25

—Menuda mañana —dijo Leire, a punto de subir al coche—. Me apetece conducir, ¿te importa? Así al menos tengo la sensación de hacer algo útil.

Fort ocultó una sonrisa. Se estaba acostumbrando ya a la impaciencia de su compañera, y en el fondo le divertía. Él no sentía que hubieran perdido las horas invertidas en interrogar a Leo Andratx y a Isaac Rubio, aunque debía admitir que ninguno de los dos había añadido nada importante a un caso que, cada vez más, parecía tener un único sospechoso viable: Ferran Badía.

Leo les había atendido en una cafetería cercana a la sede de la empresa de telefonía móvil donde trabajaba. Leire había llevado el peso de la entrevista, que sólo había servido para confirmar lo que él había dicho siete años atrás. No tenía la menor idea de qué les había podido pasar a sus amigos; en su momento, cuando desaparecieron, él se mostró firmemente convencido de que se habían marchado por voluntad propia.

—Eran así, ¿saben? Un poco… bohemios, aunque no sé si es la palabra correcta.

—¿No le extrañó no tener noticias suyas durante todo el verano?

—La verdad es que no. Desde que Dani no se presentó en el concierto, nos veíamos menos. Y con Cristina nunca me llevé muy bien. Bueno, ni bien ni mal. Era la novia de Dani, eso es todo.

—¿Y en septiembre?

Leo se encogió de hombros.

—Ahí sí que me pareció raro, cierto. Estaba claro que ustedes, bueno, la policía, pensaban que algo malo les había pasado. Pero tampoco aclararon nada, así que… —Abrió los brazos como si quisiera dar a entender que si ellos, los profesionales, no habían alcanzado ninguna conclusión, menos iba a hacerlo él—. Me temo que con el tiempo me olvidé de ellos. Ya sé que suena terrible, pero en realidad nos dispersamos todos. Hugo se fue a Madrid, no sé dónde anda Isaac. Lo que nos mantenía unidos era el grupo. Cuando se rompió, cada uno hizo su vida.

—¿Y por qué se rompió?

Leo se rió. Tenía una risa atractiva, de chico de buena familia, y una boca de dientes perfectos. Y el traje tampoco le sentaba nada mal, a juzgar por las miradas que de vez en cuando le lanzaba la camarera de la cafetería desde la barra.

—Yo qué sé. —Apoyó ambas manos sobre la mesa—. No le diré que éramos unos críos, porque no es verdad. A veces parece que haya pasado más tiempo, pero sólo han sido siete años. Supongo que el día del concierto, cuando Dani no se presentó, nos dimos cuenta de que aquello era un pasatiempo, nada más.

—Tuvo que molestarles que los dejara colgados…

—Hombre, claro. Habíamos ensayado mucho, y sin Dani, el cantante, no podíamos salir. Pero ya le he dicho cómo eran.

—«Bohemios», sí —dijo Leire—. ¿Les dio alguna razón? ¿Justificó su ausencia de algún modo?

—¿De verdad le interesa eso ahora?

—Si no me interesara, no lo preguntaría.

—Vale. —Entrecerró los ojos, como quien se esfuerza por recordar—. Creo que dijo que había tenido algo más importante que hacer.

—¿Algo con Cristina?

—Supongo. Las chicas suelen ser exigentes. —Lo había dicho en tono ligero; la frase, sin embargo, estaba teñida de algo menos banal—. Sobre todo las intelectuales.

—¿Conocía a Ferran Badía? —preguntó Leire, cambiando de tema de repente.

—Poco. Ya nos lo preguntaron. Apenas crucé dos palabras con él.

—Pero ¿sabía…?

—¿Lo de su historia con Dani y Cris? Sí, claro. No lo escondían.

—¿Y qué le parecía?

—¿A mí? —Volvió a reírse—. Me daba igual. Lo que hicieran los tres era asunto suyo. Personalmente, no me metería en una película así. No me van los tíos, en ningún caso.

—Ya.

—Mire, agente, teníamos veintipocos años. Si Dani y Cris querían jugar con terceros, estaban en su derecho. Ya no estamos en la Edad Media, los tríos no son algo tan extraño —comentó en el mismo tono frívolo de antes—. Incluso los mossos deben de practicarlos de vez en cuando.

—No estamos en la Edad Media, eso lo sabemos —concedió Leire—. Y no nos importan los tríos que hagan los adultos. Sin embargo, en este caso, dos de los tres participantes terminaron así.

Fort aún no había visto a Leire en acción en un interrogatorio. Verla sacar las fotos de los cadáveres y colocarlas delante de la mirada asombrada de Leo Andratx supuso un impacto incluso para él. Y el tono, que hasta el momento había sido educado y distante, adoptó de repente un timbre endurecido, más personal.

—Es horrible, ¿verdad? Alguien los golpeó con un instrumento contundente, un palo de hierro probablemente, hasta matarlos. A Dani la muerte le llegó rápidamente, pero a Cristina le propinaron al menos media docena de golpes hasta abrirle el cráneo. Luego los cubrieron con ese hule y los bajaron al sótano de la casa; allí dejaron también sus mochilas, con sus objetos personales y un sobre con una cantidad de dinero bastante elevada. Así que, por favor, deje ese tono y conteste con seriedad a mis preguntas.

A favor de Leo cabía decir que su rostro expresaba ahora una profunda consternación; no fingía, Fort habría podido jurarlo. Tragó saliva e intentó desviar la mirada de los cadáveres.

—Lo siento. No intentaba banalizar…

—¿Sabía cuál era el refugio del que hablaban Daniel y Cristina?

—No. No tenía ni idea. De verdad.

—¿Y del dinero? ¿De dónde pudieron sacarlo?

Leo meneó la cabeza, e involuntariamente se mordió el labio inferior.

—No lo sé —dijo por fin—. Ninguno de los dos trabajaba entonces, los mantenían sus padres, y no iban muy sobrados, por lo que yo recuerdo.

—¿Está seguro?

—Claro. —Por un momento, la desazón desapareció de sus ojos y fue reemplazada por una mirada más fría, intencionadamente contundente.

—Un par de cosas más, señor Andratx. ¿Le suena de algo este libro? Lo ha escrito Santiago Mayart. Fue profesor de Cristina.

—Me temo que no soy un gran lector, agente.

—Ya. Le gusta más escribir en su blog.

Leo se sonrojó un poco.

—¿Lo ha leído?

—Algo —admitió Leire—. Es curioso, y perdone que se lo diga, no tiene usted aspecto de indignado.

—¿Quién banaliza ahora las cosas, agente? —Acompañó la pregunta con una sonrisa, diseñada para quitarle hierro al comentario—. ¿Hay un uniforme para la indignación?

—Tiene razón, a veces nos dejamos llevar por los tópicos.

—Supongo. De todos modos, tampoco va tan desencaminada. La protesta está bien y es legítima; sin embargo, hace falta alguien que la dirija. Que la organice.

—¿Y usted es ese alguien?

—Por supuesto que no. Al menos, no solo. Este país necesita un cambio, hay muchas cosas que tienen que acabar si queremos salir adelante. La primera es este gobierno. Pero ése es otro tema, y no tengo mucho más tiempo ahora. ¿Puedo pedirles un favor? Si hablan con Isaac, ¿podrían decirle que me gustaría verle? Perdí su número y, bueno… Nada, simplemente díganselo, por favor.

Leire se paró en un semáforo en rojo. La Gran Via iba tan lenta como siempre. Ninguno de los dos había dicho una palabra desde que iniciaron el trayecto en el paseo de la Zona Franca, donde se habían visto con Isaac Rubio.

—¿En qué piensas?

—¿Ahora mismo? —preguntó Fort—. Que Leo Andratx es un gilipollas.

La respuesta de su compañera fue una sonora carcajada.

—Estamos de acuerdo.

—Y en que algo no encaja en toda su imagen —prosiguió Roger—. ¿Has visto el traje?

—¿Tú también te has fijado?

—¡Eh, los hombres también miramos ropa!

—Valía una pasta —dijo Leire—. Y la corbata, y los zapatos.

—Eso no sale de su sueldo, no si es un comercial pelado. Además…

—Se da demasiados aires, ¿verdad?

—Exacto. La empresa de su padre quebró en diciembre pasado. Claro que podía tener todo el atuendo de antes, pero aun así… —Fort se paró—. Es raro, como si el personaje en conjunto no fuera del todo real. Va de manipulador de la masa, se viste como un pijo, tiene una carrera en económicas, un padre que fue empresario de éxito para el que nunca trabajó y un empleo de mil doscientos euros al mes. Algo no encaja.

—¿Y el otro? ¿Isaac Rubio?

—Me cayó mejor, la verdad —admitió Roger.

—A mí también. Pero estaba tan nervioso. Casi asustado.

Fort asintió.

—Sin el casi. Pero tampoco nos ha dicho nada. No sabía dónde estaba el refugio, no tenía ni idea de lo del dinero. La verdad es que contestaba apenas con monosílabos.

El semáforo cambió a verde y luego a ámbar sin que se moviera un solo vehículo. Leire soltó un bufido.

—Voy a llamar a la canguro. No he sabido nada del niño en toda la mañana.

Mientras lo hacía, Fort repasaba mentalmente la entrevista con Isaac Rubio. Mucho menos expansivo y seguro de sí mismo que Leo, mucho más parco en palabras, sacarle información había sido difícil y, como había dicho Leire al principio, bastante improductivo. Sí, la verdad era que seguían como antes, y por primera vez se sintió desalentado, como si el caso que llevaban entre manos pudiera ser uno de esos que quedan sin resolver, igual que siete años atrás.

De pie frente al panel, Héctor revisaba los escasos datos que se habían añadido en esos días de trabajo, aquejado, sin saberlo, de un desánimo parecido al que había afectado a Fort unas horas antes. Por un lado, tenían la disposición de los cadáveres, el relato y los cuadros, todo ello relacionado, aunque fuera de manera indirecta, con Santiago Mayart. Por otro, estaba el dinero, aquellos diez mil euros de los que nadie parecía tener noticia alguna. Finalmente, y aunque le fastidiaba dar la razón a Bellver, contaban con un único sospechoso real, al que vería al día siguiente. Esos chicos quizá se hubieran enfadado con Daniel por no presentarse en el concierto, pero era improbable suponer que hubieran pagado su enojo partiéndoles la cabeza a él y a su novia. No. Ninguno de ellos tenía pinta de psicópata, y aunque Leo Andratx había demostrado tender a la violencia, por las denuncias se deducía que era una reacción espontánea, no premeditada y, por lo que había leído, no tan extrema. Siempre cabía la posibilidad de un odio profundo, intenso, que estallaba en el momento menos adecuado y llevaba a la gente normal a cometer un crimen. Hacía falta un motivo, sin embargo, una chispa que encendiera esa mecha incontrolable, y Héctor no terminaba de encontrarlo por ninguna parte.

De repente tuvo la sensación de que había algo en la personalidad de las víctimas que se le escapaba. Obedeciendo a un impulso que algunos llaman instinto, buscó en sus papeles y marcó el número de Eloy Blasco. El viernes pasado le había parecido que aquel hombre tenía cosas que decirle sobre Cristina y también ganas de hacerlo. Diez minutos después salía de la comisaría y tomaba el metro, algo que hacía de vez en cuando, para encontrarse con él al final de la Rambla, no muy lejos de donde Ramón Silva tenía las oficinas de su empresa de transportes.

Llegó a la hora acordada y se dedicó a observar el gentío que siempre, a todas horas, transitaba por aquella avenida en la que ni un solo barcelonés solía poner los pies si no era estrictamente necesario. El porqué la Rambla había alcanzado fama internacional era algo que escapaba a la comprensión de muchos habitantes de la ciudad, él incluido. Esperó sin inmutarse unos diez minutos, entretenido con la fauna que ascendía y descendía la calle y, con menos buen talante, otros diez, en los que, ya harto de ver gente, dirigió su mirada al muelle: un espacio abierto que desprendía una paz relativa, puramente urbana. Justo cuando empezaba a plantearse que Eloy no aparecería, lo vio llegar, apresurado, con cara de disculpa.

—Perdone, inspector. Supongo que la gente no suele hacerle esperar. —Jadeaba un poco, como si hubiera venido corriendo.

—La verdad es que no. Pero no importa, ya ha llegado.

—Lo siento —se disculpó de nuevo.

—¿Le parece que vayamos hacia el muelle?

—Claro. Como quiera.

Descendieron caminando, sin prisa, hacia lo que se conocía como el Port Vell. Era un paseo agradable a esas horas de la tarde. A su espalda, la montaña de Montjuïc; a su derecha, los barcos anclados. Una sensación de verano en ciernes flotaba en aquel paseo. A Héctor siempre le había gustado más esa estación, aunque, desde el año anterior, el calor de Barcelona era sinónimo de la ausencia de Ruth. Héctor tardó un poco en hablar, pero cuando lo hizo fue directo al grano:

—Le he llamado porque, sinceramente, necesito más información sobre Cristina Silva. No sobre sus últimos días, ésa la vamos recabando poco a poco, sino de antes, de su vida en general. No sé por qué tengo la sensación de que hay algo que se me escapa. Y creo que usted puede ayudarme. La conoció desde niña y, por lo que deduje el otro día, diría que le tenía cariño.

Eloy Blasco no dijo nada; siguió andando, con la mirada puesta en los barcos.

—La quería mucho, sí. —Al volver la cara hacia el inspector, éste constató que no mentía—. No en el sentido que algunos pensarían, de verdad. Cuando conoces a una chica desde que era una cría, se convierte en una especie de hermana.

—¿Cómo era?

Eloy se detuvo, buscó un banco con la mirada y se lo señaló al inspector. Se sentaron. En las terrazas del muelle comenzaban a encenderse las luces aunque todavía no hacían falta. Frente a ellos, cielo y mar se confundían en un atardecer tibio, bonito en su normalidad.

—Hay muchas cosas que usted no sabe de Cris, inspector. Cosas que ni siquiera ella sabía. Es… es muy difícil para mí hablar de esto.

—¿Se conocieron de pequeños? ¿Aquí, en Barcelona?

—No. Mis primeros recuerdos son de los veranos en el pueblo.

—Empiece por el principio. No tenga prisa.

Y Eloy empezó, y una vez hubo tomado el hilo siguió hablando ya sin detenerse, buscando de vez en cuando la complicidad en los ojos de su interlocutor que, por una vez, se había convertido en un oyente casi de piedra. Habló de su padre, que había sido compañero de trabajo de Ramón Silva cuando ambos eran simples camioneros que hacían rutas largas. Se ocupaban de llevar la comida para los atunes, cercados por pesqueros. Viajaban mucho, juntos y por separado, eran buenos amigos. Habló también de Cristina, una niña con la que él se llevaba cinco años y a la que no hacía demasiado caso.

—Su padre y el mío habían nacido en Vejer, pero Ramón se hartó del pueblo y se marchó a Barcelona. Las cosas le fueron bien al poco tiempo.

—De manera que sólo veía a Cristina en vacaciones —dijo Héctor para reconducir el tema.

—Sí. Pasaban en Vejer casi todo el verano.

Héctor repasó mentalmente la historia familiar. Ramón Silva había hablado sobre la muerte de un hijo.

—Tengo entendido que había un niño en la familia, un niño de corta edad que falleció.

—Martín, sí. Después ya nada fue igual.

—¿Qué le pasó? Su suegro no me dio detalles y no quise preguntarle.

—Es lo que ocurre siempre. A nadie le gustan estos temas.

—Ya.

—Martín tenía poco más de un año cuando murió, Cristina ya había cumplido los cinco. —Tomó aire, como si necesitara oxígeno para poder seguir—. La verdad es que todo fue una tragedia absurda, un encadenamiento de circunstancias horrible. Era julio, y Ramón aún trabajaba, de manera que estaba sólo Nieves, la madre, con los niños. Una tarde, a la hora de la siesta, se produjo un incendio en la casa. Nada muy serio, pero Cristina se despertó, asustada por el humo, y abrió la ventana del dormitorio. Luego salió corriendo a buscar a su madre. Las habitaciones estaban en la planta superior y supongo que Nieves tardó poco en despertarse también y volver al cuarto de los niños, con Cristina. Pero ya era tarde: el niño se había encaramado al alféizar y cuando Nieves fue a cogerlo, cayó al vacío.

Héctor se quedó sin palabras. Ése había sido uno de los temores de él y de Ruth, un miedo casi obsesivo en la edad en que Guillermo dejaba de ser un bebé y se lanzaba a descubrir el mundo. También había sido de los niños que gustaban de las alturas; más de una vez habían tenido que rescatarlo de algún lugar que podía ser peligroso.

—Como puede comprender, las vacaciones acabaron ahí. Lo enterraron en Vejer y la familia se volvió a Barcelona poco después. El verano siguiente todo había cambiado.

—¿Cambiado?

—Nosotros pensamos que no vendrían, que la casa les supondría un recuerdo demasiado doloroso. Sin embargo llegaron. Los tres: Ramón, Nieves y Cris.

—¿Cómo estaba la madre, Nieves?

—Eso lo sabe, ¿no? Bueno, yo tenía casi once años, edad suficiente para adivinar que aquella mujer había perdido la cabeza. De hecho, luego oí que el médico le había recomendado volver al lugar de la tragedia, para poder asumirla. Nieves… bueno, hablaba del niño como si estuviera vivo. «Tengo que hacerle la merienda», decía. «No para quieto, es un terremoto…». Esa clase de cosas.

—¿Y Cristina?

—No lo sé. Nunca hablamos de ello. Mi madre me pidió que jugara con ella y eso hice. Iba a su casa a verla; vivían muy cerca. Nieves apenas salía de su habitación. La recuerdo como una especie de fantasma: aparecía de repente, sin hablar, y se quedaba mirándonos como si no tuviera claro lo que veía.

—¿Y su marido? ¿El padre de Cristina?

—Usted conoce a Ramón. Es un buen hombre, de verdad, pero la sutileza no es lo suyo; ahora veo que aquella situación le venía grande. Él también había perdido a un hijo y estaba, a la vez, perdiendo a su mujer. Creo que intentaba forzarla a reconocer la realidad de un modo demasiado brusco. Y eso hacía que la mente de ella huyera aún más lejos.

—No tuvo que ser fácil para Cristina.

—No, claro. —Tomó aire, como si de nuevo le costara seguir—. Lo que voy a decirle ahora me lo contó mi madre, años después, aunque de algún modo creo que yo lo presentía ya entonces. Cada vez que Nieves miraba a su hija, había en sus ojos una expresión extraña. Como de odio.

A pesar del calor, Héctor notó un escalofrío. Las tragedias siempre eran peores cuando había niños implicados, y en ese caso, habían sido dos las víctimas, en distinta medida: el niño que había fallecido trágicamente y su hermana, que había abierto una ventana que debería haber permanecido cerrada.

—Con los años supe que Nieves había perdido del todo la razón. Murió un tiempo después. Ramón volvió a casarse y nunca regresó al pueblo.

Héctor intentaba procesar toda aquella historia. Los barcos se balanceaban en el muelle, unos enamorados se besaban apasionadamente en el paseo y, sin embargo, él sólo podía pensar en aquella familia rota.

—¿Cree que Nieves maltrató a Cristina de algún modo?

—No, que yo sepa. La opción de Nieves fue negar lo ocurrido, convencerse a sí misma de que su hijo seguía vivo. Los años siguientes tampoco fueron fáciles en mi casa. La muerte de mi padre no nos dejó en buena situación: él había sido autónomo toda la vida, y no de los previsores. Podría decirle que lo único que me legó fue su nombre, Eloy. De mi educación se hizo cargo Ramón, que luego me envió a la universidad. Ha sido como un segundo padre para mí.

«Sí», pensó Héctor. Ésa era la clase de cosas que un hombre como Ramón Silva haría sin dudarlo. El hijo de un amigo pasaría a ser como una especie de sobrino, alguien de quien responsabilizarse.

—Es mejor persona de lo que parece —prosiguió Eloy—, y se preocupa más de lo que quiere dar a entender. Incluso contrató a un detective para buscar a Cris. Yo llevo sus cuentas, y le aseguro que le pagó una buena cantidad a cambio de ningún resultado.

—¿Y Cristina?

—No supe nada de ella hasta pasados unos años. Volví a verla cuando yo ya estaba en Barcelona, estudiando en la universidad. A ella la habían enviado a un internado y en vacaciones regresaba a casa. Era una adolescente; había cambiado, claro. Incluso intentó ligar conmigo. Era ridículo, los dos nos dimos cuenta. Pero era sexualmente muy precoz, muy… Si le digo lo que me viene a la cabeza, pensará que soy un muermo.

—¿Descarada? —apuntó Héctor—. A los cuarenta y tantos yo ya puedo ser muermo sin remordimientos.

Eloy sonrió.

—Algo así. Desde luego no encajaba mucho en la nueva familia. La veía dos o tres veces al año, y cuando al fin terminó el internado, tampoco coincidimos demasiado. Pero siempre supimos el uno del otro. Cuando éramos pequeños, en el pueblo, inventamos un juego que consistía en fingir que nos carteábamos: ella metía un dibujo en un sobre y lo dejaba en la puerta de mi casa; en la adolescencia, Cris quiso retomar el juego y empezamos a escribirnos. Con los años, las anécdotas dieron paso a las confidencias. —Sacó unas cartas del maletín y se las entregó al inspector—. Por eso he llegado tarde antes, quería pasar por casa a buscarlas.

—¿No le importa?

—En alguna habla de Daniel y de Ferran Badía. Creo que debería leerlas. No se las había enseñado a nadie hasta ahora.

Héctor las aceptó, agradecido.

—¿Le conoce? ¿A Ferran Badía?

Por primera vez, Eloy se mostró incómodo. Indeciso, más bien.

—Le he visto alguna vez —admitió—. Fui a verlo a la clínica. Quería… quería saber, averiguar si…

—Comprendo. Mañana iré a hablar con él. Una última pregunta: ¿le mencionó alguna vez Cristina a su profesor de escritura? ¿A Santiago Mayart?

—Sí. Creo que lo mencionó en alguna carta. No recuerdo qué decía, si le soy sincero.

Había anochecido. Las gaviotas sobrevolaban el paseo buscando restos de comida. Observaron en silencio a dos de esas aves, de color blanco sucio, que peleaban por un envoltorio del suelo.

—¿Sabe? Cristina las odiaba.

—¿A las gaviotas?

—A los pájaros en general. Era una especie de fobia, supongo. Le daban pánico.