«A Barcelona, como a muchas otras ciudades mediterráneas, la lluvia no le sienta bien», se dijo Ginés por enésima vez en los últimos dos días. Deslucía los mosaicos gaudinianos, amortiguando sus colores, y entristecía una arquitectura pensada para brillar al sol. Esa noche, sentado en el único bar de su barrio, Poble Sec, donde servían una imitación decente del pulpo gallego, Ginés veía llover a través de los cristales del local mientras pedía otra copa de vino. La dueña, una de esas mujeres enjutas y silenciosas que en otra vida debió de ser sacerdotisa de algún culto extraño, se la puso sin decir palabra.
Los domingos eran un buen día para los negocios de Ginés: muchos ejecutivos casados tenían reuniones en la ciudad el lunes y les contaban a sus esposas el cuento de que era mejor viajar la noche anterior para evitar imprevistos. Algunos, viejos conocidos, ya lo avisaban a media semana para que les reservara a la chica que deseaban; otros se conformaban con la que estaba libre o preferían ir variando. A Ginés no le importaba; de hecho, con el tiempo, había desarrollado un instinto eficaz a la hora de emparejar, aunque fuera sólo durante unas horas, a sus trabajadoras con los clientes. En general, todo hay que decirlo, ni unos ni otras se mostraban demasiado exigentes, pero él, por prurito profesional, se sentía satisfecho cuando uno de esos hombres le pedía expresamente la misma chica de la vez anterior: era señal de que había acertado y se había ganado un ingreso más o menos fijo.
Ginés dio un trago corto al vino y consultó el móvil. Las chicas le mandaban un mensaje cuando llegaban al hotel asignado para informarle de que todo iba según lo previsto y otro a la salida. Eran las doce de la noche, una hora tranquila, puesto que la mayoría de las empleadas a tiempo parcial estaban ya en plena faena y no terminarían hasta un par de horas más tarde. No solía haber problemas, aunque siempre existía la posibilidad de que algún cliente se pusiera tonto o exigiera servicios no incluidos en la carta. Hacía ya tiempo que Ginés había tachado de su lista a aquellos que deseaban sexo que se alejaba mucho de lo convencional, no por prejuicios, sino porque así se evitaba problemas. En alguna ocasión había tenido que irrumpir en una habitación de hotel, o en un apartamento, para sacar de allí a una supuesta sumisa a la que un amo imbécil con complejo de capataz sureño estaba castigando más de la cuenta. No, prefería perder un cliente antes que arriesgarse. «Total —se dijo con una mezcla de alivio y añoranza anticipada—, pronto los perderé a todos».
De repente tuvo la sensación de sentirse observado y dirigió la mirada a la barra, donde la dueña hablaba con una joven y, efectivamente, lo señalaba con la cabeza en un gesto poco disimulado. «Otra que viene a pedir trabajo», pensó él. En las últimas semanas se había encontrado con más de una mujer que se le acercaba por ese motivo. La última, un ama de casa con el marido en paro y tres niños pequeños, era lo menos parecido a una puta profesional que él había visto nunca, y estuvo a punto de negarse a darle trabajo. Luego lo pensó mejor: ninguna nacía siendo puta y si esa mujer necesitaba el dinero, ¿quién era él para juzgar? Al menos podría garantizarle clientes decentes.
La chica de la barra se volvió hacia él y, al verle la cara, Ginés se percató de que estaba perdiendo ojo clínico. Por mucho maquillaje que se pusiera, por mucho contoneo con que sensualizara sus movimientos, la persona que se acercaba a él no podía ocultar que había nacido hombre: la nuez, las manos, e incluso la exageración de esa feminidad aprendida, subida en tacones altísimos, lo delataban a gritos y convertían aquellas tetas generosas, apenas contenidas por un top de lentejuelas doradas, en dos piezas de atrezzo que parecían tener vida propia.
—Me han dicho que eres Ginés.
Hablaba en voz baja, casi sin mover unos labios pintados de rojo rabioso.
Él se levantó y le señaló la silla libre que tenía delante.
—Ahora sé que lo eres —prosiguió ella—. Cuando te describieron me hablaron de tus buenos modales.
—Mi madre me educó bien —repuso Ginés sin sonreír.
—A mí también. Me enseñó a reconocer a un caballero.
—¿Quieres tomar algo? ¿Vino? ¿Cerveza?
—No bebo. Una Coca-Cola zero, por favor.
Ginés se acercó a la barra y regresó con la bebida.
—Aquí tienes —le dijo—. ¿Y puedo saber cómo te llamas?
—Candela. —Se sonrojó un poco, sobre todo cuando Ginés empezó a reírse—. Oye, no me parece bonito…
—No, no es eso —consiguió decir él, sin parar de reír—. Es que hacía tiempo que no oía ese nombre. Candela —repitió—. Así se llamaba mi madre.
Candela sonrió entonces y él dio un trago largo al vino.
—¿Qué te trae por aquí? ¿Buscas trabajo?
Ella negó con la cabeza y se pasó una mano ancha por los rizos falsos, que permanecieron inmutables.
—No sabía si venir o no. De hecho, no sabía qué hacer.
—Ahora estás aquí. Dime en qué puedo ayudarte.
—No es por mí. Mira, no me gustan los líos. Bastante tengo con salir adelante. Pero… Mierda, ¿por qué no se podrá fumar ya en sitios como éste?
—Fumar es malo.
—Digamos que hay adicciones peores.
—Seguro. Pero lo mío es el tabaco, no te equivoques.
Candela volvió a mover la melena, que se agitó como una cortina tiesa. Ginés pensó que debía de haber sido un chico guapo, de ojos grandes y rasgos clásicos. También se percató de que su interlocutor era muy joven: debajo de las pinturas de guerra había un chaval, o chavala, de apenas veinte años.
—Yo sólo fumo. No me meto nada. Todo esto es demasiado caro —dijo mientras señalaba las tetas.
—Ya. —Empezaba a sentir curiosidad; si no buscaba trabajo, ni drogas, no alcanzaba a entender qué podía querer de él—. Dime, ¿por qué has venido?
Candela miró a su espalda antes de contestar.
—Me dijeron que andabas preguntando por un tipo. Un tal Charly.
—Cierto. —Ginés se puso repentinamente serio.
—No sé para qué lo buscas, ni en qué lío anda metido.
—¿Lo conoces?
Sonrió.
—Nos conocimos brevemente ayer. Bueno, no tan brevemente, la verdad.
—¿Está por aquí?
Candela asintió.
—No eres el único que pregunta por él, ¿lo sabes?
—Sí. Pero yo no quiero encontrarlo para hacerle daño.
—Los otros sí, ¿verdad?
—Me temo que así es. Y ahora dime todo lo que sepas. Es importante.
—Me lo temía. ¿Es amigo tuyo, ese Charly?
—Amigo de un amigo. Así que supongo que podríamos decir que sí.
Candela volvió a mirar a su espalda y bajó la voz más aún:
—De verdad que no quería meterle en un lío. Ayer por la tarde contactó conmigo por una web y me citó en su casa. Bueno, no era su casa; da igual, el sitio donde vive. Estuvimos juntos.
—¿Y luego?
—Luego el muy idiota me dijo que no tenía dinero para pagarme. La verdad es que no me importó demasiado, a los que no me gustan les cobro por adelantado, y con él no lo pasé mal, pero me jodió que intentara tomarme el pelo.
—Ya.
—Hace un rato fui a tomar algo, con las chicas, y unos tipos nos abordaron. Me enseñaron la foto: era Charly. Pensé que el muy capullo no se merecía mucha lealtad, así que les dije dónde podían encontrarlo. Me dieron una propina.
—¡Mierda! —exclamó Ginés.
Candela frunció el ceño y arrugó los labios en un mohín poco natural.
—Metí la pata, ¿verdad? Por eso he venido a buscarte. Una de las chicas me dijo que tú también le habías preguntado días atrás por ese tal Charly.
—Dime dónde está. ¡Ya!
Ginés había sacado el móvil del bolsillo y buscaba el número de Salgado. Lo que oyó a continuación en boca de Candela lo dejó aún más asombrado y tardó unos instantes en procesarlo todo antes de hacer la llamada. Estaba seguro de que el destinatario de ésta se encontraría despierto. Héctor era un ave nocturna.
—¿Ginés?
—Jefe, me temo que lo que voy a decirle no le va a gustar. Creo que sé dónde está el hijo de su vecina. Charly.
—¿Ah, sí?
Ginés le resumió muy deprisa la conversación que acababa de tener con Candela y luego tomó aire antes de añadir:
—Y ahora tómese con calma lo que voy a decirle. Charly está instalado en el piso de su ex. Sí, en el loft de Ruth.
—¿Qué? ¿Cómo diablos se ha metido ahí?
—Por lo que sé… —Ginés titubeó e intentó darle la mejor versión—. Por lo que me ha dicho la chica esta, Charly le dijo que el hijo de un amigo le había dejado las llaves del loft de su madre.
—¿Y se refería a Guillermo? —El tono expresaba incredulidad y enfado a la vez.
—Supongo que sí, pero ahora no hay tiempo para broncas. Han pasado al menos tres horas desde que el travelo les dijo dónde estaba. Si esos tipos han entrado en el piso, el hijo de su amiga puede estar pasando un rato muy malo.
No había tiempo que perder y Héctor lo sabía. Aun así, no pudo evitar entrar en la habitación de su hijo. Guillermo dormía, y quizá fue eso, la visión de un adolescente durmiendo con la inocencia de la juventud, lo que detuvo sus ganas de sacudirlo y preguntarle a voces cómo diablos se le había ocurrido semejante disparate. Cómo diablos se había dejado convencer para alojar a Charly en el piso de Ruth. Héctor jamás había puesto una mano encima a su hijo, pero esa noche no habría puesto esa misma mano en el fuego si le hubieran obligado a jurar que, de haber encontrado despierto a Guillermo, no le habría dado una buena bofetada.
Buscó la pistola en el armario, arrinconada en el estante superior por falta de uso y porque, en su día, Ruth no soportaba verla. Era la única señal de que el trabajo de su marido implicaba violencia, armas de fuego, cosas que ella prefería ignorar. La sacó del fondo, junto con las balas, y antes de salir llamó a comisaría pidiendo refuerzos. No quiso que uno de los coches lo recogiera allí, de manera que tomó un taxi y le ordenó que fuera, a toda velocidad, a la calle Llull, al loft de Ruth, seguro de que, dada la proximidad, llegaría antes que ellos.
Así fue. Sabía que lo prudente era esperar; sin embargo, la mera idea de permanecer en la calle mientras algo terrible podía estar sucediendo arriba se le antojaba más difícil de asumir que el riesgo que corría entrando allí. Subió a pie por las escaleras y acercó el oído a la puerta. No se percibía ruido alguno. Por un instante respiró tranquilo: tal vez no fuera demasiado tarde; tal vez aquello se zanjara con Charly a buen recaudo y una bronca monumental para su hijo.
Llevaba la llave del apartamento y se decidió a usarla, maldiciendo al mundo en general y a los refuerzos que se demoraban en particular. Empujó la puerta con cuidado, intentando hacer el menor ruido posible. El largo pasillo del loft que comunicaba la zona de vivienda con el estudio estaba a oscuras y, después de echar un vistazo rápido al comedor vacío, Héctor se deslizó por el corredor hacia el otro lado. El silencio era el que correspondía a un piso deshabitado y, mientras avanzaba, comenzó a dudar de la historia de Ginés. Quizá había entendido mal la dirección, o quizá aquel travesti había mentido. O quizá todo hubiera terminado ya.
La puerta del estudio estaba abierta y lo primero que le llamó la atención fue, en el centro de la gran sala, una silla colocada de espaldas a la entrada. Lo segundo fue el olor, el leve pero inconfundible hedor a carne quemada.
Entró corriendo y se plantó delante de la silla. A Charly lo habían atado, amordazado con cinta aislante y luego se habían dedicado a quemarle las piernas y los brazos con un soplete. Respiraba, pero débilmente.
Por fin llegaron los refuerzos. Oyó claramente las sirenas de los coches y la ambulancia, justo antes de que un ruido en el otro extremo del loft le pusiera alerta. Había alguien más allí dentro.
Salió a toda prisa, sin pensar en nada que no fuera atrapar a los hijos de puta capaces de hacerle eso a un tipo atado a una silla. Vio una sombra huyendo por la puerta y comprendió que, quienquiera que fuese, no iría muy lejos. Lo atraparían en la calle, sin duda. Perseguirlo era un riesgo inútil.
Oyó los gritos que acompañaron a la detención y optó por regresar junto a Charly al tiempo que pedía por el móvil que subiera enseguida el personal sanitario. No llegó a terminar la frase. Justo cuando iba a cruzar la puerta del estudio, una figura enorme le embistió, lanzándolo contra la pared. El ataque fue tan imprevisto, tan potente, que el móvil salió volando por los aires y él sólo pudo encajar el golpe, que lo dejó sin aliento durante un segundo. Lo siguiente fue un dolor punzante, una mordedura que se adentraba en el interior de su carne. El presente se desdibujó entre ruido de pisadas y gritos de alarma. Escuchó un disparo.
Fue lo último que oyó antes de perder el conocimiento.