Cuando despertó, Héctor no sabía muy bien qué hora era, ni si era domingo o lunes. De hecho, hacía muchos días que no dormía tan profundamente y la desorientación se mantuvo durante unos minutos, antes de que el reloj y los ruidos le confirmaran que seguía siendo domingo, ya que Guillermo andaba por casa. Se dio una ducha larga, necesaria para borrar del cuerpo los últimos residuos del cansancio de los días anteriores. Santiago Mayart había sido trasladado al Hospital de Sant Pau de Barcelona y su pronóstico, cuando se lo llevaron, era grave. Había entrado en coma y los médicos aseguraban que las siguientes veinticuatro horas serían críticas. Ferran Badía había sido detenido, acusado de la agresión al escritor. De momento. Salió al comedor, pensando en la posibilidad de volver a comisaría esa tarde; la visión de su hijo, sentado a la mesa, comiendo solo, le detuvo.
—Buenos días.
Como si la tuviera delante, Héctor vio los ojos de Ruth mirándolo con severidad, y con toda la razón del mundo. Asintió: podía tomarse unas horas de descanso.
—Te he dejado macarrones —le dijo su hijo—. Ah, y te han llamado por teléfono. Dos veces. Lo dejé sonar.
Héctor se sentó y contempló el plato, sin hambre; luego desvió la mirada hacia el móvil. El nombre de Lola aparecía en la pequeña pantalla, en un rojo acusador. Un mensaje le indicó que estaba en Barcelona, había venido de improviso y, claro, le apetecía verlo.
—Lola es una amiga. Una buena amiga —dijo a modo de explicación.
Su hijo asintió.
—Guille… —Empezó la frase sin saber muy bien cómo terminarla—, no sé si lo crees, pero la vida sigue.
—No para todos —murmuró su hijo.
—No. Sólo para los vivos.
Se arrepintió al instante, pero ya estaba dicho. El silencio que acompaña a las palabras indeseadas invadió el comedor. Guillermo se levantó, con el plato en la mano, y se dirigió a la cocina.
Héctor lo siguió. Apoyó las manos sobre sus hombros y le obligó a darse la vuelta. Apenas pudo resistir la mirada dolida que le disparaba acusaciones difíciles de rebatir.
—Escucha. Escúchame bien. Nadie aquí ha olvidado a tu madre. Ni tú, ni yo, ni Carol. Nadie que la conociera ha podido conseguirlo. Sin embargo, tenemos que seguir adelante. Tú debes continuar estudiando, divertirte. Hacer una vida normal. Eso no significa que no la quieras ni que no la eches de menos. Eso sólo quiere decir que vives.
—¿Vas a decirme que es lo que ella habría querido?
—Sí.
Guillermo bajó la mirada. A sus catorce años, llorar ante su padre ya le daba vergüenza. Héctor lo atrajo hacia sí para abrazarle y se dijo que pronto no podría hacerlo. Su hijo era ya casi tan alto como él. Sin embargo, en ese momento lo acogió como si fuera un niño y sintió su rabia, el dolor que se transmitía por todo su cuerpo, esa clase de dolor que no se liberaba fácilmente.
—He tenido mucho trabajo últimamente. —«Y no sólo trabajo», pensó con remordimiento—. Pero hoy vamos a pasar el día juntos. Nos lo merecemos.
—¿Y las llamadas?
Héctor dudó un instante.
—Veré a Lola luego. Y, si quieres, tú también —decidió de repente—. Es una amiga, Guillermo. Una periodista muy inteligente y muy buena persona.
—¿Estáis… saliendo?
—Supongo que sí. Las cosas son complicadas: ella vive en Madrid, yo aquí. Nos reencontramos hace unos meses; ambos estamos solos y necesitamos compañía a veces. De momento es todo cuanto puedo decirte. —No quería seguir hablando de eso y, al mismo tiempo, presentía que la sinceridad, el hacer partícipe a su hijo de su vida, era la clave para lograr entenderse. Ya había suficientes secretos en el aire para añadir otros, innecesarios—. ¿Y tú? ¿No hay ninguna chica en tu vida?
La respuesta lo pilló por sorpresa.
—Bueno, hay alguien.
—¿Sí?
Su hijo se había sonrojado, aunque en sus ojos ya no había la misma expresión dolorosa de antes.
—Se llama Anna. Creo que… Bueno, me gusta.
—Vaya. Definitivamente, tenés muchas cosas que contarme.
Guillermo se encogió de hombros. Ya se había soltado, y Héctor supuso que la simple mención de esa chica le había devuelto la compostura. Los adolescentes con novia no lloraban en la cocina, en brazos de sus padres.
Fue una tarde agradable, de esas que suceden cuando los planes se improvisan y todos los implicados se dejan llevar sin pensárselo demasiado. Héctor y Guillermo dieron un paseo por el barrio y más tarde, a eso de las seis, recogieron a Lola en la esquina de plaza Catalunya con paseo de Gràcia. Los manifestantes seguían en la plaza, habían sobrevivido al diluvio y se les veía animados por el éxito y el eco que estaban obteniendo en diversos medios. Las pancartas eran, en opinión de Héctor, de lo más variopintas y demostraban una insatisfacción global: desde los que clamaban contra los desahucios hasta la más popular, criticando la democracia como un sistema de bipartidismo. Le sorprendió comprobar que no sólo eran jóvenes: personas de mayor edad rondaban por allí, y el ambiente era de protesta alegre y caótica. Lola, por supuesto, estaba exultante, pero él no pudo evitar ver los dispositivos policiales que rodeaban la plaza, un asedio uniformado, agentes dispuestos a actuar en cuanto se recibiera la orden.
—Esto ya no se puede parar —comentó ella más tarde, mientras tomaban algo en un bar del Barrio Gótico, no muy lejos de la catedral.
La cara de Héctor debió de reflejar un escepticismo integral, porque ella añadió:
—No me refiero a lo de la plaza, que terminará de forma natural o forzada, sino al mensaje de fondo. La gente está harta, Héctor, y ya no le importa decirlo en voz alta.
Él no tenía ganas de discutir, y menos aún delante de Guillermo, así que se limitó a decir:
—La protesta contra todo nunca suele ser útil. Aunque estoy de acuerdo en que es bastante sana.
Lola le miró con una sonrisa irónica y levantó la jarra de cerveza para brindar.
—¡Por la protesta sana, pues!
Guillermo se mantenía al margen de la conversación. Observaba a Lola y su padre dedujo que no le caía mal. Al revés. Buscaron un lugar para cenar, al gusto de Lola, que afirmaba que cerca de allí, en Via Laietana, hacían las mejores pizzas de Barcelona. Eran casi las once cuando remataron la pizza, inmensa además de buena, con un par de postres caseros.
—¿Quieres acompañar a Lola a su hotel? —le preguntó Guillermo aprovechando que ella había ido al cuarto de baño.
Héctor tardó unos segundos en responder. La verdad, pura y simple, era que le apetecía dormir con ella, y al mismo tiempo sabía que no se sentiría bien haciéndolo. No cuando había estado con Leire dos noches antes. No sin hablar con ella y decidir, de una vez por todas, hacia dónde iba esa historia.
—Esta noche no —contestó por fin—. Mañana ambos tenemos que trabajar.
No habría sabido decir si a Lola le molestó que se limitara a escoltarla al hotel, emplazado en la calle Pelai, acompañado por su hijo como carabina, pero no dijo nada al respecto. Sólo un «mañana hablamos», seguido de un beso que habría superado los estándares de castidad de las citas decimonónicas.
—Ha sido un placer, Guillermo —le dijo con una sonrisa—. Espero que podamos repetirlo.
La despedida fue breve; no hacía buena noche, el aire soplaba y Héctor y su hijo se apresuraron a llegar a casa antes de que la lluvia atacara de nuevo ese fin de semana.
Hacía muchas noches que no se tumbaba en el sofá a ver una película, algo que siempre le relajaba, y en cuanto llegó a casa no lo dudó. Esa vez tampoco escogió una al azar sino que buscó en su filmoteca, que ocupaba varios estantes de la casa, hasta dar con la que tenía en mente. Guillermo había decidido dar por finalizada su etapa sociable del día y se había refugiado en su habitación y su ordenador, aunque él tampoco podía decir que eso le molestase demasiado.
Había leído que Suspense, el absurdo título de la película, era una adaptación más que fiable de la novela Otra vuelta de tuerca, con guión de Truman Capote. Recordaba vagamente haberla visto años atrás, y fue acordándose de la trama a medida que avanzaba el metraje. Era claramente una historia de terror, rodada con la elegancia de un melodrama gótico. Deborah Kerr, una actriz hermosa en un estilo contenido, viajaba a una casa de campo a ocuparse de dos niños huérfanos, Miles y Flora. Pronto quedaba claro que el chico, Miles, tenía una conducta extraña y lo mismo podía decirse de su hermana. La propia institutriz empezaba a tener visiones de una mujer, antigua niñera, que había muerto. Los niños parecían haber visto cosas entre aquella dama fantasmal y un criado, también fallecido; escenas que unos críos no deberían ver. La trama de la película le absorbió absolutamente, y sin poder evitarlo pensó en el relato de Cristina Silva. En las imágenes eróticas que aquella mujer veía en el espejo, en los fantasmas que parecían añorarla y después castigarla.
Le invadió un nerviosismo extraño, el mismo que suele agarrarse al estómago cuando uno está a punto de recordar algo, un nombre, una situación, y la memoria no termina de ayudar. Encendió un cigarrillo y se levantó a abrir la ventana, pero la sensación de hormigueo mental no cedió. El cielo preparaba las armas para una nueva tormenta que tampoco se decidía a estallar. Inquieto, se tumbó de nuevo a tiempo de ver una escena que no habría pasado la estúpida censura de los tiempos modernos. El niño, Miles, seducía a la institutriz: sus labios se posaban en los de ella con un beso sensual, adulto. La idea estaba clara; aquellos niños, él sobre todo, estaban marcados, condenados a la perversidad, quizá poseídos por los espíritus de la pareja. Pero la duda seguía existiendo en él, como espectador: ¿no podía ser que la institutriz, obviamente reprimida en su sexualidad, estuviera imaginando todo aquello? ¿Quién besaba a quién?
El cigarrillo le quemó los dedos y lo soltó, cada vez más tenso. Le pareció ver el destello de un relámpago lejano y, al mismo tiempo, el teléfono móvil sonó con fuerza. El pitido fue como una alarma en la noche y contestó enseguida.