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«El Artista tiene ubicado su taller en uno de los barrios menos bohemios de Barcelona», pensó Leire de camino hacia la calle Casals i Cuberó, paralela a Via Júlia. Se alegraba de estar fuera de comisaría. Hacía fresco y la lluvia había limpiado la atmósfera de la ciudad, aunque no era eso lo que provocaba en ella esa sensación de alivio. La verdad era que tener tan cerca a Héctor, horas después de haber estado realmente cerca, empezaba a hacérsele incómodo. Ella y Fort habían salido de la Ronda de Dalt y callejearon hasta dar con el parque de la Guineueta, mientras charlaban sobre lo que sería de sus vidas si encontraran trescientos mil euros abandonados en un maletín sin dueño.

La calle que buscaban terminaba en dicho parque, y era de agradecer el espacio verde en una zona de inmuebles altos y una gran densidad de población. Nou Barris, el nombre de la zona, era un barrio tradicionalmente obrero. A veces sus habitantes aún decían que «iban a Barcelona» cuando se desplazaban al centro de la ciudad, como si la zona donde residían fuera otra cosa y tuviera poco que ver con el resto de la capital.

Localizaron el taller sin dificultad, pero se encontraron con una persiana metálica bajada. Por suerte, justo al lado había una puerta y, en el portero automático, un timbre algo separado del resto. Leire llamó y abrieron poco después con un zumbido, sin que nadie preguntara quién era. Ante ellos se alzaba una escalera estrecha y, a la izquierda, una puerta entreabierta que, por lógica, tenía que comunicar con aquel espacio que desde fuera se veía cerrado a cal y canto.

—¿Hay alguien? —dijo Fort en voz alta.

Una chica muy joven y bastante delgada se acercó al oírlo, después un perro ladró sin demasiada convicción.

—¿A quién buscáis? —preguntó la chica al tiempo que sujetaba al animal—. Creo que os habéis equivocado de piso.

Su tono de voz era amable, casi dulce, lo que contrastaba con una imagen que habría podido ilustrar un manual sobre el movimiento okupa. Rastas rubias, dos piercings, uno en la ceja y otro en la nariz, y un tatuaje en forma de mariposa que se insinuaba en su hombro. Tenía unos ojos tan azules que eran casi translúcidos y olía a perfume fresco, a limpio.

—Estamos buscando a un hombre al que llaman el Artista —dijo Leire, y se identificó como mosso.

La chica cambió de expresión al ver la placa. Leire no habría sabido decir si su rostro demostraba antipatía o miedo.

—¿Se han quejado los vecinos otra vez? —dijo en un tono que mostraba su hartazgo del tema—. No se cansan nunca…

—No es eso —le aseguró Fort—. ¿Podemos pasar?

—Lucas no está. —Y el perro reforzó la frase con una salva de ladridos.

—Es importante y no tiene nada que ver con los vecinos ni sus quejas, de verdad —repuso Leire.

La chica se apartó de la puerta. En cuanto los dejó pasar, el perro los olisqueó y, asumiendo que su dueña les permitía el acceso, se alejó de ellos enseguida, sin dejar de observarlos. El interior estaba en la más absoluta oscuridad. Sólo unas velas dispersas alumbraban lo justo para no tropezar.

—Estaba trabajando —dijo—, y me concentro mejor a oscuras. Un momento, voy a encender la luz.

Lo hizo, y ambos se lo agradecieron, a pesar de que la iluminación, un fluorescente en el techo, daba un aire desangelado al local. De repente se encontraron en lo que, sin duda, había sido una especie de garaje y ahora habían habilitado como estudio. Había una mesa larga, arrinconada contra una de las paredes, y varios lienzos a medio terminar.

—Por las tardes vienen los otros, pero a estas horas suelo estar sola. Con Lucas.

—¿Viven aquí? —preguntó Leire.

Ella se rió.

—No. Tenemos un piso cerca. Este local estaba vacío y llegamos a un acuerdo con el propietario. Le pagamos muy poco y a cambio viene a las clases. Es un pintor aficionado.

—Ya.

—Si no vienen por los vecinos, ¿se puede saber para qué buscan a Lucas? —preguntó por fin la chica, claramente nerviosa.

—¿Te dicen algo estas fotos? —preguntó Leire acercándose a la mesa, donde depositó las imágenes tomadas en la casa. Aunque ya se había acostumbrado a verlas, al ponerlas de nuevo una al lado de otra revivió la sensación rara que había experimentado la primera vez que las vio, en directo, cuando no eran meras reproducciones sino cuadros que decoraban una estancia lúgubre.

La joven se puso aún más tensa y desvió la mirada.

—Será mejor que esperen a Lucas.

—¿Cómo te llamas? —inquirió Leire. Quería aprovechar el hecho de haberla encontrado a solas y no sabía muy bien cómo ganarse su confianza.

—Diana —respondió, y tanto Leire como Fort sonrieron: el nombre le encajaba a la perfección.

—Diana, estas fotos fueron tomadas en una casa abandonada. Son cuadros que pintasteis vosotros, lo sabemos. No sé si los hiciste tú o Lucas, o alguno de los chicos.

La joven siguió sin decir nada.

—El problema no son los cuadros —prosiguió Leire en tono amistoso—, sino los cadáveres que encontramos en el sótano de ese lugar.

Diana se alejó un paso de la mesa. Su mirada imploraba ayuda, pero no la encontró en los ojos de Roger Fort.

—Vamos, los cuerpos llevaban muchos años allí y no tienen nada que ver con vosotros. Sólo quiero saber por qué escogisteis esa casa y por qué pintasteis esto en particular.

—Lucas decide qué casas decorar —murmuró Diana, reticente—. Y nos dijo que no habláramos de ello. Que lo olvidáramos.

Se pellizcaba con los dedos el labio inferior, como una chiquilla.

—Pero no lo has olvidado, ¿verdad que no? —intervino Fort.

Quizá fue porque notó tensión en el ambiente; lo cierto es que tras esas palabras el animal se acercó a ellos y emitió un gruñido sordo, amenazante.

—¡Sujeta a ese perro! —le ordenó Leire, y la chica lo intentó, pero estaba claro que su tono no expresaba la suficiente convicción.

Fue una voz masculina la que le calmó con un rotundo: «¡Klaus, sit!».

Los tres se volvieron hacia la voz y el perro ladró, entonces de alegría, aunque sus saltos de bienvenida se vieron frustrados por una segunda orden que el animal obedeció al instante. «Vaya —pensó Leire—, Lucas es un hombre que sabe mandar. Y no es en absoluto feo», se dijo a continuación.

El individuo que había entrado sin hacer ruido debía de rondar el metro noventa de altura y había en él algo que hacía pensar en un dios vikingo. Intensamente bronceado, el sol le había dejado muchas arrugas en la piel de alrededor de los ojos, que eran azules aunque no tan diáfanos como los de Diana, sino más apagados, tirando a grisáceos. Llevaba una barba larga y descuidada, y vestía con tejanos y una camiseta ancha. Era difícil calcular su edad; más cerca de los cuarenta y cinco que de los cuarenta, decidió Leire. Además, era atractivo y lo sabía.

—Buenos días. —Ése fue el saludo de la deidad escandinava de la pintura—. Diana, ¿por qué no te vas a dar un paseo con Klaus? Parece nervioso.

El tono afable no conseguía esconder la orden subyacente. Y ella, entre obediente y aliviada por salir de allí, se disponía a hacer lo que le decían cuando Fort la detuvo con un gesto.

—Será mejor que te quedes. Queremos hablar con los dos.

Al dios nórdico no le gustó nada que alguien frustrara sus deseos, pero, aparte de lanzar una mirada incendiaria, no insistió.

—Como queráis —dijo sin sonreír—. ¿Podéis decirme a qué habéis venido?

Lo enunció como si fuera un emperador cuyo palacio ha sido invadido por la chusma, exactamente el tono que irritaba mucho a alguien como Leire Castro.

—Estamos aquí porque estáis metidos en un lío. Y porque queremos que tengáis la oportunidad de explicaros aquí en lugar de llevaros a comisaría.

—¿A comisaría? ¿Acusados de qué? —La pregunta era irónica—. ¿De pintar en casas vacías?

—No. De complicidad en un caso de homicidio. O de obstrucción a la justicia. Depende.

—¿Qué? No me hagas reír.

—¿Nos estamos riendo? —Roger Fort dio un paso al frente.

—Vale, vale. Tranquilo. —El gigante se dejó caer en un sofá destartalado que apenas parecía poder aguantar su peso—. Nosotros no tenemos nada que ver con los muertos. Supongo que venís por eso, ¿no? Por los cuadros de la casa del aeropuerto.

Los miró con el aplomo de quien ha tratado en otras ocasiones con agentes de la ley. Diana se había sentado en el suelo con las piernas cruzadas, y observaba la escena con aquellos increíbles ojos azules extremadamente abiertos mientras acariciaba al perro, que se había tumbado a su lado.

—Nos dedicamos a intervenir en casas vacías en señal de protesta —continuó Lucas—. Dejamos nuestro arte allí, para demostrar que esos lugares merecen ser habitados. Al mismo tiempo, nos da la posibilidad de mostrar nuestra obra. No me digan que no son buenos. —Sonrió—. Éstos los hice yo personalmente.

Leire tenía las fotografías en la mano.

—Diría que los hiciste por alguna razón. Esas imágenes podrían ser las ilustraciones de un relato.

—¡Qué lista! Lo son. Fue un encargo. Alguien me hizo llegar un libro con un relato señalado, «Los amantes de Hiroshima», y me pidió que creara lo que ese cuento me sugiriera a cambio de una buena propina. El dinero me da igual, suelo hacerlo gratis, pero el cuento me gustó. Además, cobrar me pareció una buena idea, para variar: los artistas también comemos todos los días.

—¿Quién los encargó?

El pintor meneó la cabeza.

—Ni idea. Me dijo que prefería no darme su nombre y que recibiría el dinero en efectivo. También me pidió que me ocupara personalmente de los cuadros, tanto de realizarlos como de colgarlos en la dirección que me dio.

El perro soltó un gruñido y Fort advirtió que Diana había interrumpido sus caricias.

—¿Y tú, Diana? ¿Sabes de quién se trataba?

—Ella no sabe nada —respondió el pintor.

—Ella es capaz de hablar por sí sola —repuso Leire, y dirigiéndose a Diana, repitió la pregunta en un tono más suave—. Oye, es importante que averigüemos la verdad. ¿Tienes alguna idea de quién estaba detrás de ese encargo?

La joven no contestó y Leire se acercó a ella.

—Ya os he dicho que no tiene nada que decir —dijo Lucas interponiéndose entre ellas.

—Muy bien —intervino Fort sacando las esposas—; en vista de la falta de colaboración, nos vamos todos a comisaría.

—¡No! —El grito había salido de la garganta de Diana y resonó en aquel espacio casi vacío con tanta fuerza que el perro se escondió, asustado—. No me encierren en ningún sitio. No lo soporto.

Temblaba, aterrada.

—¿Veis lo que habéis conseguido? —dijo Lucas, y se agachó para coger a la chica por los hombros—. Tranquila, no dejaré que te lleven a ninguna parte.

Ella se levantó y se dejó abrazar. Al lado del dios parecía una mortal débil y asustada.

—¿Por qué no nos decís la verdad? —dijo Leire en tono razonable—. Toda la verdad.

—Ya te la hemos dicho. Nos pagaron por pintar y colgar esos cuadros en la casa. Ya está.

—¿Y qué hicisteis con el libro? —De pronto, Fort había recordado la descripción que Mayart había hecho de la chica que le pidió que firmara el ejemplar de Los inocentes.

Por una vez, Lucas pareció no tener respuesta. Diana seguía en silencio, protegida por los brazos fuertes del pintor.

—Diana, tú fuiste a ver a Santiago Mayart, el autor del libro, y le pediste que lo dedicara a Daniel y Cristina. —Hablaba en un voz baja y serena—. Sabemos que lo hiciste. Sólo queremos que nos digas por qué.

También Lucas miró a la chica, con una expresión entre curiosa y enojada. Sin duda, no estaba acostumbrado a que ella le ocultara algo.

—Diana, ¿lo hiciste? —inquirió el Artista.

Ella asintió.

—Era un favor. No te lo conté porque no me gusta hablar de esos meses y de la gente que conocí allí. Me pidió que le diera tu e-mail, Lucas, para hacerte llegar el encargo. Sabía que nos iría bien un poco de dinero. Perdóname.

—Ahora entiendo por qué insististe en que me leyera el dichoso cuento. ¿Y quién coño te lo pidió?

—Calla —dijo Leire—. Aquí las preguntas las hacemos nosotros. Diana, dinos, ¿quién fue?

—Ferran. —Los ojos azules de Diana se habían empañado por las lágrimas—. Lo conocí en la clínica Hagenbach, cuando me ingresaron en octubre, por el principio de anorexia. Nos hicimos amigos y, cuando salí, seguimos en contacto.

Volvió a mirar a Lucas, que se había alejado un paso de ella y la observaba como si no pudiera creer que la chica tuviera vida propia.

—Lo hice por ti, por nosotros… No te enfades —repitió—. Yo no sabía nada de los muertos, ¡te lo juro! Ferran sólo me dijo que nos encargaría los cuadros si yo luego conseguía el libro firmado y se lo hacía llegar a la policía. No me dijo por qué, sólo me lo pidió como favor. Cuando entras en un sitio como ése necesitas amigos, y él estuvo a mi lado.

Miró a Fort y añadió, en voz baja:

—Después de que fuerais a la escuela donde yo estudiaba, un amigo me avisó y… Te seguí hasta tu casa y te vi con el perro; era el mismo que rondaba la casa mientras estuvimos allí. Al día siguiente volví con Klaus. Tu perro se escapó al reconocerlo. Ya sabéis el resto.

—Yo no tengo nada que ver con toda esta locura —afirmó el dios nórdico, que parecía haber descendido de su pedestal—. Sólo pinté los cuadros y los colgué en la casa. Cuando me enteré de lo de los cadáveres eliminé cualquier rastro de las fotos en nuestra página.

Diana le miró, y en sus ojos azules se leía algo que podía ser tristeza o decepción.