Aprovechando que esa mañana tenía más tiempo, Héctor había ido a ver a Carmen antes de salir. No le apetecía en absoluto, pero tampoco quiso seguir postergando el encuentro. Darle malas noticias le hacía sentirse mal. No dárselas le dolía más aún.
Ella le abrió la puerta y él notó la aprensión en su cara. De repente la vio mayor, más frágil que otras veces. La tranquilizó. No, lo que debía decirle no era bueno, aunque tampoco era la terrible noticia que ella intentaba leer en su rostro. Le explicó lo que le había contado Ginés, con tanta suavidad como pudo. Charly huía de alguien con quien seguramente habría sido mejor que no se cruzara nunca. Eso era todo, no podía decirle más.
—Lo sabía —dijo ella—. Estaba segura de que se había marchado por algo así.
Él siguió hablando: le contó las medidas que había tomado, la alerta a sus compañeros para que, si veían a Charly, le detuvieran y le llevaran a comisaría donde al menos podrían protegerlo. Carmen asintió a sus palabras, aunque incluso a sus propios oídos éstas sonaron a excusa. No podía hacerse más y, por otro lado, quizá Charly estuviera ya lejos y hubiera logrado dejar atrás la amenaza. Héctor la abrazó con fuerza antes de irse y, por enésima vez, maldijo para sus adentros a los hijos que se empeñaban en destrozar la vejez de sus padres con un disgusto tras otro. Esa mañana le tocaba ver a otro de esos hijos, porque estaba seguro de que los padres de Ferran Badía habían sufrido más de la cuenta.
La clínica Hagenbach era tal y como Héctor la había imaginado. Desde fuera, aquellos amplios jardines hacían pensar en lo que había sido en el pasado: un chalet de alguna familia bien, luego venida a menos. Un entorno perfecto, casi idílico; nada que ver con las imágenes decimonónicas de instituciones psiquiátricas lóbregas y siniestras. Más bien tenía aire de hotel con encanto, de balneario de ciudad.
Estacionó en la parte trasera del edificio, en la zona habilitada como aparcamiento, y se fumó un cigarrillo dentro del coche antes de salir. Estaba seguro de que la entrevista con Ferran Badía tampoco sería fácil, e intentó alejar el crisol de imágenes que le habían dado de él. Para Martina Andreu, el chico recordaba a un lord Byron joven; para el juez Herrando, era un farsante, y para el inspector Bellver, un asesino con suerte. En cualquier caso, ese chico que ahora tenía apenas treinta años había pasado los últimos siete entrando y saliendo de instituciones como aquélla. Héctor no se engañaba: a pesar de que el espacio se veía agradable y los amplios jardines que lo rodeaban eran dignos de un paseo relajante, se trataba de una clínica y quienes habitaban allí eran pacientes, no clientes con derecho a reclamación. Se había informado sobre el hospital y, aunque inexperto en la materia, su juicio había sido positivo. La clínica Hagenbach parecía moverse en unas coordenadas bastante sensatas: no renegaba de la medicación, pero tampoco la favorecía en exceso. Era, eso sí, increíblemente cara.
Antes de entrar sacó las cartas de Cristina Silva que Eloy le había entregado la tarde anterior. La mayoría contaban cosas sin trascendencia, como si la joven hubiera llevado un diario donde anotaba impresiones, pensamientos y proyectos; en algunas había referencias explícitas a su vida cotidiana, a la gente que la rodeaba, a Daniel y a Ferran. Cuando había terminado de leerlas, ya de madrugada, creía comprender un poco más a aquella chica poco convencional y al mundo que se había forjado a su alrededor.
Cristina compartía la casa con los dos chicos, y ése era el espacio donde se desarrollaba su relación íntima. Fuera de ella, su vida se dividía entre las clases de escritura, a las que asistía con Ferran Badía, y el resto de su tiempo, que pasaba con Dani y, a veces, con los chicos del grupo o con su amiga Nina. A Héctor le había dado la impresión de que, en cierto modo, Cristina separaba los distintos ámbitos que componían su realidad cotidiana en un intento de alejar a los dos amantes de aquella historia de amor a tres bandas y, al mismo tiempo, de preservar parte de su independencia. En alguna de esas cartas mencionaba también el refugio, al que acudía sola o, en ocasiones, con Daniel. Cuando deseaba experimentar con drogas, lo escogía a él, como si quisiera proteger de ellas a Ferran.
Otra idea recurrente era la muerte, aunque él no había llegado a dilucidar si lo que escribía Cristina eran pensamientos impostados de una joven neurótica, una fascinación por el más allá o una inquietud real. En cualquier caso, la idea estaba allí: morir joven, al parecer, había obsesionado a la autora de esas líneas. Algo que, a la vista de las circunstancias, resultaba un detalle macabro.
Un silencio casi conventual acompañó a Héctor en su camino hacia la sala que el doctor Marcos, el psiquiatra de Ferran Badía, había dispuesto para el encuentro. Los suelos de madera clara amortiguaban las pisadas, e incluso el doctor, que iba a su lado, hablaba en un tono de voz un poco más bajo de lo normal. Héctor supuso que no era algo deliberado, más bien una costumbre, pero el resultado de tanta quietud era que cualquier ruido, una puerta al cerrarse o una risa espontánea, resonaban con una fuerza exagerada, provocando casi un sobresalto.
—Les he preparado la sala de lectura para que estén solos —informó el doctor—. Inspector, quiero que sepa que la salud mental del paciente es muy frágil, más de lo que parece. Hemos efectuado grandes progresos en los últimos tiempos. Cuando llegó le habían administrado tanta medicación durante tantos años que apenas conseguía mantener una conversación. Aquí se la hemos ido rebajando, poco a poco, y desde hace unos meses está mucho mejor.
Héctor no respondió. No tenía nada en contra de los psiquiatras, pero tampoco quería que sus diagnósticos clínicos influyeran en su juicio. Lo que pretendía en ese momento era formarse una idea sobre aquel individuo sin más interferencias.
El doctor abrió una de las puertas y le hizo pasar a una salita de dimensiones reducidas, con un ventanal que daba al jardín delantero. Había un par de butacas antiguas, orejeros de aspecto entrañable que hacían pensar en bibliotecas añejas y polvorientas. En ésta, sin embargo, no había una mota de polvo, ni tampoco demasiados libros. Un estante adosado a la pared mostraba algunos volúmenes de tapas viejas y gastadas.
—Ferran, ha llegado el inspector Salgado.
Héctor lo vio. Ocupaba una de las butacas, levantó la cabeza del libro al oírlos entrar, y él recordó la descripción que le había hecho Martina Andreu. Si siete años atrás Ferran Badía tenía aspecto de poeta decimonónico, ahora lo había perdido por completo.
De haber tenido que traducir en palabras su primera impresión, Héctor habría dicho que al hombre que tenía delante la sangre le circulaba más despacio de lo normal. Era como si alguien o algo, quizá los años de medicación, como había apuntado el doctor, hubiera apagado un interruptor interno, dejándolo a oscuras por dentro. Faltaba brillo en aquellos ojos azules, en la piel pálida, en el movimiento lento de sus manos al cerrar el libro y depositarlo sobre una mesita que había al lado. Héctor echó un vistazo al título, Otra vuelta de tuerca, el mismo que había citado Mayart en su conversación de un par de días antes. La coincidencia le intranquilizó.
—Bueno, los dejo solos —anunció el doctor antes de irse—. Si necesitas algo, avísame.
Estaba claro que la oferta iba dirigida a su paciente, como si el médico temiera que aquel inspector circunspecto pudiera herir de algún modo al objeto de sus cuidados.
Héctor tomó asiento en una butaca, al otro lado de la mesita donde Ferran había dejado el libro, y contempló durante un par de minutos el jardín que se extendía ante ellos. De ese exterior verde y soleado los separaba un cristal, y él intuyó que el joven que estaba allí se sentía a salvo detrás de esa barrera transparente.
—Bonita vista —comentó—. Es relajante.
Ferran no contestó. Tampoco esperaba una respuesta, así que desvió la mirada de la ventana y la dirigió hacia el rostro serio de su interlocutor.
—¿Pasas muchas horas aquí?
—Algunas. Los médicos no me dejan leer mucho. —Se calló y luego, después de pensarlo, añadió—: Dicen que es malo para mí. Según ellos, me desconecta de la realidad.
En sus frases se apuntaba un tinte irónico, sin embargo su expresión facial seguía impasible.
—Me temo que yo vengo a traerte la realidad aquí —dijo Héctor—. Sabes que hemos encontrado a Cristina y a Daniel, ¿verdad?
No hubo reacción, ni un asentimiento leve ni una muestra de emoción. Héctor prosiguió:
—Estaban en el refugio, como lo llamaba Cristina, una casa abandonada cerca del aeropuerto. Muertos desde hace años.
El silencio se mantuvo y Héctor comprendió que podía continuar, incólume, sin que Ferran Badía diese la menor muestra de incomodidad. Así que decidió jugársela y sacó una carta del bolsillo de la americana:
He conocido a un chico en el curso de escritura. Se llama Ferran, y es un encanto de tío. Me recuerda un poco a ti en lo serio, no te ofendas, pero es aún más tímido. Le propuse ir a tomar algo al salir de clase y casi se desmaya. Y tendrías que ver sus textos. Leemos los de todos los participantes en casa y luego los comentamos juntos en clase. Los de la mayoría son un rollo. Los suyos no. Hablaba de cosas que no se me habían ocurrido: de las falacias de la memoria, de que los recuerdos son siempre mentiras que nos contamos a nosotros mismos. Casi lloro al leerlo. Es brillante. Y él es guapo, aunque estoy segura de que se moriría de vergüenza si se lo dijera. No es el tipo de chico con el que he estado hasta ahora, pero me gusta. Y estoy segura de que va a llegar muy lejos en esto de la escritura.
Héctor había leído el fragmento sin detenerse, aunque al mismo tiempo observaba de reojo al chico que tenía tan cerca y tan lejos a la vez.
—Esto lo escribió Cristina de ti en octubre de 2003.
Ferran se volvió hacia él y, por fin, Héctor creyó ver algo de luz en aquel cuerpo, una sutil corriente de vida que asomó a sus ojos para luego volver a desaparecer.
—Hay más referencias a ti en estas cartas. Muchas. Y también a Daniel, a los dos. A los tres —corrigió—. Creo que os quería a ambos, y que los dos la queríais a ella. Y necesito entenderlo bien para saber qué les pasó.
—¿Por qué? ¿Qué más da?
Héctor cambió de tono, adoptó otro más serio, más tajante, casi apasionado:
—Porque Cristina y Daniel estaban vivos y ya no lo están. Porque alguien les abrió la cabeza con una barra de hierro. Porque el que lo hizo no se merece estar en libertad. Porque la verdad importa, Ferran.
—La verdad no importa tanto, inspector. Ellos están muertos, eso es lo único que ha importado siempre.
—Pues háblame de cuando estaban vivos. Nadie muere del todo mientras otros lo recuerdan o piensan en él.
Una sonrisa irónica se abrió paso, despacio, en aquellos labios finos.
—Buen intento, inspector. Eso se lo dije yo a su compañera, la subinspectora Andreu. Ella también intentó que confesara.
—Yo no te pido una confesión —le cortó Héctor—. Sólo que me cuentes qué sentías por Cristina y Daniel.
—¿De verdad le interesa?
Hubo una pausa eterna, unos minutos en los que Héctor temió que la conversación acabara ahí. Por eso sacó otra de las cartas, fechada en marzo de 2004; por eso volvió a leer:
Sé que te vas a enfadar, si estuvieras aquí a lo mejor incluso me dabas un cachete, como hiciste una vez, cuando era pequeña. Ya ves que me acuerdo de todo. Tengo que contártelo, y espero que lo comprendas y me comprendas a mí. Nos fuimos de viaje, los tres, a Ámsterdam. Una mañana estuvimos en la casa de Ana Frank y no sé qué me pasó: esas ventanas negras me pusieron nerviosa, la idea de aquella niña encerrada allí, con su familia, esperando la muerte, me revolvió el estómago. Tuve que salir, bajé corriendo aquellas escaleras estrechas porque me faltaba el aire. Creo que Ferran se asustó. Dani no estaba, había fumado demasiado la noche anterior y se había quedado en el apartamento. Me abracé a Ferran, llorando sin saber por qué, y él me consoló. Hacía mucho frío y regresamos a casa en uno de esos tranvías. Es curioso llamar «casa» a un sitio provisional, de paso, pero así lo sentía. Dani se había despertado y me besó. Sus besos siempre anuncian sexo. Ferran se dio la vuelta, para dejarnos solos supongo. Y yo no quería que se fuera, quería tenerlo conmigo, con Dani, quería tenerlos a los dos a mi lado, así que extendí la mano hacia Ferran y lo atraje hacia nosotros. De repente, sin darme cuenta, cambié los labios de Dani por los suyos. Y nos abrazamos, como si por fin fuéramos conscientes de lo que nos sucedía. Después de muchas miradas, de muchos silencios, comprendimos que eso era exactamente lo que deseábamos. Estar juntos, los tres.
Al levantar la vista de la carta, Héctor se percató de que Ferran había extendido la mano hacia él y, tras dudarlo unos segundos, se la entregó. El chico la leyó, despacio, de principio a fin; luego la dobló y se la devolvió.
—Ésa fue la primera vez —dijo, y la atonía de su voz no pudo ocultar que la nostalgia dolía—. Ahí empezó todo. Sólo duró tres meses, inspector. ¿Usted cree que se puede vivir en tres meses más que en toda una vida?
—Creo que hay experiencias que se viven muy intensamente, duren cuanto duren —respondió Héctor.
Ferran asintió.
—Tiene razón. Supongo que sabíamos que no sería eterno. Y desde luego yo no dudaba que Cris acabaría con Dani, y que yo tendría que apartarme. Pero no podía, y ellos tampoco me dejaban.
Se había abierto el foso de los recuerdos. Ahora Héctor debía limitarse a hacer las preguntas correctas y rezar para que aquella atmósfera de confidencia no se disipara.
—¿Y Daniel? ¿Cómo se lo tomó?
—No lo sé. En general parecía cómodo, sobre todo cuando nos acostábamos juntos. En el resto de las situaciones, un poco menos.
—¿Tú le querías? ¿Le admirabas?
—¿Usted lo ha visto? Era imposible no admirar a Dani, no quererlo. A veces pienso que, en el fondo, tanto Cris como yo estábamos enamorados de él, y eso nos asustaba. Porque… Porque creo que Dani no era capaz de amar como ella y yo lo entendíamos. No es que fuera mala persona, ni frío; para él todo era enormemente sexual. Intenso y fugaz. Luego, en la vida cotidiana, era mucho más independiente que nosotros.
Héctor asintió. Empezaba a entender aquel triángulo, hasta el punto limitado en que puede comprenderse cualquier historia de amor.
—¿Fue él quien quiso terminarlo, después de la aparición de su padre?
Ferran lo miró sorprendido.
—Más o menos. No exactamente terminarlo, pero sí cambiar las reglas.
—¿Dejarte fuera?
—No llegó a decirlo así. Es raro. Supongo que a su manera también nos necesitaba, o al menos necesitaba saber que podía contar con nosotros.
—¿Qué pasó después de la bronca con el padre de Dani?
—Hubo otra, entre Dani y Cris. Ella volvió a su piso.
—Pero ¿regresó?
—Sí. Ya no se quedaba tanto, venía y se iba. Dani tampoco estaba mucho por casa, andaba muy liado con los ensayos y…
—¿Las drogas?
Ferran asintió.
—Cocaína. Porros. Se lo pasaba todo uno de los del grupo, el batería.
—¿Y tú? ¿Qué hacías?
—Esperarlos. Y seguir con mis clases, con el curso…
—¿Cristina seguía asistiendo?
—Sí. No entregaba nada, pero venía. Y fue en una de esas clases, poco después, a principios de junio, cuando se desmayó.
—¿Se desmayó?
—Algo parecido.
—¿Estaba enferma?
—No. No es eso. Fue como el día en la casa de Ana Frank, empezó a temblar y tuve que salir con ella al patio.
—¿De qué iba la clase?
—Habíamos analizado este libro, Otra vuelta de tuerca —dijo señalando el ejemplar de la mesita—. Santi nos pidió que narráramos en forma de relato corto una de nuestras peores pesadillas.
Héctor asintió; habría preguntado más, pero Ferran seguía hablando y no quiso interrumpirlo.
—Después de eso, ella se marchó. Me dijo que se iba unos días, que le daba vergüenza volver al curso.
Se calló. Héctor presintió que el torrente de confidencias estaba a punto de agotarse, que en cualquier momento Ferran volvería a su silencio. No le quedaba más remedio que insistir:
—Pero regresó.
—Sí. Volvió con Dani. Supongo que le llamó y él fue a buscarla.
—¿Y a partir de ahí?
—Fueron directamente al piso de Cris. No… no quisieron verme. Cris me llamó; me dijo que estaba bien, que en esos días había aprendido cosas, que necesitaba pensar, estar sola.
—¿Volviste a verla?
Él asintió.
—Una vez más, el día de San Juan, cuando se despidió. Pensaban irse de vacaciones. Me prometió que me llamaría más adelante, para que fuera con ellos.
—Te sentiste rechazado, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Tú sabías dónde estaba el refugio, ¿no es así? —Héctor seguía presionando, se le acababa el tiempo—. Deja que sea yo quien continúe el relato: Cristina vino y te dijo que se marchaba con Dani, que quería irse con él un tiempo, solos.
—¿Y luego qué, inspector? ¿Qué hice después? —Su expresión había cambiado, ahora observaba a su interlocutor con algo similar al desdén—. ¿Seguirlos hasta la casa, matarlos a golpes y tirarlos en el sótano? Es lo que quiere oír, ¿no?
—Quiero oír la verdad. Quiero que se haga justicia.
—¿Verdad? ¿Justicia? —Se rió con una amargura lacerante—. En un mundo donde no decides cuándo naces ni cuándo mueres no puede haber justicia. Por eso prefiero los libros, tienen principio y final, un desenlace coherente y meditado. En la vida nada es así, y si intentas ser consecuente, si dices que estás harto y quieres acabar, te toman por loco y te encierran aquí o en sitios peores. Sin embargo, ahora sé que uno puede ser el autor de la historia. Hacer que pasen cosas. Provocar en lugar de quedarse a un lado.
Héctor lo miraba fijamente intentando entender qué ideas le cruzaban por la cabeza a ese chico.
—¿Qué quieres decir con eso?
Ferran sonrió.
—No me entiende, ¿verdad? —Se irguió en la silla y miró hacia el jardín—. En realidad, no está tan mal que te crean loco. Te concede mucho tiempo para pensar.
—¿Pensar en qué? —insistió Héctor.
—Sólo reflexionar. Y leer.
Ferran se volvió hacia él después de darle esa respuesta y Héctor reaccionó ante un semblante que había adoptado una expresión indiferente, casi cínica.
—Desde luego, es mejor estar aquí que muerto —le dijo en un nuevo intento de alterar esa máscara.
—Durante mucho tiempo creí que no.
—¿Y ahora?
Ferran volvió a sonreír antes de contestar.
—Ahora me alegro de estar vivo.
—¿Ya no les echas de menos?
—Siempre, inspector. Todos los días. ¿A usted no le ha pasado? Pensar en alguien cuando te despiertas, a media mañana; cuando te acuestas, cuando no puedes dormir. Sentir que tu vida sin ellos está vacía.
Héctor asintió.
—El tiempo suele aliviar algo estas cosas.
—Ésa es una frase hecha, inspector.
—Eso no significa que necesariamente sea falsa.
—Deje que le diga una cosa: si existiera un servicio que eliminara a la gente triste de este mundo, ¿cuántos creen que pagarían por que alguien terminara con su vida? ¿Cuántas existencias grises invertirían su dinero en acabar con todo? Una muerte indolora, un final decidido y perfecto.
—Eso sería un asesinato, Ferran.
—Ya.
—Te lo preguntaré una vez: ¿mataste a Cristina y a Daniel?
Ferran bajó la cabeza, todo su cuerpo pareció encogerse, y por un instante Héctor temió que rompiera a llorar. Era ahora o nunca.
—Contesta a mi pregunta —insistió en voz baja.
—¿Usted qué cree? —preguntó con un hilo de voz.
—Creo que en algún momento esa historia te superó. Quizá pensaste que te habían utilizado y luego abandonado. Quizá sentiste una rabia inmensa y explotaste. Quizá después te arrepentiste y por eso te preocupaste de dejarlos juntos, como ellos habrían querido.
La mirada que Ferran le lanzó habría podido taladrar un diamante.
—Son muchos quizás, ¿no le parece?
—No has respondido a mi pregunta. ¿Los mataste?
—No.
Hubo algo en la negativa que no resultó del todo convincente, un titubeo, unos puntos suspensivos que Héctor escuchó con la misma claridad que la palabra.
—¿Hay algo más, Ferran? Estoy aquí para averiguar la verdad.
—No voy a seguir hablando con usted. Márchese, por favor.
Héctor sabía que ése era el final; no podía seguir presionándolo. No obstante, hizo una última apuesta.
—Como te gusta leer, te he traído un libro. El nombre del autor te sonará.
Sacó un ejemplar de Los inocentes y otros relatos y lo dejó encima de la mesita.
—Espero que te guste. Volveremos a hablar.
En la cara de Ferran Badía había un rictus tenso que el chico intentó disimular sin éxito. Ni siquiera cogió el libro; abrió el que estaba leyendo cuando él entró y fingió proseguir con la lectura.
Desde la puerta, Héctor se volvió para observarlo. Sus facciones no se habían relajado y su cara era una máscara que nadie habría podido definir con seguridad. Concentración. Seriedad. Y algo más, aunque era tan leve, tan contenido, que Héctor no terminaba de creerlo. En los labios de Ferran Badía había aparecido algo muy similar a una sonrisa de satisfacción.