La mañana de aquel jueves, Roger Fort llegó tarde al trabajo por primera vez en su vida. Se había dormido y el inicio del día le deparó una imagen insólita: el perro estaba tumbado a los pies de la cama, masticando alegremente su despertador. Entró en comisaría preocupado por la reacción jocosa de Leire y Salgado, pero se sorprendió al ver la silla vacía de su compañera y el despacho cerrado de su jefe. Así que decidió seguir adelante con un aspecto de la investigación que había comenzado, de la forma más inesperada, la tarde anterior. Roger había hablado por teléfono con Hugo Arias, que, como era de esperar, repitió la historia de los demás miembros del grupo. Se había mostrado amable y había anunciado su intención de viajar a Barcelona ese fin de semana, poniéndose a su disposición para una entrevista en persona.
Luego había llamado a Gabrielle Anvers, la joven francesa que había puesto la denuncia contra Leo Andratx. La chica no era muy comunicativa: admitió que Leo había estado acosándola, sin decirlo con esas mismas palabras. De hecho, la conversación, planteada como rutinaria por Fort, estaba a punto de terminar cuando ella formuló una pregunta que, vista en perspectiva, no era del todo inocente. «Todo esto es por el compañero del grupo de Leo, el cantante que desapareció, ¿verdad?». Luego se había reído y había añadido con intención, antes de colgar el teléfono: «Si hablan con Leo, pregúntenle por la furgoneta, la que les robaron».
Y Roger había buscado en los papeles de Leire todo lo relativo a la denuncia por la furgoneta robada. Se trataba de una Nissan vieja, de color blanco, que había sido sustraída, según el informe, el día 20 de junio de 2004, y localizada dos días después, calcinada por el fuego, en un descampado cercano a Can Tunis, aquel barrio de barracas que se extendía entre el puerto y el cementerio de Montjuïc. El supermercado de la droga, lo llamaban antes de que fuera borrado del mapa en el verano de ese mismo año. Hasta ahí no había nada sospechoso, y Fort estaba a punto de volver a llamar a la chica francesa para pedirle una aclaración cuando se le ocurrió, por pura rutina, buscar las defunciones entre los días 20 y 22 de junio.
El listado era largo: unas veinte personas habían fallecido entre esos tres días en Barcelona ciudad. De todas esas muertes se habían realizado únicamente cuatro autopsias: dos correspondían a ancianas que habían fallecido solas, en sus domicilios, días antes de que se las encontrara; la tercera era la de un hombre de veinticuatro años, víctima de un accidente de caza, y la cuarta correspondía a un tal Vicente Cortés, de treinta y tres años, hallado muerto en Montjuïc. En un principio el cuerpo abandonado en plena montaña y los antecedentes del fallecido habían despertado sospechas; sin embargo, tras los análisis pertinentes, se había achacado su muerte a causas totalmente naturales: un infarto cerebral masivo. Fort tampoco le habría dedicado más tiempo de no haberle llamado la atención un detalle: la dirección del fallecido que constaba en el informe no le era desconocida. La calle Alts Forns, número 29, era el mismo inmueble donde vivía Isaac Rubio, entonces de manera permanente y ahora temporal.
Nada y, al mismo tiempo, algo que investigar, sobre todo aquella mañana en que compañera y jefe brillaban por su ausencia. Según los informes que había recopilado, el tal Vicente Cortés había sido una buena pieza: condenado por homicidio a los diecinueve, había pasado encerrado trece años de los quince que tenía que cumplir. En realidad, el pobre tuvo mala suerte, ya que el ictus le envió al otro barrio apenas unas semanas después de que saliera con la condicional. «Trece años en la cárcel y otros tantos días de libertad», pensó Fort. «Si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos», decía su madre. Al menos, no todo habían sido clavos en la vida de Cortés: mientras estaba en la trena se había casado con una tal Jessica García y cuatro años antes de salir habían tenido un hijo.
La historia no tenía nada que llamara la atención, aparte de la coincidencia de fechas con el robo de la furgoneta y con el domicilio de Isaac, pero Fort recordó de nuevo el comentario de la francesa, hecho con aquellas «erres» guturales que, a él al menos, siempre le excitaban un poco —«Pregúntenle por la furgoneta, la que les robaron»— y decidió que no perdía nada por hacer exactamente eso, preguntar.
Leire estaba haciendo por su cuenta algo muy parecido a lo que Fort se llevaba entre manos, aunque con otros protagonistas. Llevaba días pensando en el estudiante de la escuela Visor, aquél a quien había dado su tarjeta con la esperanza de que se pusiera en contacto con ella voluntariamente. Pues bien, la paciencia no era su fuerte y habían transcurrido días suficientes para que el chico se hubiera decidido a usar la tarjeta que ella le dio. Así que aquella mañana decidió hacerle caso a su instinto. La ayudó en su resolución el hecho de que, cuando estaba llegando a comisaría, recibió una llamada del sargento Torres, de la policía municipal de El Prat.
—¿Agente Castro? Aquí Torres. Llamaba para decirle que hemos estado investigando a los supuestos okupas. Y digo «supuestos» porque ahora se diría que no los ha visto nadie.
Leire asintió; ella tenía la misma impresión desde el principio. Aquella casa limpia, los platos fregados en la cocina, el perro dócil.
—Nos han comentado algo que quizá sea de interés: unos chicos vieron un coche aparcado frente a la casa, días atrás, y a unos tipos bajando unos paquetes.
—¿Qué clase de paquetes?
—No pida tanto. Uno dijo que eran como carpetas. Supuse que se trataba de los lienzos, claro.
—¿Algún detalle del vehículo?
—Sí, los chicos de por aquí se fijan en esas cosas: un Mégane de color blanco, nuevecito. A la matrícula no llegaron, claro.
—Entiendo. Muchas gracias, sargento.
—De nada. Pueden contar conmigo, ya se lo dije.
Así que, en lugar de entrar en comisaría, Leire llamó a Fort para informarle de que volvía a la escuela Visor, a hablar con aquel estudiante de arte. Como nadie contestó al teléfono, se dirigió a la escuela en uno de los coches de servicio. Además, el chico se asustaría menos si lo abordaba ella sola que si se presentaban los dos, como una pareja de polis de manual. No creía que la gestión le llevara más de una hora.
Aunque en la puerta de la peluquería de barrio donde trabajaba Jessica García había un cartel de un modelo masculino con un peinado imposible, dentro sólo había mujeres, al parecer inmunes al olor acre de los tintes y los líquidos de permanente. A Roger, por el contrario, casi le lloraban los ojos, lo cual no ayudaba en absoluto a configurar una estampa muy digna. La dueña lo observó de arriba abajo, evaluándolo de un vistazo rápido, y le escuchó, no con muy buena cara, mientras las clientas fingían leer revistas. Fort estaba seguro de que, aun debajo de los secadores, no se perdían ni una coma de la conversación.
—¡Jessy! —dijo la dueña—. Ven un momento cuando termines de peinar esa melena.
Fort prestó atención para ver quién respondía; había tres chicas, dos de ellas muy jóvenes, y una tercera, que fue la que asintió sin decir palabra. Estaba de espaldas, así que sólo la veía a través del espejo que ocupaba una pared entera del establecimiento. A juzgar por su expresión, no podía decirse que Jessy pareciera exactamente deseosa de hablar con él.
—Seguro que el niño de ésta se ha metido en otro lío de los suyos —cuchicheó una de las señoras, en voz lo bastante alta para que Jessy soltara un bufido.
La dueña lanzó una mirada amenazante en dirección a la que había hecho el comentario y ésta optó por callarse, aunque siguió murmurando algo para sus adentros. Unos diez minutos más tarde, Jessica García, Jessy, acompañó a su clienta a la caja con una sonrisa forzada, le cobró sin prisas y luego miró al hombre que la esperaba.
—Quince minutos, Jessy. ¡Ni uno más! ¡No te pases! —advirtió la dueña.
Salieron a la calle. La peluquería se encontraba en pleno paseo de la Zona Franca y Jessy avanzó con paso rápido hacia la plaza donde días atrás se había encontrado con Isaac. Se quedaron allí, de pie, apoyados contra la valla que separaba las terrazas de la zona infantil.
—A ver, ¿qué quieren ahora? —preguntó beligerante.
—Nada que tenga que ver con su hijo —trató de tranquilizarla Fort—. De hecho, sólo he venido a hacerle unas preguntas. Puede no responderlas si no lo desea, pero me ayudaría a aclarar un par de cosas.
—¿Ahora la poli pide ayuda? —Se rió, y se acercó un cigarrillo a los labios—. Esto es nuevo.
Como Fort no tenía ganas de dejarse provocar, decidió ir directo al grano. Quince minutos no daban para perderse en preliminares.
—¿Conoce a Isaac Rubio?
La pregunta la pilló por sorpresa, lo cual no era malo.
—¿Al Rubio? ¿A qué viene esto?
—Estamos investigando las muertes de dos amigos suyos que ocurrieron a principios del verano de 2004. Los cadáveres de ambos acaban de ser encontrados.
—¿Y han venido a preguntarme a mí por él? —El escepticismo se notaba en cada sílaba.
—Le conoce, ¿no?
—Era un colega del barrio. Ahora ha vuelto, ¿por qué no hablan con él y me dejan a mí en paz?
—Es pura rutina. Estamos reuniendo información, sobre él y sobre otros. ¿Era también colega de su marido, Vicente Cortés? —lanzó la pregunta como quien dispara al aire, esperando que caiga alguna presa que ni siquiera era capaz de ver.
—Andaba por ahí, en el grupo. Entonces el barrio era otra cosa. Pero no eran amigos. ¡Joder, si por lo menos se llevaban diez años!
—Su marido falleció poco después de salir de la cárcel.
Fort vio que aún le dolía. Cortés quizá fuera un asesino convicto; sin embargo, a juzgar por esa mirada herida, esa mujer le había querido.
—La vida hace esas putadas.
—Lo encontraron en Montjuïc.
Ella arrojó el cigarrillo al suelo, con fuerza.
—¿Ha venido a amargarme el día? Sí, lo encontraron muerto. Tirado como un perro. Tuvo un derrame cerebral, o eso dijeron. ¿Qué coño tiene que ver esto con ese chico?
Fort pasó por alto la pregunta.
—¿«Dijeron»? ¿Usted sospecha otra cosa?
Jessy desvió la mirada.
—A mí ya me enseñaron que no tengo derecho a sospechar nada.
—Escuche, no disponemos de mucho tiempo. Usted debe volver al trabajo y yo también. ¿Qué cree que le pasó a Vicente?
—No estoy loca, agente. Sé que murió de un derrame cerebral, en eso no tenían por qué mentir. Lo que no sé es qué estaba haciendo en la montaña de Montjuïc mientras yo lo esperaba en casa con las maletas listas para largarnos.
—¿Se iban?
—Sí. Nos marchábamos de este puto barrio. —Parecía a punto de llorar, aunque las lágrimas no llegaron a asomar a sus ojos. Quizá se habían hartado ya de salir—. Para siempre. Eso me dijo: iba a cobrar una deuda y con la pasta empezaríamos una nueva vida. Estaba contento. Joder, debería haber imaginado que algo malo iba a pasarle. A la gente como nosotros la felicidad nos dura poco. Siempre hay un palo que nos devuelve a la miseria y cuanto más se ilusiona una, más fuerte es la hostia.
La escuela Visor abría sus puertas a las nueve y media, pero Leire no vio al alumno que buscaba hasta casi las diez. Andaba como si estuviera medio dormido, arrastrando los pies, y ella se dijo que ese estado de somnolencia iba a tardar poco en desaparecer. Lo esperaba en la puerta y no dudó en pararlo antes de que entrara.
—¿Te acuerdas de mí?
El chico intentó seguir adelante, y balbuceó algo sobre una clase que empezaba en ese momento.
—Mira, hablamos aquí o en comisaría. O en los dos sitios.
—¡Eh! ¿De qué vas? —protestó él.
Ella lo miró fijamente.
—¿Sabes lo que es la resistencia a la autoridad? ¿La ocultación de pruebas? ¿La obstrucción a la justicia en un caso de asesinato?
—¿Asesinato? ¡Estás loca!
Leire pasó por alto el insulto y se tragó las ganas de esposarlo y llevarlo a comisaría. «Pero no me tientes por segunda vez», pensó.
—No. No estoy loca. Hablo muy en serio. Así que si tienes la más mínima idea de quién pintó esos cuadros, lo mejor es que me lo cuentes. Ya.
El chaval soltó un bufido, la misma clase de expresión que habría usado si su madre acabara de reprenderle por tener su cuarto hecho unos zorros.
—No quiero meterme en líos.
—Decir la verdad es la mejor manera de evitarlo.
Él estuvo un rato evaluando la situación. Apoyó el peso en un pie y luego en el otro, trató de sonreír y por fin asintió.
—Vale. Si te digo lo que sé, prométeme que me dejarás fuera de esto. No quiero que mis padres se enteren.
—Ahora mismo no puedo prometerte nada, pero lo intentaré. Palabra. ¿Quién los pintó? ¿Fuiste tú?
—¿Yo? ¡Qué más quisiera! —El chico sacó un móvil de última generación y buscó una dirección en el navegador—. Échale un vistazo a esto.
Y Leire, asombrada, contempló una página web con decenas de imágenes. Los temas eran diversos, aunque no podía negarse una uniformidad en su estilo e incluso en los elementos que componían los dibujos. Y algo más: la página, llamada Kasas Konkistadas, anunciaba que todos los cuadros que aparecían en la galería de imágenes habían sido depositados en casas vacías, una reivindicación desde el arte de esos espacios como lugares habitables. Los artistas colaboraban desde distintas ciudades del mundo y, por supuesto, había alguno que intervenía en casas de Barcelona.
—Espera —le dijo el chico—, deja que te enseñe una cosa.
Siguió buscando en la web durante unos minutos y su cara iba demostrando una perplejidad creciente.
—¡Te juro que estaban aquí! —exclamó—. Había una carpeta con un título raro. Es muy bueno, se hace llamar el Artista. Dentro de la carpeta había fotos de esos cuadros que encontrasteis. Te lo juro.