A Nina siempre le habían gustado las películas sobre reencuentros: antiguos compañeros de la universidad que celebran el vigésimo aniversario de su graduación, amantes que compartieron un verano lujurioso en su adolescencia o amigos que se reúnen para llorar a uno de ellos, prematuramente fallecido. En esas historias, los triunfadores del instituto alcanzaban una madurez mediocre mientras que los descastados, la gordita o el cuatro ojos aparecían siempre mejorados, irreconocibles, relucientes por el éxito y por la sensatez que aporta el haber sufrido el desprecio ajeno. «Claro que, una vez más, la vida real se parece bien poco al cine», pensó, abstrayéndose durante largos minutos de la conversación que los chicos mantenían sentados en torno a una mesa, con cervezas de por medio.
Las cosas no cambiaban tanto: los perdedores, como Isaac, parecían genéticamente incapaces de salir del pozo de la derrota, y los ganadores, nacidos bajo el signo del dinero, por ejemplo Leo, conservaban esa seguridad que les garantizaba al menos una supervivencia digna aun en tiempos peores. Y en cuanto a ella, la «amiga fea» por definición, la que desaparecía de las fiestas sin que nadie se percatara de su ausencia o la que, por el contrario, tenía que esperar hasta el final, hasta ese momento en que el alcohol nublaba los sentidos y activaba los instintos, si quería disfrutar de un intercambio sexual que luego se contaba a los colegas entre risas de disculpa, seguía observando las escenas desde fuera, como una invitada por compromiso.
Años atrás, antes de conocer a Cris, Nina había tenido que escuchar frases dolorosas —«Coño, ¿qué quieres, tío? Estaba ahí, pidiendo guerra. Y al final tampoco les ves la cara mientras te la chupan, ¿no?»—, a las que se añadía un elogio envenenado, del estilo de «Y no creas que lo hace mal, se ve que tiene práctica», frase que ella decodificaba y traducía por «Sabe que no sirve para otra cosa».
«Esa misma frase podría haberla dicho Leo», pensó Nina observándolo de reojo, de no haber sido porque el encuentro erótico entre ambos fue tan fugaz que dudaba que él se lo hubiera referido a nadie, por vergüenza propia. Era el típico tío que achacaba esos fracasos al alcohol o a la visión súbita, devastadora de erecciones, de su cara marcada. Un recurso también muy socorrido para justificar los gatillazos.
—¿Y hasta cuándo os quedáis? —preguntaba entonces Leo.
Hugo la miró, dando la impresión de que ella tenía la respuesta, y Nina volvió a la conversación sin saber bien qué se le había preguntado.
—Leo pregunta hasta cuándo nos quedamos —repitió Hugo.
Ella se encogió de hombros.
—La gata puede estar sola tres o cuatro días, no más. Y lo mismo puede decirse del bar.
—Ya. Hostia, siempre pienso en pasarme por allí cuando voy a Madrid y al final nunca encuentro el hueco. ¿Dónde está?
—No sé si es mucho tu estilo, Leo —repuso ella, repentinamente irritada.
—Está en la calle del Fúcar —explicó Hugo—, no muy lejos de Huertas. En el Barrio de las Letras.
Leo sacudió la cabeza. La verdad era que tampoco iba con tanta frecuencia a Madrid y los nombres de las calles o barrios le decían poca cosa.
—Pues si quieres venir, hazlo pronto. No sabemos cuánto durará abierto —añadió Nina.
—¿Tan mal os va? Es este estúpido gobierno y sus leyes antitabaco —dijo Leo.
Nadie le replicó ni prosiguió la conversación. Isaac se terminó la cerveza y miró hacia la barra; la camarera estaba en la puerta, fumando y hablando por el móvil. Nina sintió unas ganas incontenibles de levantarse y alejarse de aquel grupo, de estar sola, de pensar en Cristina, la amiga que ya no estaba, mientras paseaba por una ciudad que ya tampoco sentía como propia. Cogió a Hugo de la mano e intentó transmitirle sus deseos, pero él entendió que quería también otra cerveza, como Isaac, y se volvió hacia la puerta para llamar a la camarera. Ésta regresó y les sirvió otra ronda.
—¿Más? —protestó Leo—. Yo ya no aguanto lo mismo que antes.
—Nunca has aguantado mucho, en general —murmuró Nina con mala intención. Si él captó la indirecta, fingió no hacerlo.
—Es verdad. Mucho menos que Dani, o que vosotros.
—¡Eh! Que yo te recuerdo bastante bebido alguna vez —exclamó Hugo.
—Y yo —remachó Nina, acercándose la botella a los labios.
Algo en su tono hizo que los tres la miraran y que Hugo frunciera levemente el ceño. Ella se llevó la botella a los labios, imperturbable, aunque, como siempre que era el centro de atención, lo que sucedía pocas veces, tuvo la sensación de que su mancha se hacía más intensa, más visible. Antes de que tuviera tiempo de beber, Leo alzó la cerveza con aire solemne y dijo:
—Creo que deberíamos brindar por Dani.
Los otros dos asintieron y Nina, que seguía con la botella rozándole los labios, añadió:
—Y por Cris.
Se hizo un silencio breve e incómodo, como si aquellas últimas palabras hubieran sido una provocación.
—Cristina no era un miembro del grupo —puntualizó Leo, aunque nadie comprendió si era una excusa por haberla olvidado en el brindis o una acusación.
—Pero está muerta. —Nina, que no había llegado a beber, golpeó la mesa con la botella—. Están muertos, los dos, ella y Dani. No se marcharon, no han estado escondidos durante todo este tiempo. Alguien les partió la cabeza.
Hugo fue a cogerle la mano; ella la retiró.
—Leo, ¿por qué finges que Cris te caía tan mal?
—No me gusta criticar a los que ya no pueden defenderse.
—¿Criticar? ¿Ponerla a parir porque no quiso acostarse contigo? Joder, Leo, Cris tenía razón. Aunque vas de buen chico, eres un capullo.
—¡Nina! —la increpó Hugo.
Leo no era de los que dejaban pasar un insulto, y menos de una mujer.
—¿Tú qué sabes lo que es la verdad, Nina? ¿Qué coño sabes? ¿Lo que te contó tu amiguita?
—Eh, chicos, vale —intervino Isaac.
—Sé que querías tirártela. Sí, Leo, lo sé. Las chicas nos contamos estas cosas. Y ahora vas de gran amigo de Dani. Brindemos por Daniel, nuestro colega, el cantante de Hiroshima. ¿Pensabas en él cuando intentaste ligar con Cris?
—Cristina coqueteaba con todo el mundo. Conmigo también —dijo Leo, e incluso a sus oídos eso sonó a confesión involuntaria—. Además, si hubiera querido hacerlo, no me habría costado demasiado. Ni a mí ni a nadie.
—Nina —intervino Hugo con ademán conciliador—, me consta que tú la apreciabas mucho, pero entiende que nuestro amigo era él.
—Un amigo que jamás nos habría dejado colgados de no haber sido por ella —sentenció Leo.
—¿Qué sabéis vosotros? —De repente, Nina alzó la voz—. ¿Qué coño sabéis vosotros de lo que le pasaba a Cris? Ninguno tenéis ni idea. Ni siquiera Dani lo sabía. Ni tampoco Ferran.
Entonces se percataron de que, igual que sucedía siete años atrás, Ferran Badía era el gran ausente en todas las conversaciones sobre Dani y Cris. Nina se levantó de la mesa, agarró el bolso y, tras darle un beso rápido a Hugo en la mejilla, se despidió con un «Nos vemos luego, voy a dar una vuelta».
—No recordaba que tuviera tanto carácter —murmuró Leo. Notó la mirada de Hugo, que le advertía no seguir por ese camino y se apresuró a rectificar—: De todos modos, es mejor que se haya marchado. Así podemos hablar tranquilos, ¿no? ¿Y tú adónde vas ahora?
La pregunta, en tono inquisidor, iba dirigida a Isaac, que acababa de levantarse.
—A fumar, Leo. Y a que me dé el aire. ¿Algún problema?
El tiempo había refrescado y, después de caminar unos cinco minutos, Nina echó de menos la chaqueta que se había dejado olvidada en el bar. Unas nubes grises empañaban el cielo de la ciudad, la misma que ahora recorría con ojos de hija pródiga, reconociéndola y redescubriéndola a la vez. Habían quedado en un bar de Gràcia, no muy lejos de casa de Leo, y Nina, que hacía años que no paseaba por la zona, anduvo sin rumbo por las callejuelas estrechas, llenas de tiendas nuevas para ella, que desembocaban en plazas bulliciosas y arboladas, tan distintas a las que ella frecuentaba en su ciudad de adopción. Intentaba no pensar, dejar la mente en blanco, sacudirse de encima aquella sensación de desasosiego que la había llevado a huir del bar. Era imposible. Tal y como había temido, reencontrarse con el pasado tenía algo de catártico, pero en su caso éste no era plácido sino tumultuoso: recuerdos en tropel que se agolpaban en su cabeza mientras caminaba despacio, tratando de controlar el alud de imágenes con movimientos lentos.
Los primeros meses de convivencia con Cris, los más divertidos, los meses locos; fines de semana, copas y fiestas en que, por primera vez, Nina se había olvidado de su marca de nacimiento e incluso, con Cristina al lado, había logrado reírse de ella. «Todos llevamos manchas desde niños», le había dicho Cris una noche, a las tantas, lo bastante borracha para ser sincera y no tanto como para soltar tonterías. «La tuya simplemente es más visible». También hubo chicos en esa época, y Nina se acostumbró enseguida a salir con su amiga y regresar sola a casa. No le importaba demasiado, su papel secundario estaba asumido y ya no sentía la necesidad compulsiva de mendigar un rato de sexo a cualquier imbécil. Sabía que Cris llegaría a la mañana siguiente, normalmente antes de comer, y le contaría su aventura con todo lujo de detalles, con la ironía de quien usaba a los hombres como éstos habían usado a Nina hasta entonces. Fue así siempre, hasta que apareció Daniel y Nina supo, como sólo una amiga íntima puede llegar a adivinar, que por mucho que Cris se empeñara en negarlo, aquel chico era distinto. Nina había sonreído para sus adentros y desdeñado una punzada de tristeza cuando intuyó que las cosas cambiarían, que ya nada volvería a ser igual.
Lo que no se esperaba, y eso le dolió más que el progresivo alejamiento de Cris, fue la intervención de Ferran. Aquel triángulo inexplicable, para el que ni siquiera su amiga tenía respuesta, se le antojó raro: un capricho, una excentricidad. Años después entendió, o creyó entender, que tal vez Cristina había sentido tanto miedo de su atracción por Dani que había tenido que complicarla de algún modo. En el mundo de Cris, las cosas no podían ser sencillas.
Miró a su alrededor, desorientada, notando cada vez más el aire frío que parecía soplar sólo para castigarla. Estaba en una plaza que le era familiar, con una torre altísima coronada con un reloj. De repente, un vendaval empezó a sacudir los árboles, arrancando un alud de hojas que cayeron sobre su cabeza como un desplazado augurio de otoño. Unos niños que jugaban a fútbol con una pelota de plástico vieron cómo un gol se frustraba debido a aquella ráfaga traidora, y los que tomaban algo en las terrazas miraron al cielo. Los más previsores se apresuraron a pagar la cuenta o a buscar sitio en el interior; los indecisos, en cambio, tuvieron que huir apenas unos minutos después, cuando una lluvia torrencial empezó a caer convirtiendo la plaza en un mar de sillas abandonadas.
Nina contempló el aguacero, la gente que corría a su alrededor huyendo del agua como si fuera lluvia radiactiva. La pelota, que había quedado abandonada cerca de la base del reloj, rodaba hacia ella, pero se quedó atascada en un charco. Notaba el cabello empapado, las gotas frías lastimándole la espalda, la ropa pegada al cuerpo. Permaneció inmóvil bajo la lluvia, recordando que de pequeña solía hacerlo, convencida de que las gotas que caían del cielo tenían el poder milagroso de borrarle la mancha.
De pronto, resolvió el dilema que la había ocupado las últimas semanas; avanzó deliberadamente despacio, como si la tormenta fuera un incidente sin importancia, hasta una calle algo más ancha donde aguardó a que un taxi con luz verde la recogiera y la llevara hacia donde quería ir.