«Los trayectos en tren, aunque sea de alta velocidad, conservan el aire de viaje de verdad», pensó Hugo. Uno era consciente del avance de la máquina, de cómo el paisaje corría en sentido contrario a su marcha; sentía que se acercaba cada vez más a un destino final, a pesar de que aquel viernes por la mañana el AVE parecía estar realizando un retorno al pasado. Lo que le aguardaba después de las casi tres horas de trayecto no era el final sino el principio. Un encuentro organizado por Leo, que había insistido en esa reunión después de la visita de los mossos y que él había aceptado. Al día siguiente irían todos a comisaría y sería la hora de contar la verdad. Por lo que a él se refería, no pensaba seguir callando más tiempo. No ahora que los cuerpos de Cris y Dani habían sido hallados, ahora que sabía a ciencia cierta que estaban muertos.
A su lado, Nina llevaba toda la mañana sumida en un silencio hosco, roto sólo por monosílabos y alguna queja inconexa, sin fundamento. En ese momento estaba siguiendo la película, una comedia americana que ya habían visto, con el mismo desinterés con que antes había hojeado una revista o la desgana con que había mordisqueado un cruasán insípido durante el desayuno en la cafetería del tren. Al volverse hacia ella, observó un arañazo que le cruzaba la mano, y aunque se había prometido media hora antes no dirigirle la palabra hasta que cambiara de actitud, no pudo evitar darle un codazo suave y preguntar:
—¿La gata te ha hecho eso?
Nina llevaba los auriculares puestos y no le escuchó, así que repitió la cuestión en tono más alto.
—No es nada —contestó ella, y volvió a concentrar su atención en la pantalla.
—Puta gata, deberíamos haberla dejado sin comida —masculló él entre dientes, antes de cogerle la mano y llevársela a los labios para darle un beso fugaz.
Ella disimuló una sonrisa pero le dejó hacer, y Hugo continuó resiguiendo el arañazo con la punta de los dedos. No soportaba que nadie le hiciera daño a Nina. Desde la primera vez que hablaron se había despertado en él un sentimiento protector hacia aquella chica especial, «manchada», el patito feo al lado de una amiga que la incitaba a beber y a divertirse cuando estaba claro, al menos para él, que Nina sólo se dejaba llevar. Cristina era así: a veces le gustaba desfasarse, perder el control, y arrastraba en ese viaje veloz a cualquiera, sin detenerse, sin preguntar si su acompañante quería o no montarse en aquella montaña rusa. A Hugo no le había extrañado que ella y Dani iniciaran una historia con aquel pobre chico; les gustaba exhibirse y, en secreto, él se alegraba ahora de que el escogido hubiera sido Ferran, el tímido compañero de piso de Daniel, en lugar de Nina, porque intuía que ella habría caído en esa misma trampa del juego a tres si se lo hubieran propuesto entonces. Bueno, ¿y quién no? Con sexo o sin él, Cris y Dani desprendían un magnetismo al que resultaba difícil resistirse; eran conscientes de su atractivo y daban una impresión de seguridad en sí mismos que convertía al resto en meros espectadores. Por eso a él le había sorprendido tanto ver a Dani hecho polvo durante los días en que Cris decidió largarse.
—Esto es una mierda.
Lo dijo como si cada palabra fuera el final de la frase y se paró al llegar a la última sílaba. Hugo desvió la mirada y Leo puso los ojos en blanco. Detrás de la batería, Isaac se encogía porque los ojos de Dani al pronunciar «mierda» se habían clavado en él y porque vio cómo el cantante se dirigía, deliberadamente despacio, hacia él.
—¿Qué coño te pasa? —preguntó Dani, e Isaac se removió, nervioso.
Era el más joven de todos, diecinueve años recién cumplidos, y a veces lo trataban como al hermano pequeño del grupo. Además, sentía una admiración incondicional por Dani. La familia de Isaac era reducida, sus padres habían muerto y sólo le quedaba un hermano que, por lo que se veía, no le hacía demasiado caso. Incómodo, golpeó uno de los platos y el chasquido metálico sonó, a oídos de todos, casi como una burla. Hugo se volvió y vio que el batería había empezado a hacer girar la baqueta izquierda entre los dedos a toda velocidad. Era algo que se le daba bien, un truco vistoso con el que pretendía congraciarse con Dani. Isaac era así: no plantaba cara ni discutía; durante una bronca hacía una gracia para desviar la atención.
—¿A qué juegas? ¿A ser una puta majorette?
Dani agarró a Isaac de la muñeca y por un segundo el palo adquirió el aspecto de una cuerda lacia. La imagen le recordó a Hugo un número de magia que había visto de pequeño, y eso le hizo pasar por alto que la cara de Isaac expresaba dolor. Sólo cayó en la cuenta al oír a Leo.
—¡Eh! Tranquilos. Cálmate, Dani.
—¿Que me calme? —Tal vez no se daba cuenta, pero seguía apretando la muñeca de Isaac, que ahora le miraba repentinamente serio. La baqueta rodó por el suelo—. ¿Cómo coño voy a calmarme si esta batería en lugar de rock parecía tocar una bossa nova?
Cuando por fin lo soltó, Isaac se acarició la muñeca.
—A todos os da igual, ¿no? —Daniel dio media vuelta y volvió a su sitio—. Os importa una mierda sonar como una puta banda de pueblo. Faltan sólo seis días y yo paso de salir a hacer el ridículo. Si las cosas siguen así, no contéis conmigo.
Leo se agachó a recoger la baqueta del suelo y al incorporarse soltó una carcajada que tenía poco de alegre.
—Eso no te lo crees ni colocado, Dani. Saldrías hasta en una silla de ruedas. ¿Cómo ibas a privar al mundo de tu maravillosa voz?
Había cambiado el tono y caminó hacia Dani con la baqueta en la mano. Había algo en Leo que imponía respeto. Seguramente fuera su ropa, más clásica de lo normal, o el aire de alguien acostumbrado a vivir en una casa con servicio. También ayudaba el hecho de que el local donde ensayaban, en la calle Moianés, perteneciera a su padre. En ese instante parecía un profesor joven de la vieja escuela encarándose con un alumno insolente.
—Pero ¿sabes lo que te puede pasar? —prosiguió Leo—. ¿Sabes lo que puede pasarte si sigues portándote como un capullo? Que te quedes solo ahí arriba. Por imbécil.
Estaban muy cerca y Leo apoyó la baqueta en el pecho de Dani. Con suavidad, pero con un mensaje inequívoco.
—Eh, chicos, ya vale —intervino Hugo—. Lo que deberíamos hacer es repetir el tema, en lugar de discutir como críos.
—Repetidlo vosotros. Yo me abro. Ahí os quedáis.
—No seas capullo, Dani —rezongó Leo.
Pero éste parecía totalmente decidido a largarse, y los tres le vieron dirigirse a la puerta. Su salida quedó enfatizada por un fuerte golpe en los platos, una rúbrica que extendió su eco sobre el grupo en silencio. Obedeciendo a un impulso, por temor a que aquella partida fuera más definitiva que otras, Hugo dejó la guitarra y le siguió, sin decir nada. Lo vio caminar hacia Gran Via y aceleró el paso.
—¡Eh, Dani! ¡Dani!
El otro no lo esperó ni dio señales de oírlo. Sin embargo, los semáforos no jugaron a su favor y tuvo que pararse, con lo que no pudo evitar que Hugo lo alcanzara. Se situó a su lado, sin decir nada; simplemente le ofreció un cigarrillo y Dani, tras dudarlo un momento, lo aceptó.
—Venga, ¿qué te pasa? —Buscó con la mirada un lugar donde sentarse y sólo vio una parada de autobús, vacía—. Ven, nos fumamos el cigarro con calma y luego, si quieres, te vas.
Dani accedió, se sentó en aquel banco de plástico endeble y estiró las piernas. A pesar de su aspecto derrotado, indiferente, había algo en él que seguía resultando interesante. Otro, con esa misma pinta, habría parecido un colgado. Daniel, en cambio, conseguía dar el aspecto de rebelde urbano, un poco a lo Gallagher: el pantalón deshilachado por los bajos, una camiseta que pedía a gritos una lavadora, el pelo despeinado, mechas de un castaño claro que ese día le llegaban casi por debajo del cuello. Sin hacer nada, unas chicas recién llegadas a la parada lo observaban de reojo. «Siempre será así —pensó Hugo mientras ambos fumaban en silencio—. Hay gente que nace para atraer miradas de admiración». Él mismo había intentado, de manera consciente, copiar su estilo, ese aire descuidado, pero los resultados no eran comparables, probablemente porque, a pesar de sus gritos, su madre se empeñaba en plancharle los tejanos y las camisetas como había hecho siempre.
Un autobús se detuvo y descendieron dos o tres personas. Las chicas, que eran muy jóvenes, se subieron, y una lanzó un último guiño hacia Daniel, que sin prestarle atención hizo volar la colilla en el aire justo después de que el autobús prosiguiera su marcha. Ésta dibujó un arco y acabó atropellada por un coche que pasaba a toda velocidad.
—¿No te dan ganas a veces de ir cogiendo autobuses, o trenes, da igual hacia dónde? ¿Empalmando uno con otro? —preguntó Daniel.
—Hombre, no sé si llegarías muy lejos. Igual acababas dando la vuelta y apareciendo en el punto de origen —respondió Hugo medio en broma.
—Sí. Supongo que sí. Uno siempre acaba en el mismo sitio de donde salió. Es difícil salir del círculo.
La frase sonó exagerada, dramática. Hugo pensó que, en definitiva, abría la puerta a las confidencias, así que se animó a profundizar.
—Va, ¿qué te pasa? ¿Es por la bronca de tu padre? ¿Es por Cris?
—¿Me das otro? —Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en los muslos—. Es por todo. No puedo dejar de pensar que mi padre tenía razón. Es un capullo, pero la tenía.
—Todos son unos broncas, tío.
—No, Hugo. Tengo veinticuatro años, joder. ¿Y qué he hecho? Dejar una carrera a medias, ensayar con vosotros, colocarme, follar…
—Bueno, no está tan mal, ¿no?
—A veces me digo que es verdad, que mi padre tiene razón, que no sirvo para nada. Canto bien las canciones de otros, como uno de esos niñatos del concurso de la tele, y dicen que follo de puta madre. Ya está. Aquí se acaba todo lo que sé hacer.
Hugo sonrió.
—Ya es algo. Hombre, de lo otro no puedo opinar, pero sí que cantas bien, Dani. Tú lo sabes. Podrías… podríamos.
Dani meneó la cabeza.
—No te engañes, tío. —Fumaba con ansia, masticando el humo mientras hablaba—. No sonamos mal y nos lo hemos pasado bien ensayando. Eso es todo; daremos el concierto en la sala Salamandra y después del verano Leo se pondrá a currar con su viejo, Isaac igual se mete demasiadas rayas y yo… —Se paró para dar otra calada—. Yo no sé dónde coño quiero estar después del verano.
Aunque no la había mencionado, la ausencia de Cristina flotaba en el aire, más presente que aquellas volutas de humo que se desvanecían al momento.
—¿Dónde está Cris?
Dani se encogió de hombros.
—Se ha ido. Ni siquiera sé adónde, me dijo que se marchaba unos días, que la dejara en paz.
—Ya. Las tías son así: si estás pendiente de ellas, necesitan espacio; si no, se quejan de que pasas de todo. No hay quién las entienda.
—En parte es por mi culpa. Mi padre nos pilló, a los tres. Fue un palo, la verdad. Y luego yo les dije que aquello se tenía que terminar. Que no podíamos seguir así.
Hugo encendió otro cigarrillo. Nunca había hablado con Dani de su trío, él no era de los que hacían preguntas.
—Eso tenía que pasar algún día, ¿no? —dijo por fin—. Supongo que está bien lo de montarse alguna fiestecita de vez en cuando, pero estar así, liados, para siempre…
Dani se encogió de hombros.
—Mira, entiendo que estés hecho un lío —insistió Hugo—. Y supongo que ella también lo estará. Creo que este tema se os ha ido de las manos. ¿Por qué no os tomáis unas vacaciones? La semana que viene es el concierto. Cuando haya pasado, coges a Cris y os largáis por ahí. Solos. Sin nadie más. Y luego ya veis qué queréis hacer.
—No es mala idea. No lo sé, Hugo. Tampoco sé si ella querría irse conmigo o con Ferran.
Eso era algo que a nadie se le había ocurrido; todos habían asumido que Cris y Dani formaban la pareja, el núcleo de aquella historia, y que el tercero en discordia era reemplazable y prescindible, un accesorio que sólo pasaba por allí.
—No lo dirás en serio.
—Pensarás que soy un gilipollas, pero tampoco sé si quiero dejarlo atrás, si podemos pasar de él y seguir los dos solos. No es que me molen los tíos, en serio, pero Ferran es un tipo listo. Centrado. Sabe lo que quiere y va a por ello. A veces creo que es el único que merece la pena, el único que será capaz de hacer algo con su vida. —Suspiró—. Quizá lo mejor sería que nos distanciáramos, los tres; que Cris y yo lo dejáramos en paz.
Y en ese instante Hugo comprendió que en el equilibrio de poderes de esa historia no había dos claros vencedores y un vencido, dos líderes y un seguidor, dos amantes y un invitado. El tema, en realidad, era mucho más complejo de lo que él había llegado a imaginarse desde fuera. Y sin poder evitarlo, la aureola que envolvía a Dani se desvaneció un poco.
—Además —prosiguió Dani—, me preocupa Cris. Y sé que a Ferran también. Anda por la casa como un fantasma asustado. Cris… Cristina a veces no está bien, ¿sabes? Dice cosas raras, cosas que no llego a entender. Habla de la belleza de la muerte, de lo hermoso que sería morir al lado de quien amas. No… no la comprendo, de verdad.
Hugo no se atrevió a repetir que las chicas eran todas iguales. El comentario se le antojó fuera de lugar ante lo que Dani le contaba.
—Lo importante ahora es el concierto, ¿no te parece? —dijo cambiando de tema—. Estará guay. Y nosotros también te necesitamos. Está claro que no podemos tocar sin ti.
Tras despedirse, Hugo se había quedado convencido de que, pasara lo que pasara, Dani no les fallaría.
«Pero lo hizo», se dijo justo cuando el tren salía de la estación de Zaragoza. Lo hizo: pasó de ellos, los abandonó, los dejó colgados sin avisar. Dani tal vez no le dio demasiada importancia, y en cambio era algo que los había jodido mucho, no porque pensaran que de ese concierto iba a salir nada más, sino porque les robó sus quince minutos de gloria a sabiendas de que, con toda probabilidad, ésa sería la única ocasión de vivirlos. No, eso había sido imperdonable, y cuando llegó el momento, Dani tuvo que pagar por ello. No se arrepentía de la decisión tomada, aunque a veces pensaba que quizá las cosas habrían sido distintas si le hubieran perdonado, si le hubieran dado una parte de aquel dinero que tampoco era de ellos.