36

Había caído la tercera ronda de cervezas y la cuarta estaba en fase terminal. Leo ya no protestó cuando Isaac fue a pedirlas. La lluvia quizá había vaciado las calles, pero no había atraído clientes al bar, de manera que seguían solos, en una mesa arrinconada donde podían hablar con libertad.

—Están buscando información sobre el dinero —dijo Leo, aunque tanto Hugo como Isaac ya lo sabían—. No tienen ni idea de cómo aparecieron esos diez mil euros en la mochila, con los cadáveres, pero les extraña.

—¿Cómo sabes que son diez mil? —preguntó Isaac—. A mí no me lo dijeron.

Leo le miró con el mismo aire de superioridad que solía adoptar años atrás.

—Hablé con la madre de Dani. Ella me lo contó.

—Bueno, ¿y qué pasaría si lo descubrieran? —preguntó Hugo. Había dejado la cerveza en la mesa y le arrancaba la etiqueta con una concentración inusitada—. Quiero decir, ¿a quién le importa ya? Ha pasado un porrón de años.

—Claro que importa —replicó Leo, y se inclinó hacia su amigo para poder bajar la voz—. ¿No te das cuenta? Tenían diez mil euros encima. Nosotros sabemos por qué. Lo que ignoramos, al menos yo, es dónde está el resto. Los sesenta y cinco mil que faltan de su parte.

Hugo dejó la botella en la mesa. La etiqueta se le había pegado a la mano y él se la sacudió.

—¿Habéis pensado alguna vez qué habría pasado si no hubiéramos encontrado ese dinero?

—¿Te vas a poner filosófico ahora? —La pregunta de Leo era más bien un comentario mordaz—. ¿Es por la perilla o por la edad?

—No seas gilipollas.

—Al parecer, para ti y para tu novia yo soy el malo de la película. Muy cómodo adjudicar el papel a alguien y eludir cualquier responsabilidad. Tú mismo lo dijiste entonces: «El dinero no tiene nombre». Todos estuvimos de acuerdo en quedarnos la pasta.

—Yo no quería dejar fuera a Dani —intervino Isaac—. Vosotros os empeñasteis en eso. Tú te empeñaste, Leo.

Había hablado poco durante toda la tarde, tal y como solía hacer en el pasado. Entonces era un chaval que aún no había cumplido los veinte, algo acomplejado ante Leo y Dani, universitarios más o menos flamantes.

—Ah, claro —exclamó Leo—. Ahora échale la culpa a…

—Tito León. —Hugo acabó la frase y todos se rieron, incluso el objeto de la burla. La risa destensó un poco el ambiente—. No, en serio, nadie te echa la culpa de nada. Sólo quería decir que nuestras vidas cambiaron, que de algún modo lo dejamos todo a un lado. Lo que queríamos, nuestros proyectos.

—Tampoco teníamos tantos —remachó Isaac—. Al menos yo. Empecé a tenerlos a partir de ese momento, si os digo la verdad.

—¿Y cuáles han sido? ¿Qué hemos hecho? Hablo por mí: tengo un bar que está a punto de cerrar. En realidad, estoy como hace siete años. Eso es lo que quería decir. Entonces pensamos que el dinero sería eterno, que nos ayudaría a alcanzar un sinfín de metas. Que cien mil euros nos resolverían, si no la vida, sí al menos una buena parte del futuro.

—Éramos unos ingenuos, eso es cierto. Pero ¿quién no lo es a los veintitantos? Joder, cien mil euros eran una pasta, Hugo —dijo Leo.

—Al final fueron menos —repuso éste.

—Sí. El cabrón de Dani se llevó lo que consideraba su parte.

—¿Estás seguro? —dudó Hugo.

—Ahora más que nunca. ¿De dónde hubieran sacado él y Cris esos diez mil si no fue así?

Hugo se calló, no tenía respuesta para eso. Isaac bebió, jugueteó con el mechero.

—A ver, tampoco cometimos ningún delito —terció Leo.

—¿Ah, no? —Isaac sonrió—. Venga, Leo; ese dinero era de Vicente. De su mujer, de su hijo.

—¡Anda ya! La pasta estaba en la furgoneta y él estaba muerto cuando lo encontrasteis. Quizá pensara compartirlo con su mujer o quizá pensara largarse y fundírselo en putas y drogas. No, esos trescientos mil euros estaban ahí y, como dijo Hugo, no tenían dueño.

—Si tú lo dices… —cedió Isaac.

—Creo que en parte fue la cantidad, ¿no lo habéis pensado? —preguntó Hugo—. Lo que nos hizo pasar de Dani a la hora de repartirlo. Cien para cada uno. Sonaba perfecto.

—No te hagas el ingenuo, Hugo —exclamó Leo—. No se lo dimos porque no se lo merecía. Porque nos dejó colgados y reapareció en el local tres días después con su cara de niño bonito, como si no hubiera pasado nada. «Chicos, he tenido un problema. Tranquilos, ya habrá otros conciertos». Fue entonces cuando decidimos no dárselo, y sé que volvería a hacerlo ahora.

—¿También volverías a pegarle? —preguntó Hugo.

—Se había ganado un buen par de hostias —repuso Leo—. Llevaba tiempo buscándolas y se las llevó. Además, Dani no era tonto; se olía que algo pasaba. Estábamos demasiado emocionados y habría acabado averiguando el porqué. La pelea sirvió al menos para que se fuera y no hiciera más preguntas.

A pesar de la explicación, ninguno de los otros dos había olvidado la rabia que embargaba a Leo cuando se lanzó contra Dani; sus puñetazos cargados de un rencor que no se avenía con ese discurso lógico.

—Lo que no me entra en la cabeza es cómo se enteró de que lo teníamos —concluyó Leo.

La última frase había sonado a acusación. La misma que se había lanzado siete años atrás cuando descubrieron que faltaba una cuarta parte exacta del dinero encontrado. En aquel momento vivieron el mismo malestar, aumentado porque no lograron localizar a Dani ni a Cris. Cuando se percataron del robo, si es que podía llamarse robo a esa sustracción proporcional, la pareja ya se había marchado.

—Ya hablamos de eso, Leo. —Hugo no tenía ganas de volver a discutirlo—. La pasta se quedó en el local y Dani tenía una llave, como todos. Pudo ir cuando no había nadie, encontrarlo por casualidad y pensar que una cuarta parte le pertenecía.

Leo asintió a regañadientes.

—Estaba bien escondido.

—No teníamos por qué decírselo. Todos perdíamos con ello, ¿no crees?

—Isaac quería darle una parte.

—¡Eh! —protestó el aludido—. Ya os dije que no lo hice, ni se lo conté a nadie.

—Ahora no importa —insistió Hugo—. Mañana iremos a comisaría, y quiero que sepáis que pienso contar la verdad.

—¿La verdad? —preguntó Leo.

—Al menos la parte que sé. Escuchad, era distinto cuando creíamos que Dani y Cris se habían largado. Ya sabemos que no fue así. No pienso ocultar nada esta vez.

—¿Estás loco?

—Hoy he quedado con vosotros para decíroslo. Chicos, ya no tenemos veinte años. Esto es una investigación por asesinato u homicidio, o como se llame. No voy a meterme en un lío por un dinero que, al menos en mi caso, ya ni siquiera existe. Dani y Cris están muertos, joder. Alguien se los cargó a golpes. Sin piedad. Quedarse callado es, de algún modo, convertirse en cómplice de un asesino.

Esa verdad irrefutable cayó sobre los tres. Fuera seguía el diluvio. Un temporal potente, de esos que dejaban las calles limpias y olor a hierba incluso en plena ciudad. Dentro del bar, en cambio, se respiraba un calor tedioso, cargante; un ambiente que encharcaba las conciencias y despedía un hedor culpable, temeroso. Desconfiado.

—Nadie tiene por qué averiguarlo —dijo Isaac—. Si hemos guardado el secreto, todo depende de nosotros. —Buscó la confirmación en los ojos de los otros dos.

—Nina no sabe nada de esto —repuso Hugo—. Le dije que había cobrado una herencia de mi abuela y que no lo comentara demasiado porque a mi hermano no le había dejado nada. Pero tampoco me queda mucho. Entre arreglar el bar, los viajes, algún capricho… A la mierda. Parecía tanto entonces, ¿verdad? Y al final no ha durado ni siquiera unos años. Pero eso ya no importa. Os repito que pienso contárselo todo a los mossos. ¿Tú qué dices, Leo?

Leo respiró hondo y no respondió enseguida. Luego, sin levantar la vista de la mesa, admitió lo que le preocupaba desde que los mossos lo interrogaron, desde que recordó que, en una noche de sexo y confesiones, había presumido ante Gaby de sus aventuras juveniles. La vida de ella parecía tan azarosa, tan apasionante en comparación con la de un chico bien de la Barcelona postolímpica, que no había podido evitar dárselas de gamberro, de granuja metido en líos juveniles, de canalla que quemaba coches y se quedaba con una pasta encontrada por azar. Eso excitaba a las mujeres y él lo adornó cuanto pudo, dándoselas de líder ante su novia, que lo miraba estupefacta y un poco escéptica.

—Genial —dijo Isaac cuando el otro hubo terminado—. ¿Y esa tía? ¿Es de las que saben guardar un secreto?

—Ya no estamos juntos. No acabamos bien —concedió Leo.

—Entonces más a mi favor —dijo Hugo—. Prefiero contar la verdad a que lo averigüen por otra vía. Os guste o no, será lo mejor para todos. Y lo más decente.

—No me vengas con decencias ahora, Hugo —objetó Leo—. Es demasiado tarde para eso. He estado pensando y tengo una idea mejor que contar la verdad. Escuchadme bien antes de decidir.

Le escucharon, y, como de costumbre, la seguridad de Leo empezó a erosionar sus propias convicciones. Éste supo que terminarían accediendo: así lo habían hecho en el pasado. Hugo se mostró más reticente, embargado por aquel ataque de sinceridad que parecía haberle nublado el juicio. Isaac permaneció en silencio y sólo asintió al final, cuando Leo hubo expuesto toda su teoría. Por una vez se puso automáticamente de su lado, y su postura acabó derrumbando las dudas de Hugo.

Lo que ninguno de los otros dos sabía era que Isaac tenía sus propias razones para estar de acuerdo. «A la mierda con el dinero —pensó—. Si todo sale bien, si mañana los mossos se creen esta historia, romperé con todo. Es lo más decente que puedo hacer».

Nina no había visitado un centro psiquiátrico en su vida, de manera que no sabía muy bien qué se encontraría. No esperaba, sin embargo, la visión de aquel espacio cuidado, de amplios jardines empapados por la lluvia. Se dio cuenta de que ella misma seguía mojada y de que el taxista le dirigía una mirada de reprobación en cuanto la dejó en la puerta, al comprobar las huellas húmedas en el asiento de atrás.

Pagó, añadiendo algo de propina a modo de disculpa, y cruzó la puerta de lo que parecía la recepción de un hotel vetusto, con solera. La única diferencia era el uniforme blanco de la recepcionista. Por lo demás, tuvo la impresión de acudir a una cita en lugar de visitar a un paciente. Sí, Ferran Badía la esperaba, le indicó con amabilidad la enfermera. En la biblioteca.

Hacía siete años que no le veía, y ni siquiera en aquella época se habían frecuentado en exceso.

—Me alegro de que hayas venido —le dijo en cuanto cruzó la puerta.

Ella, en cambio, no estaba tan segura de querer estar ahí. Ferran la había llamado semanas atrás con una petición inusual. Ese chico nunca le había resultado simpático; o peor, en su momento, su irrupción en la historia de Cris y Dani le había molestado. Le costaba admitirlo; en aquellos días ella también se habría conformado con un tercer puesto, con ser un vértice del triángulo. Cris y Dani habían escogido a Ferran y eso, entonces, le había dolido. Era absurdo. Ahora, con el tiempo, se alegraba de cómo habían sucedido las cosas: ella estaba con Hugo, era feliz; Ferran, por contra, se encontraba allí, encerrado en una clínica con aires de balneario anticuado.

—¿Cómo estás? —le preguntó.

—Mucho mejor —dijo él—. ¿Has traído lo que te pedí?

Ella abrió el bolso. Sacó el cuaderno.

—Espero que no se haya mojado. —Dudó antes de dárselo—. Ferran, ¿sabes que han encontrado los cuerpos?

—Por supuesto. Un inspector vino a verme ayer.

Lo dijo con una calma pasmosa.

—Yo no los maté, Nina. Los quería. Igual que tú. Supongo que no me crees, pero es la verdad.

Eso mismo le había dicho en sus llamadas, que empezaron tres semanas atrás. Lo había repetido hasta que ella había comenzado a creerle. Aun así, ignoraba para qué quería el cuaderno donde escribía Cristina. Ella lo había leído sin encontrar nada raro en aquellos relatos que no conseguía comprender del todo. Se lo dio, y Ferran se abalanzó sobre él como si de un tesoro se tratara. Pasó las páginas hasta encontrar lo que buscaba y luego sonrió. Era raro, su boca sonreía y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Ya falta poco —murmuró él.

—¿Poco para qué?

—Poco para terminar el libro. Para que la historia llegue a su desenlace.

Estaba loco; el brillo de sus ojos y el énfasis en sus palabras la asustaron. Se arrepintió de haber ido, de haberle entregado el cuaderno, que había quedado abierto en la mesita, e injustamente culpó a Hugo por empeñarse en viajar a Barcelona.

—¿Qué historia, Ferran?

—La de ellos. La nuestra. La de su asesino. —La sonrisa se había esfumado—. Mañana a estas horas todo habrá terminado.

—Me das miedo.

—Nunca te caí bien, ya lo sé. Pero tú y yo los queríamos. Eso nos convierte en aliados, de algún modo.

Nina se sintió incómoda, porque era cierto y a la vez no lo era. Lo que en su día la turbaba tenía poco que ver con el sosiego de vivir junto a Hugo. En aquellos momentos, cuando Cristina y Daniel regresaron de dondequiera que estuvieran y se instalaron en el piso de ellas, Nina había optado por huir. Eran sólo una pareja, pero ella sabía desde siempre que no podría convivir con ellos sin caer en aquel triángulo tentador, como Ferran. Ahora, al pensarlo, dudaba cuál de los dos sentimientos la hubiera llenado más.

—¿Qué buscabas en el cuaderno? —preguntó. Aquel pasado deliberadamente enterrado afloraba y la sumía en la misma inseguridad de siete años atrás. Como la mancha, aunque a ratos se olvidara de ella, siempre seguía allí.

Él sonrió de nuevo.

—¿Lo has leído?

—Sí.

—Entonces deberías saberlo. —La cogió de la mano y la apretó con fuerza—. Prométeme que no dirás nada de esto hasta mañana. Quiero que el libro acabe a mi manera.

—Ferran, no estamos en ningún libro.

Él aumentó la presión.

—Me haces daño.

—Perdona. —La soltó al instante, aunque su mirada siguió fija en ella, casi hipnotizándola—. ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Antes de marcharse Nina intentó ver la página por la que Ferran había dejado abierto el cuaderno. Sólo consiguió leer la primera línea, escrita en mayúsculas. Era un título: «Los amantes de Hiroshima».