A pesar de que oscurecía, Eloy Blasco se resistía a abandonar la tumbona en la que estaba leyendo, o al menos intentándolo. Había salido de una Barcelona ensombrecida por las nubes y había descubierto, sorprendido, que éstas parecían haberse establecido exclusivamente sobre la ciudad. En Vallirana, a veinte kilómetros de distancia, el cielo estaba despejado. Por eso, cuando llegó al chalet de sus suegros, decidió quedarse en la piscina, más por huir de las conversaciones que por ganas de nadar.
Se había llevado un libro al jardín para tener algo que hacer, pero su mente, incapaz de concentrarse, desconectaba de la lectura y deambulaba por los pasillos sinuosos de los últimos acontecimientos. Frente a él, el agua plácida de la piscina invitaba a darse un baño aunque la temperatura era más bien fresca. Indeciso, cerró el libro, lo dejó en la tumbona de al lado, donde hasta hacía poco había estado Belén, y siguió mirando el agua; la pereza se debatía con el placer de sumergirse y nadar un rato, así que dejó que el azar decidiese. Si Belén, que había ido a vestirse, no aparecía antes de cinco minutos, se metería en el agua.
Mientras esperaba, se levantó. La valla que rodeaba el jardín, lo bastante alta para preservar la privacidad, no le impedía ver el paisaje, que con la luz del crepúsculo tomaba un nuevo tono de verde, casi negro. A lo lejos, las nubes iniciaban su avance hacia ellos, como un ejército cargado de rencor, decidido a extender su cerco. El silencio era absoluto y sosegado. Eloy nunca podía terminar de creerse que Barcelona, con su tráfico y su gentío, estuviera sólo a media hora en coche. Aquellos pinos altos, impasibles, le situaban mentalmente mucho más lejos de la ciudad.
Regresó a la piscina y se zambulló enseguida, sin pensarlo más. El agua estaba helada. Nadó con ganas de un extremo a otro, eran veinte metros, y dio la vuelta sin detenerse. Hizo dos largos más y en su cabeza pretendía repetir el ejercicio otra vez, para llegar a los cien metros, que era un número redondo, perfecto, cuando distinguió a Belén al borde de la piscina, esperándolo con una toalla grande en la mano.
—Vas a coger frío —le gritó ella.
Eloy siguió en el agua, con las manos apoyadas en la piedra y los pies en la pared.
—No está tan mal.
Ella se estremeció exageradamente.
—Yo no lo soporto ni cuando hace sol.
—Hago un largo más y salgo.
—Tú mismo. Pero no te quiero resfriado en la boda —dijo ella sonriente.
«La boda», pensó él mientras nadaba. El único tema de conversación, la coletilla de cualquier frase. La nube de color rosa que se cernía sobre ellos todos los días, derramando gotas de sabor dulzón. Aceleró el ritmo de sus brazadas en un sprint final, nadando los últimos metros como si estuviera compitiendo contra un fantasma en la piscina vacía. Salió y anduvo despacio hacia la toalla que Belén había dejado doblada en el suelo. Se secó, de pie, y la contempló: ella se había sentado, sin recostarse, y su vestido color crema se confundía con la colchoneta; ocupaba la misma tumbona que solía elegir cuando tomaba el sol, siempre por la tarde, para no quemarse, porque sólo quería coger un bronceado suave. Para la boda, claro.
Eloy tiró la toalla sobre su tumbona y se sentó encima. Observó a Belén, que se había arreglado y maquillado para cenar en casa, con sus padres y con él. Su cabello liso, castaño y brillante, el rostro ovalado, los ojos pequeños —«ojos de ardilla», le decía él a veces, años atrás, para hacerla rabiar—, y unos labios finos que ella realzaba con un pintalabios color fresa excesivamente untuoso.
—Deberías ir a vestirte. Vas a coger frío —repitió ella.
—Ya voy… —Llevaba todo el día con ganas de decírselo, pero con sus suegros delante no había podido—. Belén, ¿no crees que deberíamos aplazarlo todo?
—¿El qué?
—La ceremonia. Es que me temo que va a coincidir…
—No.
Si Belén hubiera disparado un arma, la contundencia no habría sido mayor que aquella negativa directa. Sus ojos se convirtieron casi en líneas brillantes. Y por si acaso él no la hubiera oído, repitió:
—No. Ni hablar.
—Pero, Belén, cariño.
Ella sonrió. Se inclinó hacia él y le cogió las manos. Las de ella, pequeñas, casi se perdían en las suyas; sin embargo, había fuerza en aquel agarre y las uñas, largas y pintadas del mismo tono fresa, eran diminutos alfileres que dejaban huella.
—Ya lo hemos hablado, ¿qué te crees? Es una pena que después de tanto tiempo los resultados de esos terribles análisis lleguen casi a la vez que la boda. No importa. Como le he dicho a mamá, si llegan antes, perfecto. Celebramos el entierro rápidamente y ya está. Si llegan poco después, harán lo mismo pero sin nosotros.
Era el momento en que él tenía que decir, lo sabía, «No, claro, esos días estaremos en las Seychelles», sonreír y darle un beso. En su lugar, sin poder evitarlo, soltó:
—Cristina tenía razón. No la queríais mucho.
—¿Qué quieres decir?
—Eso. Era tu hermana.
Eloy hablaba en un tono mortecino, quizá contagiado por la atmósfera, nocturna y apacible, por el leve temblor del agua en la piscina, o porque temía que, si no la controlaba, la voz saliera en forma de grito. Acusador, claro y potente. «Era tu hermana. No la querías ni siquiera para plantearte ahora la remota posibilidad de aplazar tu preciosa boda».
Belén apartó la mirada con un gesto deliberado. Sus manos se alejaron. Miró hacia la valla, hacia las nubes que cabalgaban en dirección al pueblo.
—Si te soy sincera, apenas me acuerdo de ella —dijo—. De pequeña, me daba miedo. No sé por qué, no creo que nunca me hiciera nada, pero aún conservo esa sensación. Siempre estaba en el colegio y venía sólo en vacaciones. Supongo que tienes razón —concluyó—. No la quería mucho.
Lo dijo con tal sinceridad que era ridículo acusarla de ello.
—En el fondo, la conocías mejor tú —prosiguió Belén, y su voz, como los labios y las uñas, era de un fresa afilado.
—Cris y yo siempre nos llevamos bien. Tampoco nos veíamos demasiado. Yo me quedé en el pueblo, ella estaba aquí. De hecho, no volví a verla hasta los dieciocho años, cuando tu padre empezó a pagarme la carrera en Barcelona. Teníamos recuerdos de infancia en común, pero poco más. Nos escribíamos. Pero no creo que nos hubiéramos reconocido de habernos cruzado por la calle.
Mentía. Habría reconocido a Cristina en cualquier momento, en cualquier sitio. A veces, incluso, le parecía verla en la calle, a lo lejos, caminando sin percatarse de su presencia. En esas ocasiones el corazón le daba un vuelco y casi llegaba a llamarla. Casi, porque sabía que no era Cris.
—Me está entrando frío —dijo Belén.
Eloy comprendió lo que quería decir con eso: la conversación se ha acabado, cambiemos de escena. A él no le apetecía entrar en la casa; prefería seguir allí, hablando con Belén, de Cris, de su infancia, de todo. Reviviéndola por unos minutos antes de que la enterraran para siempre.
—Me gustaría que vinieras conmigo a Vejer, algún día —susurró Eloy—. Mostrarte los lugares adonde iba de pequeño. Hay una ermita antigua, en Barbate, que…
—Claro —le atajó ella—. Tu madre vendrá para la boda. Podemos organizarlo entonces. Papá sigue teniendo la casa allí; estaría bien ir en verano, no creo que nos apetezca hacer otro viaje largo después del de novios.
Él cerró los ojos, contó hasta diez mentalmente y se obligó a sonreír.
—Perfecto.
—Eloy, por favor, no saques el tema del aplazamiento. Con mis padres, quiero decir. —Belén hablaba despacio, sin mirarlo—. Como te he dicho antes, ya lo hemos hablado nosotros y papá se ha alterado al oírlo. Ya sabes cómo se pone cuando está nervioso. Además, supondría un follón enorme cambiar la fecha ahora, así que ya está decidido. Siempre me ha hecho ilusión casarme el 25 de junio, el día de mi cumpleaños. Es una tontería, ya lo sé.
Él se levantó y le tendió la mano. Belén, que apenas le llegaba a la barbilla, se puso de puntillas para darle un beso.
—Estás helado. Venga, vamos.
Lo arrastró de la mano, como una niña paseando a un san bernardo. Eloy sabía que ella tenía razón: el baño y la toalla mojada lo habían dejado helado. Él se resistió un momento, se agachó para recoger el libro que había dejado sobre la tumbona. «Yo no me olvido de ti, Cris», pensó mientras fingía una sonrisa y seguía dócilmente a Belén hacia la casa.