Hacía mucho que no visitaba su tumba, pero aquel viernes por la tarde, antes de salir hacia la casa de Pals, Lluís Savall sintió la necesidad de esa compañía intangible que dan los muertos. Condujo hasta el cementerio de Collserola y una vez allí, protegido por el paraguas viejo que llevaba en el coche, caminó entre las tumbas hasta encontrar el panteón de su familia. «Panteón —pensó—, una palabra rimbombante que en poco se adecúa a la realidad de este sepulcro austero, casi abandonado». Helena era de esas personas que cumplía con las tradiciones y se molestaba en llevar flores cada 1 de noviembre; en mayo, seis meses después, lo único que quedaba en los jarrones era agua sucia y tallos muertos. Allí reposaban sus padres, ambos fallecidos años atrás. Allí yacían también los restos de su hermana.
Savall estaba seguro de que su hermana no habría querido pasar la eternidad, si es que existía, enterrada con su familia. Sin embargo, cuando llegó el momento de decidir, había sido la solución más práctica. Él no creía demasiado en la otra vida, y sostenía que le importaba poco lo que hicieran con su cuerpo una vez muerto. «No es del todo verdad», pensó. En el fondo todos deseamos que nos echen de menos, y un lugar físico donde centrar esa añoranza lo hace mucho más fácil.
«María del Pilar Savall i Lluc, 1951-2003». Su hermana había fallecido con menor edad de la que él tenía ahora, aunque, si era sincero consigo mismo, Pilar había muerto mucho antes. El cáncer había puesto fin a una existencia vivida con desgana; había destrozado el cuerpo, sí, pero cuando el alma ya estaba hecha pedazos. A veces pensaba que, antes de extenderse, el mal había empezado por ahí, royendo su espíritu desgajado y frágil.
Ojalá lo hubiera sabido antes. El muro de silencio que habían edificado en su familia era tan impenetrable como el mármol de la lápida y había tenido como consecuencia la casi ruptura de relaciones entre él y Pilar, que en realidad nunca habían estado demasiado unidos. Cuando echaba la vista atrás, intentaba recordar alguna frase, alguna palabra que él hubiera podido interpretar, y llegaba a la conclusión de que, si las hubo, el joven Lluís no les había prestado atención. Su padre se había empeñado en enviar al chico a estudiar a un internado religioso, y cuando Pilar sufrió su tragedia, esa que la marcó de por vida, él seguramente estaba saltando aquel maldito potro o haciendo flexiones. Los siguientes recuerdos que tenía de su hermana le mostraban a una joven marchita e insatisfecha que había amargado la vida de sus padres. A él, de hecho, no le dirigió la palabra durante años, desde que se enteró de sus intenciones de ingresar en el cuerpo. Cabe añadir que el silencio de su hermana tampoco le había importado mucho.
Pilar había abandonado la casa familiar y apenas volvía, salvo para pedir dinero a su madre. Nunca tuvo un trabajo con futuro, ni una pareja estable, ni un detalle con la familia. Ni siquiera había asistido a la boda de su hermano. A los entierros de sus padres sí, aunque no se había dignado a derramar una sola lágrima por ellos. Por eso le sorprendió su reaparición a finales del verano de 2002, nueve años atrás. Estaba muy enferma, la visión de su rostro demacrado le impresionó: la piel parecía una capa de cera; los pómulos, dos picos agudos, capaces de atravesar aquellas mejillas hundidas. Se había negado a recibir quimioterapia y había optado por ridículos tratamientos alternativos que lo único que conseguían era que el dolor la consumiera. No había ido a verlo para quejarse ni para intentar una reconciliación con el único hermano que tenía antes de dejar una vida que no le importaba demasiado. Había ido a pedir ayuda y a reclamar venganza; había ido a contarle una historia del pasado que la devoraba por dentro igual que el cáncer.
Pilar tenía diecinueve años cuando la detuvieron y la llevaron a las dependencias policiales de Via Laietana. Diecinueve jóvenes y revolucionarios años. Savall meneó la cabeza; los indignados que clamaban por la falta de democracia deberían haber vivido la época en que esa consigna era la pura verdad. Ella no había sido la única; con la llegada de la democracia fueron muchos los que contaron una historia parecida: el simple pánico que inspiraban las salas del segundo piso de la comisaría hacía que muchos contaran lo que sabían y lo que no; a los más reticentes, a los que plantaban cara, les esperaba una paliza. Pero el caso de Pilar había sido distinto, en parte porque el tipo que la denunció, aquel poli con cara de ángel, se ensañó con ella, quizá porque ya la conocía de la universidad y le tenía ganas. No se había contentado con golpearla, no; aquel cabrón quería otra cosa, y en una celda aislada, sin posibilidad de salida, entre las burlas de los cuatro amigotes fieles que lo jaleaban desde el otro lado de la puerta, la había violado durante dos días consecutivos, hasta que un mando decente —alguno había también incluso entonces— había puesto fin a la tortura.
«No puedo soportar que él me sobreviva —le dijo aquella tarde—. Si voy a morir, quiero ver pasar su cadáver primero». Su hermano supo entonces quién era ese «él» con nombres y apellidos, el hombre que había golpeado y violado a su hermana en comisaría, un policía de cuando el cuerpo empleaba sádicos con licencia para torturar: Juan Antonio López Custodio. El Ángel, que, según Pilar, había regresado desde el infierno.
No debería haber accedido; tendría que haber frenado la compasión y la rabia, pero no pudo. Averiguar cosas sobre ese hombre fue el primer error. Si sus pesquisas le hubieran ofrecido la figura de un derrotado, él habría ignorado los deseos de su hermana. No fue así. Juan Antonio López era rico, vivía bien. A medida que fue conociendo al personaje su odio se hizo más fuerte. Ordenar una muerte era fácil si uno sabía a quién acudir. Y él conocía al hombre perfecto para ello.
«Fue lo único que pude darte y sé que lo apreciaste», murmuró frente a la tumba de su hermana. La lluvia volcó los jarrones y los restos de las flores se deslizaron sobre la lápida. Lo último que ella le dijo, antes de que la inconsciencia se apoderara de los restos de su maltrecho cuerpo, fue un sentido «gracias». Durante años, hasta que volvió a oír ese nombre en labios de Omar, Savall estuvo convencido de que se había hecho justicia. Pagar por la muerte de otro le convertía moral y legalmente en un asesino, y sin embargo nunca se sintió así. Él no le había visto morir, no había disparado un arma o empuñado un cuchillo. Sólo había entregado una buena suma de dinero a cambio de un servicio, y en el pago se incluía la discreción. Estaba claro que, por alguna razón, la persona a quien había contratado se había ido de la lengua con Omar. Aquel viejo parecía saberlo todo. «Ojalá te pudras en el más oscuro de los pozos», musitó.
En los días que siguieron a aquella extraña propuesta del viejo curandero, él había vivido con el alma en vilo, hasta que, constatada la desaparición de Omar, había decidido intervenir de manera activa. Proteger a Ruth, llevándola a una casita que había sido la única propiedad de su hermana en el momento de su muerte y que él se había negado a vender por un sentimiento de romanticismo absurdo. Allí estaría segura, había pensado Lluís Savall. Nadie podría encontrarla en una casita de Tiana en los tres días que faltaban para que se cumpliera el maldito plazo puesto por Omar. Eran setenta y dos horas. Sólo tres días.
Nunca se había sentido tan culpable como en ese momento. La oración acudió a sus labios a pesar de que no se consideraba creyente. Lluís Savall rezó por él, por Pilar. Y por Ruth Valldaura.