemos. No sé si te quiero de esa forma en que nos venden el amor, ni sé si ese amor existe o si soy capaz de sentirlo.

Él la mira, entre divertido y perplejo.

—Te voy a decir que sí por una razón —le responde—. Pase lo que pase, de lo que estoy seguro es de que la vida a tu lado nunca será aburrida. Aunque tengo una condición —añade.

—¿Ya estamos negociando?

—Hay algo que echo de menos desde que nació Abel.

Señala un hotel, un monstruoso y rancio edificio de cuando la reina aún era princesa.

—Sólo me casaré contigo si ahora cruzamos la calle y pedimos una suite en ese hotel, donde pienso pasar toda la tarde follándote como un salvaje. Sin bebés que lloran o piden comida o tienen cólicos.

Ella sonríe. Desde luego, su historia nunca serviría de ejemplo para una novela rosa y duda que pueda contársela a sus nietos, si es que llega a tenerlos. Pero, sea lo que sea, es auténtica.

—¿Ahora debería decir que seré tuya hasta la medianoche? —pregunta en tono irónicamente inocente.

—Ahora cállate, Leire Castro, y déjame hacer a mí.

Los silencios son significativos en cualquier interrogatorio. Hablan por sí solos, expresan a veces más que las palabras, son difíciles de sostener por parte del entrevistado. Teorías que Héctor conoce y que otras veces le han servido de apoyo. Ahora que está en la silla opuesta, en el lugar donde se centran los focos, comprende que no todas esas ideas son ciertas. La pausa que ha seguido a la última parte de su relato, la que aconteció en el piso de Ruth como un prólogo de lo que vendría después, le tranquiliza. Seguramente porque, aun con ciertos olvidos deliberados, todo lo que ha contado es la pura verdad y ésa es un arma poderosa cuando se sabe que en algún punto a partir de ahí empezarán las mentiras.

—¿Y qué me dice de la pistola?

La pregunta no le coge por sorpresa y lo que responde sigue siendo cierto.

—¿La de Charly? Como comprenderá, me olvidé de ella. Salí de ahí en ambulancia, casi inconsciente; lo último que recuerdo es a un agente inclinado sobre mí. De hecho, no había vuelto a pensar en ella desde que Carmen la mencionó, ni tampoco me acordé de su existencia después.

—¿Así que la pistola se quedó en la casa? ¿Ninguno de los agentes la encontró?

—Obviamente fue así. En ese momento la prioridad era atendernos a Charly y a mí, y perseguir a los tipos que nos habían atacado. Los atraparon ese mismo día.

El hombre asiente y se reafirma con un seco:

—Me consta.

Carraspea, mira la hora en su reloj y luego, de reojo, a su compañero.

—Si me disculpa, tengo que hacer una llamada urgente. Serán sólo quince minutos y proseguiremos.

—Claro. No me voy a marchar a ninguna parte.

Un intercambio de sonrisas que podrían pasar por cordiales. En cuanto se cierra la puerta, Héctor se vuelve hacia el otro, un individuo que ha permanecido callado durante todo el interrogatorio.

—¿Sería posible fumar un cigarrillo?

Su interlocutor duda antes de otorgarle el favor.

—Aquí dentro no. Venga conmigo.

Lo escolta por el pasillo, hasta el fondo, y luego descienden. Un piso más abajo salen por la puerta de emergencia, que a su vez da a una especie de repisa exterior y a una escalera. «La nicotina es cancerígena, no hay duda, pero pocos venenos sientan tan bien», piensa Héctor, y súbitamente se le ocurre una de esas promesas de las que luego se arrepiente: si todo sale bien, si todo termina de acuerdo con sus deseos, mandará el tabaco al carajo. Con esa decisión apura el cigarrillo y, antes de que su acompañante proteste, enciende otro. Por si acaso.

—El último —le advierte éste—. Tenemos que volver.

—Ya.

—Tiene que haber sido una época dura —comenta mirándolo a los ojos con algo parecido a la simpatía—. La herida, el hospital y después… Bueno, ya se acaba.

«¿Se acaba?». Héctor sin querer esboza una medio sonrisa irónica.

—Ha muerto un hombre. Eso no se olvida fácilmente.

—Supongo que no. —El tipo parece azorado—. Me refería a todo esto. Los interrogatorios, las sospechas…

El tabaco le deja mal sabor de boca, como si se vengara por sus intenciones de abandonarlo con un regusto agrio. Toma aire y abre la puerta que conduce de nuevo al interior. Sí, desea que todo termine cuanto antes. Por un segundo cruza por su cabeza la idea de que esa necesidad, la de acabar rápidamente, es la peor de las compañías en ese viaje que se acerca a su tramo final, el más peligroso, el más comprometido. Sabe que la prisa lleva al error y el error aboca directamente al desastre. Pero no puede evitar que sus pasos de regreso a la sala se aceleren ni que su corazón bombee un poco más fuerte. Es poco lo que le queda por contar y quiere hacerlo ya, sin interrupciones, sin dilación.