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Nina apareció en comisaría a las tres en punto, tal y como habían quedado. Caminó hacia el despacho, sin vacilar, y le saludó, gélida.

—En lugar de ir a una de las salas de interrogatorios, nos quedaremos aquí. Estaremos más cómodos.

Por alguna razón, Héctor no quería que el entorno definiera los roles: él a un lado, en posición dominante, inquisitiva; ella al otro, sintiéndose vulnerable e interrogada. En su oficina tenía una mesa redonda que usaba con su equipo en las reuniones informales. Héctor dejó que Nina escogiera una silla y se sentó a su lado. Se disponía a seguir indagando en la vida de Cristina Silva a través de la única mujer que, al parecer, había sido su amiga.

—¿Cómo era Cristina? —preguntó sin ambages.

—Qué difícil es contestar a eso. Cris… —Nina suspiró—. Cris era complicada. No caía bien a todo el mundo. A veces actuaba de una forma demasiado directa, como si no le importara nada. Lo estoy haciendo fatal. Tengo tantas cosas que contar que no sé por cuál empezar, o qué es importante.

—¿Qué fue importante para usted?

Nina casi sonrió.

—Todo. No, no me entienda mal. —Se señaló la mejilla izquierda—. ¿Ve esto? Siempre me había acomplejado. Cris consiguió que me olvidara de ella de verdad. Y no es fácil ignorar algo que ves reflejado en los ojos de todo el mundo.

Hizo una pausa, Héctor presintió que el pudor podía cerrar el grifo de las confidencias. No fue así; Nina tomó aire y siguió hablando:

—Poco después de que empezáramos a vivir juntas, empecé a trabajar en un McDonald’s. No era nada maravilloso, sólo un sueldo con el que pagar las facturas durante unos meses. Trabajaba en la caja, atendiendo pedidos, hasta que un día pasó la supervisora de zona. —Sacudió la cabeza, como si le costara seguir—. Y me despidieron, muy educadamente, claro. La oí hablar con el encargado antes. «¿Acaso no se entera de cuál es nuestra filosofía? Esto es un establecimiento feliz, atendemos a familias felices y tenemos empleados felices. Joder, hasta dibujamos una puta sonrisa con ketchup en las hamburguesas. ¿Usted cree de verdad que esa chica de ahí fuera proyecta felicidad?».

Héctor no supo qué decir. El mundo moderno se mostraba tolerante con muchas cosas; sin embargo, los defectos físicos visibles seguían siendo imperdonables. El miedo al rechazo era algo que se aprendía rápido cuando los adultos esbozaban una sonrisa compasiva y los niños, una mueca cruel.

Nina debió de notar su incomodidad porque prosiguió:

—Tranquilo. Sólo se lo cuento para que se haga una idea. Cris me ayudó a pasar de eso. —Sonrió—. Se lo expliqué un par de días después, tuve que decirle que me había quedado sin trabajo. Más tarde salimos de casa, ya era de noche. Me había preguntado el nombre de la supervisora y había conseguido su dirección. Quizá no debería decirle esto. Llevaba un par de botes de pintura en spray, como los de los grafiteros, y nos dedicamos a dibujar caritas sonrientes en la puerta de su casa. Luego le añadió algo más: «Be happy, hija de puta». Un vecino estuvo a punto de pillarnos al salir del ascensor; nos fuimos corriendo, escaleras abajo. Fue una gamberrada y no solucionaba nada, ya lo sé.

—Pero ¿la hizo sentirse mejor?

—Sí. Bastante mejor, si le digo la verdad. Cristina era así: decidida, descarada, divertida. «Soy mala», decía a veces, como si no pudiera evitarlo.

—¿Era una chica fuerte?

—Mucho. La mayoría de la gente sólo veía eso de ella, su fuerza. Su convicción, su falta de tabúes. Cris hacía lo que quería, iba directa a su objetivo. Y te ayudaba si podía.

Héctor asintió con la cabeza.

—Ha dicho que la gente sólo percibía eso, la fuerza. ¿Quiere decir que existía otra Cris? ¿Una más insegura?

—No sé si era inseguridad. Yo diría que era tristeza. Tristeza de verdad, de esas que duelen.

Héctor repitió el gesto. El retrato obtenido hasta el momento de Cristina Silva rozaba casi lo irreal: la mujer joven del siglo XXI, liberada, sincera, asertiva. Nadie en su juventud podía ser del todo así, y después de haber leído sus cartas y de la conversación con Eloy, no le sorprendió la palabra «tristeza» aplicada a ella.

—¿Qué la ponía triste?

—No lo sé. Nunca lo supe. No es que se echara a llorar ni nada de eso; a veces, un buen día, se encerraba en sí misma, no hablaba. Yo ya la conocía y la dejaba en paz.

—¿Trató de averiguar alguna vez qué le sucedía?

—Si la hubiera conocido, no preguntaría eso. Cris tenía la capacidad de transmitir que no quería hablar con una sola mirada.

—¿En alguna ocasión mencionó Cristina a un hermano? —La pregunta fue hecha en un tono neutro, motivada por la mención a la melancolía de Cristina Silva, pero la reacción de Nina fue evidente.

—¿Hermano? ¿Cris? Tenía una hermana, ¿no?

—En realidad, sí. —No quiso dar más explicaciones y cambió de tema—: ¿Quiere hablarme de ella y de Dani?

Nina sonrió, y esa sonrisa no tenía nada de malicioso.

—Cris estaba muy enamorada. Más de lo que le gustaba admitir. No hubo, antes, en el tiempo que vivimos juntas, nadie tan importante para ella como Dani. Y formaban una pareja estupenda.

—¿Y Ferran?

La pregunta tuvo la virtud de borrar la nostalgia del rostro de la chica al instante y cambiarla por una sombra de aprensión.

—No tengo ni idea. Cris le admiraba: le encantaba lo que escribía, le fascinaba lo mucho que había leído, su cultura. No sé por qué se liaron los tres. Se marcharon cuatro o cinco días juntos a Ámsterdam y de allí volvieron enrollados.

—Y Cris dejó de vivir con usted. En la práctica.

—Sí. No dejó el piso definitivamente, pero pasaba casi todo el tiempo con ellos. Con los dos. Luego, más adelante, las cosas se complicaron.

—¿Por qué?

—Supongo que esas cosas nunca son fáciles de llevar. En realidad, por lo que me contó Cristina, el padre de Daniel apareció un día en su casa y los pilló a los tres en la cama. Eso podría haber sido incómodo y nada más; sin embargo, después de hablar con su padre, Dani cambió. El viejo le había cascado el rollo típico: qué estás haciendo con tu vida y todo eso. A Dani le afectó; empezó a distanciarse, no sólo de Cris, también de los chicos, del grupo.

—¿Y ellos le echaron la culpa a…?

Nina sonrió de nuevo.

—Los hombres siempre se protegen. Para ellos, Cris era la mala de la historia.

—Creo que hubo un concierto al que Dani ni se presentó. ¿Hubo alguna pelea? ¿Alguna discusión? ¿Entre los miembros de Hiroshima?

Nina titubeó. Ella no había ido a hablar de aquello y la pregunta la hizo sentir incómoda. Como si estuviera traicionando a Hugo.

—Supongo. Eso es mejor que se lo pregunte a ellos.

Era obvio que no quería seguir hablando del tema. De hecho, súbitamente miró el reloj. Héctor no estaba dispuesto a dejarla ir aún.

—Tranquila, ya lo he hecho. —Abrió el expediente y sacó la declaración de Nina, de siete años atrás—. En su momento dijo que Cris tenía miedo de Ferran. ¿Lo recuerda?

—Sí.

El ambiente de confidencia se había desvanecido y Nina había adoptado una postura tensa, defensiva.

—¿Cómo fue? ¿Le importa contármelo?

—Todo empezó cuando Cris se marchó unos días. De repente, sin avisar a nadie. Ni siquiera a Dani. A mí me dejó una nota diciendo que se iba, que ya volvería.

—¿Cuándo fue eso?

—Poco después de que hubiera pasado lo del padre de Dani. Unos días antes del concierto.

—¿Sabe adónde fue? ¿O por qué?

Nina meneó la cabeza.

—Supuse que se había peleado otra vez con Dani. Él estaba hecho polvo. Vino a casa a preguntarme por el paradero de Cris porque llevaba días sin noticias de ella. Le dije la verdad: no tenía ni idea de dónde se encontraba.

—¿Estaban preocupados por ella? ¿Pensaban que podía haberle sucedido algo?

Nina desvió la mirada.

—Dani estaba aterrado. Se le había metido en la cabeza que Cris podría haberse hecho algo a sí misma. Yo le tranquilicé. Lo intenté, al menos. Cristina hablaba mucho de la muerte, pero eso no significaba que quisiera morir.

—¿Supo adónde había ido Cristina?

—No. Dani recibió un mensaje mientras estaba en casa y se marchó enseguida sin decir nada. Deduje que Cris le había escrito. Sea como sea, no volvió a tiempo para el concierto. No regresaron hasta varios días más tarde, y cuando lo hicieron, Cris estaba rara.

—¿Tensa?

—Nerviosa. —Nina frunció el ceño al recordarlo, sus hombros descendieron, su cara se llenó de dudas—. Como arrepentida de haberse ido y al mismo tiempo eufórica. Lo que estaba claro era que pensaban instalarse en casa. Preferí dejarlos solos y marcharme con mis padres al apartamento de la playa. Pasé la verbena y me quedé varios días con ellos. Ya no volví a ver a Cris. El día 25, me llamó para decirme que se iban juntos, ella y Dani. Estaba contenta y me alegré. Era lo que les convenía. No me dijo adónde, sólo que primero pasarían unos días en su refugio y luego estarían fuera todo el verano, o más. Dijo que les iría bien alejarse de todos y deduje que se refería sobre todo a Ferran.

—Ha mencionado el refugio. ¿Tenía idea de dónde estaba?

—No. Y fue ese día, antes de irse, cuando Cristina mencionó que lo mejor era que se separaran de Ferran. «Tiene que olvidarse de nosotros». Eso me dijo.

—¿Añadió algo más? ¿Expresó algún temor concreto hacia él?

—Cristina no era de las que confiesan tener miedo, inspector. Repitió varias veces que ella y Dani le estaban haciendo daño, que en su nueva vida no había espacio para él. Después del verano, cuando me interrogaron, pensé que Ferran pudo sentirse traicionado.

Aquello matizaba mucho la declaración de años atrás y Héctor se sintió obligado a insistir.

—Entonces, ¿expresó Cristina tener miedo de Ferran o no? —preguntó directamente.

—Supongo que no. Ha pasado mucho tiempo —dijo en tono de excusa—. Entonces pensé que cualquier otra chica hubiera sentido miedo de aquel amante abandonado.

Héctor asintió. Ya había averiguado lo que quería saber y había llegado el momento de cambiar de tema.

—¿Sabía algo del dinero que encontraron los miembros del grupo?

Habría jurado que Nina se indignaba al oír la pregunta, no tanto porque se la formulara, sino porque se veía obligada a admitir que había vivido en la ignorancia.

—No. Hugo me lo contó el viernes por la noche.

—¿Cristina no le había dicho nada?

Ella negó con la cabeza. Sí, sin duda estaba enfadada. Nadie había confiado en ella: ni su amiga, ni su novio, ni ninguno de los otros.

—No, inspector. ¿Necesita algo más de mí?

Era obvio que el tema la había puesto incómoda.

—Una última pregunta, por favor. ¿Le habló Cris alguna vez de Santiago Mayart, su profesor de escritura?

—¿El reprimido? Cris lo llamaba así. Se burlaba bastante de él, aunque seguía asistiendo a sus clases.

—¿Se burlaba?

—Bueno, siempre lo llamaba así: el «reprimido».

—¿Hubo algo… algún problema con él, por parte de Cris?

—¿De Cris? No, inspector. Ella no tenía esa clase de problemas con los hombres. Y además, por lo que me contaba, dudo que al profe ese le gustaran las chicas.

—¿Es homosexual? —La idea no le parecía imposible, simplemente no se le había ocurrido.

—Según Cris, vivía dentro de un armario más grande que todo el Ateneu.

—¿Y ella cómo lo sabía?

—Las mujeres sabemos estas cosas, inspector. Las notamos enseguida. Sobre todo si el tipo en cuestión anda medio enamorado de nuestro chico o de algún amigo.

—¿Qué quiere decir con eso?

Nina se rió.

—Cris estaba convencida de que el profe sentía algo especial por Ferran y no la soportaba por esa causa.

De repente, después de que Nina le hablara de Santiago Mayart, el teléfono del despacho de Héctor interrumpió la conversación. Habló brevemente con Fort, quien le contó lo averiguado en el estudio del Artista. A continuación, poseído por un impulso súbito, marcó el número de la clínica Hagenbach. Su presentimiento no le había engañado. Ferran Badía no se encontraba en el hospital. Había salido esa mañana y no había regresado. Ante una Nina atónita, Héctor buscó en el expediente el teléfono y la dirección del domicilio de Santiago Mayart. Cuando levantó la cabeza, Nina estaba junto al panel, observando las anotaciones y las fotografías. La mancha de su rostro se había oscurecido. Se sobresaltó y se apartó enseguida, como si la hubieran sorprendido haciendo algo que no debía.

—¿Y esos cuadros?

—Estaban ahí —respondió él—. En la casa donde los encontraron. La casa que ve también en la foto.

Pero ella no la miró. Seguía observando aquel lecho de flores amarillas, aquellos cuerpos abrazados, y luego la única foto que había colgado Héctor de los cadáveres. Apenas se les veía, estaban cubiertos con el hule de plástico, pero Nina se estremeció.

—¿Alguien pintó… esos muertos?

—Me temo que sí. Y ahora, si me disculpa, tendremos que continuar esta conversación en otro momento.