La calle Padilla era una de esas que siempre se confundían con sus paralelas, la típica del Ensanche barcelonés, agradable y sin demasiados rasgos distintivos. Héctor conducía a toda prisa en esa tarde destemplada de sábado, confiando en que Fort y Leire hubieran llegado al domicilio del profesor. El presentimiento que le había dominado en su despacho seguía presente. Había llamado a Mayart y nadie había atendido el teléfono. Por alguna razón, temía lo peor.
Si Ferran había encargado esos cuadros era porque albergaba un resentimiento profundo hacia su antiguo mentor. Sospechas, incluso, de que pudiera haber matado a sus amigos. Héctor no sabía qué pensar. Mientras conducía, no podía obviar un hecho evidente: Mayart tendría que estar muy loco para publicar un relato donde se recrearan unas muertes que él hubiera causado, aun disfrazándolas de ficción.
Cuando llegó al número en cuestión se percató de que sus agentes ya estaban allí. Fort le esperaba junto a la puerta.
—Leire está arriba, señor. No contestan. Quizá no haya nadie.
—Espere aquí, por si sale alguno de los dos.
Subió en el ascensor, desesperantemente lento, hasta el tercer piso, donde se encontraba la vivienda de Mayart. Por última vez, Héctor llamó al móvil del escritor, que seguía desconectado. Ante la duda, se dejó llevar por su instinto. Algo le decía que detrás de esa puerta cerrada no había precisamente un piso desierto. Miró a Leire, dedicándole un guiño de complicidad, y le hizo señas para que retrocediera unos pasos. Él hizo lo mismo y se lanzó contra la puerta, pero ésta no cedió. Héctor repitió la operación y en esa ocasión consiguió abrirla.
Los recibió un pasillo vacío, que hacia la derecha conducía al salón. Avanzaron deprisa. A primera vista todo parecía tranquilo. Al encender la luz, sin embargo, la impresión cambió. En aquel salón se había producido una pelea: había un ordenador portátil en el suelo, así como algunos papeles desparramados. Héctor tardó unos instantes en distinguir a Santiago Mayart tumbado sobre la alfombra. Se acercó corriendo y le tomó el pulso.
—¡Está vivo! Llama a una ambulancia. Enseguida.
Mientras Leire cumplía sus órdenes, él echó un vistazo rápido a su alrededor; imaginó la escena: una pelea entre dos adultos, un forcejeo que terminaba en un empujón. Una caída. Buscó con la mirada y descubrió un leve rastro de sangre en el pico de una mesita antigua, afilado como un cuchillo, sin duda responsable de la herida que sangraba en la nuca del escritor. Luego contempló los papeles arrugados que rodeaban el cuerpo de Mayart. Se inclinó para poder leerlos sin necesidad de tocarlos. Sólo necesitó un par de líneas para reconocer el texto de «Los amantes de Hiroshima».
Dejó a Leire junto al cuerpo y salió de nuevo al pasillo, aunque esa vez lo siguió en dirección contraria. Fue abriendo las puertas del corredor, bruscamente, de una en una. Todo estaba vacío. Todo menos el dormitorio del escritor.
La luz estaba apagada, pero Héctor supo al entrar que aquel chico acurrucado en uno de los rincones del cuarto era Ferran Badía.
—Éste no es el final que yo quería —susurraba Ferran, cuyo cuerpo se agitaba por un temblor nervioso incontrolable—. La historia no tenía que terminar así.
Tartamudeaba. Le fallaba la voz a ratos. No dejaba de repetir lo mismo, una y otra vez. La ambulancia había llegado muy rápido y se había llevado a un Santiago Mayart inconsciente, gravemente herido. La calma había vuelto al piso y Héctor se dijo que quizá no volvería a tener otra oportunidad igual de presionar a Ferran para sacudir su máscara, de obtener una confesión sincera.
—Ferran, ¿por qué has venido aquí hoy?
El chico lo miró como si le hablara en un idioma extranjero, una jerga incomprensible.
—Ferran, respóndeme. ¿Qué ha pasado?
—Nos hemos peleado —dijo por fin—. Al acusarlo de haber robado el relato, se ha puesto como loco. Ha intentado quitarme el cuaderno. —Se pasaba la mano por el pelo una y otra vez—. Lo siento, lo siento. No era el final que había pensado. No ha salido como yo quería.
—¿Robado el relato? ¿De quién? ¿De qué cuaderno hablas?
—«Los amantes de Hiroshima» —balbuceó el chico—. Lo escribió Cristina. Yo lo leí, en su cuaderno. A ella no le gustaba que nadie leyera sus cosas, pero lo hice.
Héctor intentó procesar la información. Si aquel relato lo había escrito Cristina, ¿cómo es que lo tenía Mayart?
—Ella… ella me dijo que pensaba entregarle a Santi todos los trabajos del año antes de irse de vacaciones. Y él se apropió del relato. ¡Lo incluyó en su libro como si fuera suyo!
Héctor empezaba a comprender; aquellas frases comenzaban a conformar una historia con sentido. Quedaban, sin embargo, muchas preguntas.
—Espera un momento. Necesito que me lo expliques bien. —Héctor le hablaba despacio, recurriendo a un tono sereno que incitaba a la sinceridad—. Tú leíste el libro de Mayart hace tiempo, ¿no es así? Y supiste que él había usado el cuento de Cristina.
Ferran asintió.
—La nueva terapia me deja la cabeza mucho más despejada. Cuando lo leí, lo reconocí al instante.
—¿Hablaste con él?
—No. Al principio no supe qué hacer. Luego… luego empecé a pensar. A recordar. Cristina me había hablado del refugio, al que solía ir a veces, antes sola y en ocasiones con Daniel. Yo… yo sabía más o menos dónde estaba aunque no me había invitado nunca.
—¿Por qué no nos hablaste del refugio? Habríamos encontrado sus cuerpos hace años.
Ferran lo miró con la superioridad de quien sabe más, de quien lo sabe todo.
—Cristina quería morir, inspector. Era su sueño. Lo habíamos hablado muchas veces, lo bello que sería descansar para siempre en brazos de tu amante. Yo… yo sólo deseaba que me escogiera para eso, pero ella eligió a Dani.
—Cristina y Daniel no se suicidaron. Alguien los golpeó en la cabeza hasta matarlos. ¿Lo entiendes?
Héctor intuyó que durante años Ferran se había montado una versión de la historia a su medida, en la que la muerte de sus amigos, sus amantes, obedecía a un motivo romántico. O eso, o le estaba mintiendo con la frialdad de un psicópata.
—Hace un par de meses busqué el refugio. Los encontré, en el sótano. Los vi abrazados, eternamente juntos, como en el relato. Vi sus cráneos partidos, y sentí rabia, mucha rabia. Contra ellos y contra quien había utilizado su historia en provecho propio.
—¿No habías ido hasta entonces?
—No me había atrevido. Yo pensaba que ellos me habían dejado fuera, y tampoco había tenido el valor de matarme. Lo intenté.
—Lo sé. Sigue.
—Entonces pensé que Santi debía pagar por lo que había hecho. Que merecía que el mundo supiera lo que era. Un mediocre. Un plagiador. O quizá algo peor.
—¿Creíste que los había matado?
Ferran se encogió de hombros.
—Siempre pensé que se habían suicidado, pero al verlos, después de haber leído el relato, recordé lo mucho que Santi odiaba a Cristina. Por mi culpa.
—¿Y encargaste esos cuadros? ¿Para vengarte de él?
Por primera vez, el temblor remitió del todo y en el rostro de Ferran apareció una ligera sonrisa.
—Sí. En la clínica conocí a una chica.
—Diana —dijo Fort, que asistía al interrogatorio desde un segundo plano.
—¿Lo saben? Diana me contó que ella y su novio decoraban casas vacías con cuadros pintados por ellos. Les envié el relato y les pedí que pintaran ilustraciones para colgarlas en las paredes de la casa. También necesitaba la firma de Santi en el libro.
—Lo sabemos. ¿Fuiste tú quien llamó a Mayart para atemorizarlo?
La sonrisa se hizo más amplia.
—Sí. Puedo cambiar bastante la voz cuando quiero, y él hacía años que no hablaba conmigo.
—Bien —dijo Héctor—, ¿y qué ha pasado hoy?
—Lo de hoy no ha salido bien. Yo… —El temblor volvió a empezar—. Yo sólo quería que Santi confesara lo que había hecho. Cuando usted me dio el libro, comprendí que lo estaban investigando y quise… Quise ser yo quien le hiciera confesar antes de que lo hicieran los mossos. Sólo necesitaba el cuaderno de Cristina para asegurarme de que tenía en mi poder la prueba principal contra él.
—¿No lo tenías?
—Se lo había quedado Nina, me lo trajo ayer. Por eso he venido a verlo esta tarde. Ya lo tenía todo, ya podía obligarlo a decir la verdad.
—Pero él no confesó.
—Se puso furioso. Intentó arrancarme el cuaderno de las manos. Nos peleamos y lo empujé. ¿Está… está muerto?
—No. No lo está, pero se encuentra muy grave. Y tú te has metido en un buen lío.
Héctor se dijo que necesitaba tiempo para valorar la historia. Tiempo y una mente más despejada. «Al menos, la parte de los cuadros ha quedado explicada», se dijo. Los cuadros y, si los chicos no mentían, también el dinero. Pero seguía existiendo un interrogante, ahora más que nunca. Si Ferran decía la verdad, si había creído durante años que sus amigos se habían suicidado, él era inocente de sus muertes. Y por mucho que se esforzara en imaginar el escenario, tampoco veía a Santi Mayart usando el relato de una joven a la que había asesinado.
—Tienes que acompañarme. El juez querrá hablar contigo.
Ferran Badía se dejó llevar con la mansedumbre de los débiles. ¿Lo era realmente o su cabeza, capaz de idear y poner en práctica toda esa trama, también le había llevado a elaborar una historia en la que Cristina y Daniel morían, por su mano, porque ella había fantaseado con esa idea morbosa y romántica de pasar la eternidad en brazos de su amante?