—A ver, Fort, repita eso más despacio. ¿Quién es esa tal Jessica García y qué tiene que ver con el caso?
Héctor había dicho esto en un tono amable, como mucho algo condescendiente, pero el agente se sonrojó como si acabaran de echarle una bronca legendaria.
—No —le atajó el inspector—, no se disculpe. Limítese a sentarse y a contarme con calma toda esta historia del coche.
A veces notaba que con Fort le sucedía lo mismo que con Guillermo. Esa mañana, sin ir más lejos, antes de salir de casa para ir a la clínica Hagenbach, lo había encontrado preparando una bolsa de comida. Al parecer en el instituto organizaban una recogida de alimentos para un centro cívico del barrio que ayudaba a quienes no tenían qué comer, algo que a Héctor le hizo pensar en tiempos tan pretéritos que casi le dio vergüenza. La idea era loable, sin duda, pero los brotes frescos de rúcula, de caducidad próxima, no eran lo más adecuado para llenar esa bolsa. Por fin, después de señalarle que había otras posibilidades más sensatas, Héctor acabó dándole dinero para que fuera al supermercado y comprara víveres envasados, básicos, más nutritivos y duraderos que la ensalada. Guillermo lo había sentido como una regañina y, a diferencia de Fort, le había contestado con una mueca de disgusto. Absorto, Héctor casi no se dio cuenta de que el joven agente había obedecido sus órdenes y había reiniciado el relato mientras él divagaba pensando en su hijo. Entonces se sintió culpable.
—Ellos denunciaron un robo, pero ¿y si la furgoneta no fue robada? Quizá ese tal Vicente Cortés se la pidió a Isaac y éste se la prestó.
La furgoneta quemada. Eso en sí era relativamente extraño: pocos ladrones se tomaban la molestia de prender fuego al vehículo sustraído. Lo abandonaban cuando se les acababa la gasolina y pasaban a otra cosa.
—Según Jessica, la mujer de Cortés —prosiguió Fort—, él debía cobrar una suma de dinero importante. Una cantidad que no sabemos si llegó a percibir o no.
—¿En concepto de qué?
—Le costó decírmelo, pero al final conseguí sacárselo. Vicente siempre había afirmado que estaba en la cárcel por un homicidio que no cometió. Él y un par de colegas huían de un atraco a una tienda de electrodomésticos; el dueño les persiguió y acabaron disparándole. Vicente se declaró culpable de haber apretado el gatillo y así el otro al que pillaron tuvo una condena más leve.
—¿A cambio de qué?
—Su colega era el hijo menor de uno de los patriarcas gitanos de Can Tunis, Santos Montoya.
Héctor asintió. Cualquiera que hubiera ejercido de mosso d’esquadra en esos años conocía a los Montoya, uno de los principales clanes del tráfico de la cocaína que se distribuía y vendía en Barcelona años atrás. Un negocio que había sido abortado cuando derruyeron el barrio de Can Tunis.
—Montoya acabó en la cárcel.
—Sí, poco después. Pero en junio de 2004 todavía manejaba el barrio, y trece años antes más aún. Si Vicente Cortés llegó a un trato con él, es lógico que cuando saliera de la cárcel fuera a por su recompensa.
—¿Qué más te contó esa Jennifer?
—Jessica, señor. Ese día, la víspera de su muerte, Vicente le dijo que preparara las maletas, que iba a cobrar y luego se marcharían. Ella le esperó, con su hijo, pero él no llegó.
—Ya. —Una vez metido en la historia, su cerebro avanzaba anticipando la trama—. Y supongo que el dinero no apareció.
—Exactamente, señor. Jessica acusó a los Montoya de no pagar sus deudas y éstos le enviaron a un par de sus chicos para meterla en vereda. Le dejaron muy claro que Santos Montoya siempre cumplía con su palabra y que si Cortés había perdido su paga, eso ya no era asunto suyo. Además, le dieron una paliza, a la pobre Jessy, para que no siguiera difamándolos. Así que se calló. Tampoco podía denunciarlo.
—Y da la casualidad de que Vicente era vecino de Isaac Rubio y de que todo eso coincide en fechas con el robo y el incendio de la furgoneta.
Héctor se volvió hacia el panel. Los diez mil euros encontrados en posesión de Daniel y Cristina empezaban, tal vez, a tener una explicación. Pero hacía falta más, mucho más, antes de que pudieran darse por satisfechos.
Estaban aún dándole vueltas cuando alguien llamó a la puerta del despacho.
—Perdón, ¿puedo pasar?
Era Leire Castro.
—Claro.
—He hablado con el chico de la escuela de arte y tengo noticias.
—Pase. Fort también ha conseguido nueva información. Empiece usted.
Héctor advirtió enseguida que Leire tenía algo importante que decirles. Se le notaba en la mirada, brillante. Por un momento se dijo que hacía tiempo que no contaba con un equipo tan entusiasta como los dos mossos que ahora estaban en su despacho. Muchos de sus compañeros se quejaban de la inutilidad de los jóvenes agentes, y debía reconocer que también él había estado al cargo de algún sabihondo con más arrogancia que conocimiento, pero eso no podía aplicarse ni a Fort ni, desde luego, a Leire Castro. «La maternidad le ha sentado bien», se dijo, y casi se sonrojó al darse cuenta de que estaba pensando en su físico, y no en su capacidad.
—El autor de los cuadros tiene una página web. Al parecer es una especie de maestro que se autodenomina a sí mismo el Artista. Él y un grupo de pintores intervienen en casas deshabitadas. El chico de la escuela, Joel, es un admirador. Por lo que se dice, el Artista tiene un taller secreto donde se reúne con sus discípulos. Se dedican a ocupar espacios vacíos, sólo durante unos días, y dejar su rastro artístico en las paredes. Según Joel, que va siguiendo la página con regularidad, en ella había un apartado con los bocetos de los cuadros de la casa del aeropuerto, aunque ahora todo ha desaparecido.
—¿Hay forma de localizar al Artista?
—Por lo que he indagado, se mueven en la red. Podríamos averiguar desde dónde postean. Joel me ha dicho que los afiliados a la página reciben convocatorias para la siguiente acción artística. No las anuncian en la web, supongo que por miedo a visitas indeseadas.
—Luego volveremos a hablarlo. De momento, estaría bien que ustedes dos pongan en común todo lo que han descubierto. E intenten encontrar algo sobre esa página web. Pidan el permiso para rastrear la IP, o como diablos se llame eso. Yo voy a hablar con el comisario. Ya es hora de que empecemos a ofrecer algún resultado.
La conversación con Savall se prolongó media hora larga, durante la cual Héctor tuvo la sensación intermitente de que su interlocutor le escuchaba a medias, como si su mente estuviera dividida en compartimentos estancos y sólo alguno de ellos le prestara atención.
—El caso está lejos de cerrarse, pero vamos por el buen camino. Intuyo que si conseguimos saber quién colocó los cuadros, tendremos otra pieza del puzzle. Por otro lado, si la historia del dinero se confirma de algún modo, esos tres chicos tendrán que contarnos algo distinto al cuento que llevan contándonos desde hace siete años. He pensado en hablar con Guasch, de bandas organizadas. Conocía a todo el mundo en esa época. —Dado que el comisario no decía nada, prosiguió—: Por supuesto, sigo sin descartar al sospechoso principal. He ido a ver a Ferran Badía a la clínica y no he conseguido formarme una idea clara sobre él. Y aunque no creo que sea un asesino, tampoco puedo descartarlo del todo.
Acabó el soliloquio y permaneció a la espera de alguna respuesta, que, cosa extraña en Lluís Savall, no llegó hasta transcurridos un par de minutos, precedida de un largo suspiro.
—De acuerdo. —Tomó aire, como si necesitara refuerzos de oxígeno—. ¿Y qué hay del escritor? Algo tendrá que ver el relato ese en todo este asunto.
—Ése es otro ángulo, está claro. Por eso, saber quién está detrás de unos cuadros que implican a Santiago Mayart nos dará alguna clave de su papel, o el de ese libro, en todo esto. Independientemente de que sepa algo más de lo que nos ha contado, resulta obvio que han querido señalarlo de una forma muy definida. Nunca nos habríamos fijado en ese cuento de no haber sido por los dichosos cuadros y porque el libro en sí llegó a manos de Fort. Además, y creo que en eso no mentía, Santiago Mayart afirmó que alguien le había estado acosando por teléfono.
—Es un caso extraño —comentó Savall en un tono de cansancio impropio de él—. Y los siete años que han pasado no ayudan, claro. Al menos, ahora la prensa lo encuentra aburrido.
—En fin. Lo único bueno es que la persona que los mató lleva esos mismos años creyéndose a salvo. Hasta ahora.
—¿Tú crees que se ha sentido así? ¿De verdad? No estoy de acuerdo. Si no estamos hablando de un asesino profesional o de un psicópata, ha tenido que vivir con la constante tensión de que los cuerpos fueran descubiertos, de que su crimen saliera a la luz. No, no hay calma para los asesinos, a no ser que sepan con absoluta certeza que su crimen quedará impune. Por eso me inclino por el chico ese, el que está ingresado en un psiquiátrico. Algo así volvería loco a cualquiera.
Era otra manera de verlo, en absoluto descabellada, aunque la voz del comisario se había ido ensombreciendo hasta casi convertirse en un murmullo. Sin embargo, justo después de su intervención sonrió:
—Veremos qué pasa al final. Hablamos mañana.
«Sí», pensó Héctor. Había sido un día largo y, a pesar de que era innegable que avanzaban, las direcciones que tomaba el caso eran demasiado dispersas para alcanzar conclusión alguna. «Ya basta por hoy», se dijo, aunque antes de irse a casa decidió pasar por el despacho de Jordi Guasch. Estaba vacío y Héctor tomó nota mental de hablar con el inspector a primera hora de la mañana siguiente, si lo encontraba.