El llanto sonoro de Abel pidiendo su ración de comida había llegado justo a tiempo. Después de una tarde entera de argumentaciones, de hipótesis que se estancaban, de sospechas que rozaban la paranoia, el niño había reclamado alimento con instintiva sensatez y ella se había apresurado a proporcionárselo. Entretanto, Héctor fumaba en el diminuto balcón, apenas cuatro baldosas con vistas, en una muestra de discreción que ella apreciaba.
A última hora ella había entrado en su despacho, donde él permanecía encerrado desde la mañana. No era una conducta habitual, y menos a puerta cerrada, aislado de todo. Enseguida había notado que algo le ocurría y, tras una breve vacilación, le había pedido que confiara en ella. Ya en su piso, habían repasado una historia que se sabían de memoria. Unos hechos que no cambiaban y que dejaban poco margen a la especulación. El tráfico de mujeres; la muerte brutal de Kira, la chica nigeriana; la paliza al doctor; la suspensión temporal de Héctor; la visita de Ruth a la consulta. Luego, el asesinato de Omar a manos de su abogado, algo que en teoría dejaba el caso más que cerrado. Un final falso, que tuvo un epílogo trágico y desconcertante cuando Ruth desapareció de su casa, y al que ahora se sumaba ese capítulo inesperado, esa carta salida de la nada. La identidad del remitente era un nuevo interrogante en una historia que ya tenía demasiados, y al que se incorporaba, además, la figura de un policía de la época franquista.
Leire contempló a Abel, pensando que en aquellos días, cuando Ruth desapareció, el niño era apenas una posibilidad, una sospecha leve. Una presencia ausente, al revés que Ruth ahora; su ausencia era tan palpable que casi dolía pensar en ella.
Juan Antonio López Custodio, alias el Ángel. Un episodio añadido al misterio. Y había algo más que ella no había querido explicar a su jefe para no inquietarle. Leire tampoco conseguía olvidar la cara de Bellver de días atrás: una mirada rencorosa, de esas que los tipos como él sólo lanzaban por la espalda. Cobarde, en definitiva.
Abel terminó entonces y ella se levantó, con el niño apoyado en el hombro; sabía que le encantaba descubrir el mundo desde aquella atalaya privilegiada. Héctor se volvió a medias y, al sonreírle, ella fue consciente de que, después de estar toda la tarde allí, discutiendo sobre un caso como lo habrían hecho en una de las salas de comisaría, se sentía extraña en su propio comedor. Quizá por eso se dio la vuelta y paseó con Abel en brazos mientras Héctor entraba de nuevo.
—Creo que es hora de que me vaya. Ya ha dejado de llover y llevo toda la tarde invadiendo tu casa.
—¿De okupa? —bromeó ella—. Bueno, mientras no pintes cuadros macabros en las paredes, puedes quedarte. Aunque un toque de decoración no me vendría mal.
Él se rió, casi a su pesar.
—Pese a mis múltiples talentos, dudo que en eso pueda ayudarte.
«Al menos le he sacado una sonrisa», pensó Leire, imaginando lo solo que debía de haberse sentido en las últimas horas. La idea la conmovió un poco, así que forzó enseguida un cambio de tema.
—No has llegado a contarme qué impresión te causó Ferran Badía.
Era verdad; habían estado tan absortos que se habían olvidado del otro caso durante esas horas.
—Desde luego es un chico perturbado —dijo él, después de una pausa, escogiendo las palabras con cuidado—. E intuyo que sabe más cosas de las muertes de sus amigos de las que cuenta.
—Pero ¿les quería? No acabo de imaginarlos juntos. Por lo que han dicho los otros, eran tan distintos…
—Yo creo que sí. A veces esas cosas suceden: la gente se enamora de quien menos le conviene. O de quien no debe. O simplemente de quien no le da bola.
—Sí. —Leire notó que Abel se había dormido y lo acostó en la cuna—. En eso todos somos igual de complicados.
—No siempre —dijo él—. A veces las cosas surgen de forma natural: eres joven, te enamoras, te casas. Claro que eso no significa que vaya a durar para siempre, sólo que sus inicios son fáciles o eso nos parece ahora. Cuando nos conocimos, Ruth y yo, éramos unos críos. Yo tenía veintiún años y ella dieciocho recién cumplidos.
—¿Dónde fue?
—En un concierto. Bueno, nos habíamos visto antes, pero fue allí donde… Ya sabes. Era larguísimo, patrocinado por Amnistía Internacional o algo así. Actuaban los mejores del momento. Al final salió Bruce. Cantó The River. Te imaginás. Ríos de hormonas juveniles, la chica más guapa del lugar, un pibe argentino sin demasiados amigos. La corriente nos llevó —añadió con una sonrisa triste—. Pero la boda nunca es el final de nada, a pesar de lo que dicen las películas y los cuentos de hadas.
Leire sonrió para sus adentros. A su jefe se le escapaba el acento argentino sólo en determinados momentos, y la nostalgia debía de ser uno de los detonadores. Tenía razón en algo: la boda no era el desenlace, sino el comienzo de otra película.
—No me digas esto ahora.
—¿Planes de matrimonio?
—De momento sólo eso, planes por decidir —admitió Leire.
No comprendía por qué la conversación, que durante la tarde había sido impecable y profesional, se empeñaba en deslizarse despacio por una pendiente más íntima. Quizá fuera la noche, la sala en semipenumbra para que la luz no molestara a Abel, o la tormenta de primavera que había azotado por sorpresa la ciudad. Quizá simplemente que, más allá de sus trabajos, eran dos personas que atravesaban situaciones personales delicadas por motivos distintos.
—¿Quieres cenar algo? La canguro no sólo cuida de maravilla a Abel, a veces le sobra tiempo para dejarme comida preparada.
Lo había dicho sin pensar y mientras hablaba se arrepintió.
—No. Debo volver a casa. Ya está bien por hoy.
—Como quieras. —¿Había una nota de decepción en su propia voz o sólo se lo había parecido?
Tal vez él había notado algo, porque en lugar de marcharse dijo en voz súbitamente baja:
—No tengo nada de hambre, pero te agradecería un café.
—Claro. Ven a la cocina. Éste es café de verdad, no como el de comisaría.
Leire metió una cápsula en la máquina y la cocina, diminuta, se llenó de un aroma reconfortante que a ella siempre le recordaba al desayuno de los mayores.
—¿Leche, azúcar?
—Todo —dijo él sonriente.
Sin saber muy bien por qué, se sentía rara en su cocina, preparándole un café a su jefe.
—Gracias, Leire. —Él estaba apoyado en la encimera y cogió la taza—. Por todo. De verdad.
La miró fijamente al decírselo, y en sus ojos cansados ella vio que, de alguna forma, aunque las cosas estuvieran igual, Héctor se había quitado durante unas horas el peso que llevaba encima. Compartirlo no resolvía nada, por supuesto, sólo aliviaba la carga.
—Seguiremos en ello, inspector —dijo Leire—. Aclararemos esto.
—A veces pienso que no es posible. Que la muerte de Omar me robó la posibilidad de hacer justicia, además de a Ruth.
—No. —Ella dio un paso hacia Héctor y en aquella cocina reducida, un paso, en cualquier dirección, era significativo—. Confía en ti, inspector Salgado. Y confía un poco en mí también. No vamos a dejar que nos ganen esta partida. Estamos juntos en esto, Héctor.
Lo que sucedió a continuación no estaba previsto, aunque después Leire no pudo decir que la hubiera sorprendido tanto. Fue un encadenamiento de pequeños gestos que se inició tal vez con ese plural, ese paso adelante, con la mano de ella suspendida en el aire sin atreverse a apoyarse en su brazo, y siguió con una mirada de Héctor que mezclaba el deseo con la sorpresa, como si viera a la agente Leire Castro por primera vez, como si la palabra «juntos» tuviera un significado implícito que acababa de descubrir. El primer beso fue un simple roce de labios, y ahí hubieran podido detenerlo, aquél debería haber sido el momento en que uno de los dos aplicara el sentido común, la prudencia, la más pura precaución; conceptos que cruzaron por sus mentes en un segundo y fueron descartados en menos tiempo aún, lanzados al suelo como la ropa y pisoteados sin miramientos, porque en ambos casos no eran sino barreras que entorpecían el avance ansioso de sus manos y la súbita necesidad del contacto piel con piel.