El viernes por la mañana Héctor recordó su propósito de ir a ver a Jordi Guasch a primera hora. Había estado hasta la madrugada reuniendo información sobre Juan Antonio López Custodio, el Ángel, y tenía la cabeza llena de testimonios sobre los últimos años del franquismo y la represión policial. Sin embargo, por muchas vueltas que le daba, no conseguía encontrar un vínculo entre la persona que podía haber pagado para que lo mataran, si el anónimo era cierto, y la desaparición de Ruth.
Por suerte, con sólo entrar en comisaría, los interrogantes del otro caso cayeron sobre él con fuerza. Al menos en parte, esperaba obtener respuestas en el despacho de su compañero. Si alguien en comisaría podía saber algo sobre los Montoya y Vicente Cortés, ése era Guasch, uno de los mejores inspectores del cuerpo. Discreto, poco dado a llamar la atención pero trabajador incansable, Guasch tenía a sus espaldas una carrera sólida y muchas horas de investigación. Héctor había colaborado con él en el asunto de tráfico de mujeres que desembocó en el caso del doctor Omar, y siempre le había parecido un tipo tranquilo y eficaz, con escasa inclinación a las relaciones sociales. Parecido a él, aunque con la capacidad, admirable, de no meterse en líos.
—Salgado, ¿qué te trae por aquí un viernes a primera hora?
—Me consta que eres un experto en algo que me interesa.
—¿Ah, sí? —Sus ojos brillaron tras las gafas que usaba para leer y que en su caso conseguían darle un aire juvenil, quizá porque ocultaban las ojeras de mucho trabajo acumulado y pocas horas de sueño—. Dime en qué puedo ayudarte.
Héctor le expuso el relato y el otro le escuchó con atención.
—Me hablas casi de la prehistoria —dijo cuando Salgado terminó—. Los Montoya dejaron de ser importantes ese mismo año, más tarde, después del verano. Intentaron trasladar su negocio a otro barrio, pero los pillamos enseguida.
—¿Recuerdas a ese Vicente Cortés?
—La verdad es que no. Sí recuerdo al hijo de Montoya, bueno, a los hijos: tenía cuatro. Por lo que cuentas, debía de referirse a Rafael, el menor. Su padre lo sacó de más de un lío.
—¿Pagando?
Guasch se rió.
—Claro. Te diré algo más: si le prometió una gratificación a Cortés, seguro que se la dio. Santos Montoya sabía ser agradecido y tenía dinero para ello. Y estoy seguro de que si la mujer de ese Cortés le hubiera ido con el cuento de la lágrima, algo habría sacado ella también. En cambio, si se puso chula y empezó a hablar demasiado…
—Ya.
La historia coincidía con lo que Jessy había contado. Si Vicente Cortés había cobrado y luego había muerto, ese dinero podía haber ido a parar a cualquier sitio. Cualquiera podía haberlo encontrado, incluso alguien ajeno al asunto. Podía ser uno solo, en cuyo caso el sospechoso más probable era Isaac Rubio, por su relación con Cortés; o él en compañía de otros, que tal vez habían salido a buscar la furgoneta cuando Vicente no volvió, habían dado con el vehículo y la pasta y luego habían decidido apropiársela y repartirla. Tenía sentido, y además añadía un ángulo a la investigación: en todo reparto hay tensiones, y las tensiones podían acabar en drama.
—¿Y los Montoya no se podrían haber preocupado por el dinero? Al fin y al cabo, había sido suyo.
—En ese caso, ya no lo era. Ellos habían hecho su parte. Es posible que alguien lo buscara, claro, aunque te aseguro que ese verano estuvieron muy ocupados. Con nosotros. —Sonrió—. Les dimos mucho trabajo. Si mal no recuerdo, en julio se llevó a cabo la operación. Santos fue de los primeros en caer, era de la vieja escuela y, desmantelado su barrio, se quedó desubicado. Además, había otros que querían ocupar su puesto; durante unos años, tantos como duró la fiebre olímpica, él fue el más grande de entre los medianos. No está mal para un gitano que apenas sabía leer, si te digo la verdad. Sus hijos le hicieron mucho daño, se metieron en drogas y en toda clase de líos.
—¿Él sigue en la cárcel?
—Sí, y por lo que sé no tiene prisa por salir. —Se quitó las gafas y se frotó los ojos—. Su mundo terminó, Salgado. Y no creo que le guste mucho el que hay ahora.
—No sé si a ninguno nos gusta demasiado —comentó Héctor.
—Bueno, es lo que hay. No creas, a veces me dan ganas de unirme a esos manifestantes de plaza Catalunya, pero no se lo digas a nadie.
—A lo mejor nos encontrábamos por allá.
—No me veo ya con una pancarta. Se me pasó la edad de acampar en las plazas. Por un lado los envidio: me plantaría allí en medio y daría voces contra este puto país y sus gobernantes; por otro, sé que cualquier día el conseller se pondrá serio y los mandaremos a todos a casa, sin más contemplaciones.
—¿Ése es el papel que nos toca?
Guasch se encogió de hombros.
—A ti y a mí, no. Al menos no personalmente. Conformémonos con eso.
Héctor iba a decir que se trataba de un triste consuelo cuando recordó que la subinspectora Andreu había utilizado las mismas palabras días atrás. Permaneció en silencio, bajo la atenta mirada de su colega.
—Salgado —dijo éste después de unos segundos que se habían hecho demasiado largos—, ¿querías algo más?
Sí, quería algo más. Algo a lo que llevaba toda la noche dándole vueltas para plantearlo sin despertar rumores ni sospechas. Lo único que se le ocurría, en vista de lo que le había contado aquel viejo franquista, era que Omar se hubiera encargado de ambas víctimas: tanto de Juan Antonio López como de Ruth. Se dijo que no tendría mejor oportunidad que ésta para abordar el tema con Guasch, así que se lanzó a ello.
—Jordi, hay algo que me gustaría preguntarte. Confidencialmente.
El inspector Guasch ni asintió ni negó; se quedó inmóvil, expectante, inexpresivo como un busto de piedra.
—¿Recuerdas el caso de Omar? Los interrogatorios a las chicas, la muerte de Kira.
—Claro. Quizá no me afectara tanto como a ti, pero es difícil de olvidar.
—Ya. Me temo que perdí la cabeza.
—Puede pasarnos a todos. ¿Qué quieres que te diga? No estuvo bien, eso es obvio. Sin embargo, no sé cómo habría reaccionado de haber sido yo quien la estuvo interrogando, quien la convenció para que declarara.
Héctor bajó la voz, algo que resultaba absurdo dado que no había nadie más en el despacho. No pudo evitarlo.
—Estos días he estado pensando en todo eso. Después de… Bueno, después de que me plantara en la consulta de Omar, me apartaron del caso.
—Era lo más lógico. Lo dejaste bastante hecho polvo, si no recuerdo mal.
En la cara de Héctor se dibujó un gesto de contrariedad teñido de vergüenza. Odiaba lo que había hecho, ese arrebato violento, esa absoluta falta de control. Algo que nunca debería haber sucedido y que, en el fondo, estaba pagando muy caro.
—Sí. Pero… —vaciló unos instantes y luego prosiguió, ya sin detenerse—: ¿Qué pasó después? ¿Seguisteis investigándole? ¿Descubristeis algo más?
—No te entiendo.
—Digamos que han llegado hasta mí noticias de que Omar se dedicaba a otros negocios, aparte de los que conocíamos.
—¿Qué clase de negocios?
—Muertes… por encargo.
Guasch soltó un silbido.
—¿De dónde lo has sacado?
—¿No sospechasteis nada de eso?
—No, Héctor. Estoy convencido de que ese tipo era un cabrón, pero no consigo verlo como un asesino a sueldo.
La mirada de Guasch expresaba un sentimiento cercano a la compasión.
—Oye —prosiguió—, ¿no te estarás obsesionando con ese hombre?
Héctor desoyó la pregunta e ignoró el tono amable; ya había empezado, tenía que seguir.
—¿El nombre de Juan Antonio López Custodio te dice algo? ¿En relación con el caso?
Jordi Guasch negó de nuevo. Luego carraspeó y, por un instante, Héctor tuvo la impresión, equivocada, de que deseaba dar la charla por concluida.
—Hay sólo una cosa —dijo por fin, y su voz se había convertido, como la de Héctor, en algo que sobrepasaba en poco al susurro—. Después de darle la paliza, fuiste apartado del caso y te marchaste a Argentina durante tres semanas. En ese tiempo nosotros seguimos investigando a Omar. Al fin y al cabo, aunque estuviera convaleciente en el hospital, era sospechoso de la muerte de Kira y estaba implicado en la trama de tráfico de mujeres. Y… nos frenaron.
—¿Os pararon?
—Más o menos. Tenía su lógica, y lamento decir que en parte fue por ti: con la agresión lo habías convertido en una víctima. Desde comisaría se intentaron esquivar los golpes de la prensa, de los políticos. No fue nada oficial, por supuesto. Ya sabes cómo van estas cosas: directrices de investigar otro ángulo del asunto, alguna insinuación velada al final de una reunión de trabajo. —Sonrió—. Llevo demasiado tiempo aquí para no reconocer esas señales. Le partiste la cara al tipo, sí, y eso lo situó en un pedestal. Por otro lado —prosiguió—, durante los últimos días de la investigación, quedó bastante claro que detrás de esa consulta de curandero había más cosas. Y no hablo de sus tratos con los proxenetas. A ese tipo le tenían miedo todos, incluso ellos, y eso tenía que ser por algo, aunque nadie mencionó nunca asesinatos.
Se calló, como quien intuye que ha hablado más de la cuenta; después, sin percatarse, subió la voz en sus últimas palabras:
—Luego volviste, a Omar se lo cargó su abogado y todo acabó.
—No —replicó Héctor—. No todo.
—Perdona. No quería decir eso.
—Está bien. En realidad, tienes razón. El caso de Omar terminó ahí, con su muerte. Pero empezó otro que aún está por resolver.
En los ojos de Guasch leyó una mezcla de comprensión y advertencia: estaba seguro de lo que intentaban decirle. Sin embargo, no podía, debía hacer oídos sordos. Quizá arrepentido por su metedura de pata, Guasch se decidió a añadir:
—Yo sólo puedo decirte que en ningún momento se barajó esa posibilidad que has mencionado. Y si no se investigó entonces, difícilmente puede empezarse ahora. —Hizo una pausa—. No sé a qué viene esto, ni qué tienes en la cabeza, pero creo que ese caso ya te ha afectado bastante. A tu vida, a tu carrera. Pasar página a veces es una buena opción.
—Hay páginas que se te quedan pegadas en los dedos —dijo Héctor—. Y no hay forma de seguir adelante.
—Arráncala, Héctor. Arráncala y rómpela en pedazos o esa página te destruirá.
«Quizá tiene razón», pensó. Quizá él le habría respondido lo mismo de haber estado en su lugar, pero en la vida las posiciones no son intercambiables. Y si no se podía cambiar el presente, ni el pasado, ¿por qué éramos tan arrogantes para confiar en nuestra capacidad para alterar el futuro? Avanzábamos siguiendo la línea de nuestro carácter y nuestras circunstancias, como si nos manejaran mediante hilos invisibles.
Héctor regresó a su despacho embargado por la extraña sensación de que alguien lo vigilaba; echó un vistazo a la mesa de Leire, que estaba vacía, y se metió en su despacho. Por suerte, tenía otro caso del que ocuparse. Concentrado, fue añadiendo al panel carteles con los últimos datos: DINERO, FURGONETA, VICENTE CORTÉS/ISAAC RUBIO? Le habría gustado tachar el signo de interrogación, pero honestamente no podía hacerlo. Y luego, para rematar, estaba esa historia del Artista que decoraba casas abandonadas con cuadros escalofriantes. En las próximas veinticuatro horas esperaban recibir información sobre la dirección desde donde se habían colgado las fotos.
Estaba claro que el siguiente paso era ir a por Rubio, y de él a los demás del grupo. Aprovechando que Hugo Arias tenía previsto viajar a Barcelona ese fin de semana, hizo que Fort concertara una cita con los tres el sábado por la mañana en comisaría. Durante el transcurso del día, él y Leire Castro estarían ocupados recabando información financiera de aquellos chicos, una tarea en absoluto sencilla.
Cronológicamente, si empezaba a contar desde la bronca del padre de Daniel, el siguiente evento era el concierto cancelado, el día 18 de junio; la denuncia del robo de la furgoneta era del 21, y Cristina se había despedido de su familia alrededor del 25. Se marchaban de vacaciones, según había dicho su padre. Remarcó con un círculo los diez mil euros. Dinero. Muchas veces todo se reducía a dinero, aunque en esta ocasión la historia con Ferran Badía, su motivo evidente y, como había apuntado Savall, su perturbación emocional parecían encaminar el móvil hacia algo más «pasional». Héctor odiaba ese adjetivo, que en general había servido como atenuante por parte de energúmenos que no aceptaban un no por respuesta.
El relato y la figura de Santiago Mayart resultaban más difíciles de encajar en el conjunto, aunque estaba claro que alguien se había tomado muchas molestias para meterlo en el rompecabezas. Los cuadros, las llamadas al escritor, el libro dedicado. Sí, no cabía duda de que alguien no apreciaba demasiado a Mayart, o bien estaba convencido de que existía alguna relación entre él y las muertes de Cristina y Daniel.
Intentó concentrarse en el caso, pero fue en vano. Media hora después su mente volvía hacia la conversación mantenida la tarde anterior, hacia la carta. Hacia Ruth.