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La biblioteca del Ateneu estaba casi vacía el viernes por la tarde. Al parecer, ni siquiera el tiempo, que había refrescado aquella tarde de primavera en Barcelona, incitaba ya a la lectura, ni alentaba a los socios a disfrutar de ese templo modernista dedicado a la cultura escrita, con altares de madera noble repletos de objetos sagrados encuadernados en piel y protegidos por puertas de cristal. De vez en cuando, pasos aislados resonaban sobre el elegante suelo de escaques. Poco a poco, según pasaban las horas, Santiago Mayart, que corregía los ejercicios literarios de sus alumnos sentado frente a una de las mesas de estudio, fue quedándose solo.

No le molestaba la soledad; a lo largo de los años se había acostumbrado a ella y la consideraba más un aliado cómodo que un enemigo a combatir. Además, estaban los libros: los de los demás, que leía con fruición y espíritu crítico, y los suyos, sus volúmenes de cuentos, tres hasta la fecha. Dos hasta que llegó Los inocentes y lo cambió todo. Muchas veces le habían preguntado por qué cultivaba un género tan poco popular en España como el relato breve, y a pesar de que solía ofrecer una respuesta tan intelectual como difusa, en el fondo sabía que lo hacía porque así, con toda probabilidad, no tendría que enfrentarse a las exigencias del éxito. Los relatos se leían poco y se vendían menos; eran, pues, perfectos para alguien que prefería pasar desapercibido.

Sin embargo, ahora que las cosas habían dado un giro tan sorprendente, él no tenía motivos de queja. El éxito era mucho más goloso de lo que sospechaba, sobre todo porque había llegado de improviso. No es que el libro de relatos le hubiera dado suficiente dinero para cambiar de vida ni mucho menos, pero resultaba más que gratificante escuchar elogios, ser invitado a pronunciar conferencias a las que antes sólo asistía de oyente, y, por supuesto, firmar libros o saludar a gente a la que él admiraba y que de repente parecían haber descubierto su existencia. Todo por unos relatos mucho menos complicados que los anteriores; efectistas, incluso. Cuando se los entregó a su agente pensó que los rechazaría; fue el primer entusiasmado. Desde ese momento no habían dejado de darle alegrías. Hasta el otro día, durante la charla con el inspector.

Santiago dejó a medias el último ejercicio, porque los temores se agolpaban en su cabeza y no podía concentrarse. Intentó analizar con frialdad la charla mantenida. Había empezado siendo cordial, sin duda, y aunque a él no le apetecía en absoluto hablar de Cristina Silva, capeó la conversación lo mejor que pudo. Hasta el final. Aquel policía que hablaba con un levísimo acento argentino no se había andado por las ramas. Mayart estaba convencido de que volvería con más preguntas. Suspiró, esforzándose por encontrar una respuesta, pero no lo logró, de la misma manera que, por mucho que se empeñase, no conseguía ver a Cristina Silva amortajada y muerta.

Al contrario: volvió a oír su risa, aquel sonsonete hiriente y mordaz que le había perseguido durante meses y que ahora regresaba como las nubes que se cernían sobre la ciudad. Volvió a verla, con los ojos de la memoria, y a odiarla casi con la misma fuerza. ¿Cómo había podido dejar que todo aquello sucediera? Y lo que era peor, ¿por qué había llegado a trastornarlo tanto?

—Estás aquí. Me han dicho en secretaría que querías verme.

Cristina entró en el aula donde se impartían las clases. Aunque apenas eran las seis de la tarde, ya había oscurecido, y en los cristales repicaba una lluvia tenaz, que había empapado las calles y el cabello de la chica. Le brillaban las mejillas del frío y eso contrastaba con el resto de su cara, que lucía más pálida que de costumbre.

Él se encontraba junto a la ventana, contemplando el patio encharcado y oyendo el murmullo agitado de las palmeras, que se quejaban de aquel aguacero inclemente que había comenzado a primera hora de la mañana y amenazaba con no tener fin.

—Sí. Disculpa que te haya hecho venir con este tiempo.

—No pasa nada.

—¿Te importa cerrar la puerta?

Santiago intentaba mantener un tono afable, a pesar de que no había ni rastro de amabilidad en lo que pensaba decir.

—Cristina, no voy a andarme con rodeos. Creo que sería mejor que dejaras el curso.

La chica aún no había tenido tiempo de alejarse de la puerta. Se dirigió hacia el centro del aula, donde estaban las sillas dispuestas en torno a la mesa, escogió una y se sentó, sin decir nada. Actuaba con la misma indiferencia que caracterizaba sus movimientos habituales, como si nada le importara, y por eso a él le sorprendió notar un atisbo de llanto en su voz.

—¿Y por qué? ¿Tan mal lo hago?

—No. No es eso. —Él fue hacia ella pero no se sentó; necesitaba ese punto de distancia, de autoridad, para representar su papel—. Cristina, no se trata de tus escritos. Es que no me parece que te estemos ayudando en nada. Sinceramente, tengo la impresión de que este sistema no va contigo, de que estás perdiendo el tiempo aquí.

Ella no respondió. Se mordió el labio inferior con fuerza y desvió la mirada.

—No has entregado ni la mitad de los ejercicios. Estas clases se basan en la participación activa, no puedes limitarte a leer lo que hacen los otros y opinar. No puedo aceptar que sigas así el último trimestre.

—¿Es sólo por eso? —Cristina le miró con desconfianza—. No te preocupes, los tendrás todos en la próxima clase.

—No es así como quiero que se hagan las cosas —insistió él.

A ella le estaba costando retener las lágrimas. Se esforzaba por tragarlas y el resultado era una voz ronca, estrangulada. Dolorosa.

—Ya te he dicho que los tendrás todos. No sé qué más quieres.

—Lo que quería era que te integraras en el grupo. Cristina, admítelo, tú vas por libre. Te aburre leer los trabajos de los otros y no haces ni el mínimo intento de disimularlo.

—Me aburro de leer estupideces —replicó ella—. Igual que tú, pero a ti te pagan por hacerlo. A mí no.

—¿Lo ves?

El profesor se convenció, más aún, de que no había otra solución. Esas palabras le afianzaron en la decisión tomada: el grupo estaría mejor sin ella. Pero Cristina prosiguió, en un intento de defenderse:

—Y no me aburro cuando alguien trae algo interesante. Estoy atenta cuando analizamos los textos de Ferran, por ejemplo.

Algo en la cara de él cambió al oír el nombre.

—No es que él esté trabajando mucho en las últimas semanas, la verdad —dijo Santi en un tono más hosco del que pretendía usar—. Ha perdido constancia.

El agua golpeó los cristales con más brío y la luz del fluorescente parpadeó, zarandeada por la tormenta. Santiago se volvió hacia la ventana esperando el restallar de un trueno que no llegó, y los ojos de Cristina se afilaron, como si por la ventana entrara en efecto una cascada de luz cegadora. Entonces ella se rió, y la carcajada súbita se extendió por todo el aula, rebotó en los rincones y abofeteó las mejillas del hombre que, consciente del ardor súbito que le había estallado en la cara, no se atrevió a mirarla.

Cristina se levantó; en su actitud no había ya ni un ápice de timidez.

—Vaya. ¿De eso se trataba? —Era una pregunta mordaz, sin respuesta posible—. Lo que te jode no es que yo vaya por libre, sino que Ferran se haya liberado de ti.

Tenía que protestar. Lo sabía y lo intentó, pero ella se avanzó, implacable, sepultando cualquier esbozo de dignidad con una lluvia de comentarios sarcásticos.

—Pobre Santi, ¿te has quedado sin mascota? Con lo que te gustaban esas reuniones con Ferran después de clase, esos intercambios de opiniones, de lecturas. Ya veo que te pone cachondo el papel de mentor. Eso en sí mismo ya sería patético en un hombre de tu edad, porque no eres tan viejo, ¿sabes? Sin embargo, el numerito de celos que acabas de organizarme te convierte en alguien despreciable.

—Basta. —Fue lo único que consiguió decir. Tomó aire para articular un alegato que encerrara la verdad, pero ésta es un animal inquieto que tiende a escaparse por cualquier resquicio—. No entiendes nada. Ferran podría llegar a ser un gran escritor: tiene el potencial, la dedicación, la disciplina y el bagaje para ello. Lo único que quiero es ayudarle. No hay nada de lo que insinúas.

—¿No? Entonces ¿por qué te jode tanto que no se quede a charlar contigo? ¿Que prefiera irse en cuanto acaba la clase, que tenga los domingos por la tarde ocupados y ya no pueda pasar por tu piso a intercambiar opiniones sobre los relatos de Carver o de Kjell Askildsen? No comprendía por qué me mirabas tan mal en clase, por qué eras tan duro con mis opiniones. Me quitabas las ganas de entregarte nada. Ahora lo sé. Tienes celos. Eres un miserable impotente que se siente despechado.

—Estás loca —replicó él con la misma debilidad que la luz del techo, que tembló hasta apagarse del todo.

—¿Yo? —Volvió a reírse, y a oscuras el sonido era más perverso, más punzante—. Dejemos esta conversación estúpida. Yo seguiré con el curso porque me gusta, a pesar de todo. Eres el ejemplo de que un escritor mediocre y un tipo detestable puede ser a la vez un buen profesor. Y tendrás que aguantarte o convenceré a Ferran de que no vuelva más.

Santiago no tenía respuesta. Se limitó a oír cómo ella se marchaba, dejando la puerta abierta. Fuera, la tormenta seguía azotando las palmeras, inundando el patio, desbordando el estanque. Riéndose de los incautos que se atrevían a desafiarla.

La vergüenza es un sentimiento que tiende a resistir el paso del tiempo, y Santiago Mayart, sentado en la biblioteca, lo revivió exactamente igual que años atrás. No sólo por lo sucedido ese día, sino porque durante lo que quedaba de curso la mirada de Cristina, sus gestos, sus palabras, demostraban una segunda intención que sólo percibían él y, quizá, Ferran. Nunca supo si Cristina había hablado con el chico de aquello y, por supuesto, él nunca se atrevió a preguntárselo.

La última vez que lo vio, ingresado en el hospital, comprendió lo que habría sentido el viejo Aschenbach de no haber muerto frente al mar de Venecia; la decepción que le habría invadido al ver que Tadzio se hacía mayor. Y no sólo eso: Ferran seguía siendo joven, pero con una juventud entre cínica y apática, la misma que había mostrado Cristina. Alejada de la inocencia, la pureza, la ingenuidad intelectual que le habían fascinado cuando lo conoció. A pesar de lo que ella había dicho, nunca hubo nada carnal entre ellos, ni hubiera existido. Quizá porque para Santiago Mayart amor y sexo no eran conceptos compatibles. Él se había sentido atraído por la mente de ese chico, halagado por ser objeto de su confianza, necesitado porque podía darle unos consejos que otros escritores menos generosos se habrían guardado para sí mismos. El sexo, ese simple intercambio de sudor y fluidos, era algo infinitamente más básico.

Miró el reloj, sin saber muy bien qué hacer. Se decidió a salir de la biblioteca y del Ateneu. Ya llovía.