Llevaba dos días buscándolo y empezaba a creer que la memoria le había jugado una mala pasada. Lluís Savall estaba revisando todas las chaquetas de verano que tenía en su armario, una por una, aunque estaba seguro de que Helena las habría llevado al tinte al final de la temporada, como hacía siempre. De hecho, la prueba estaba ahí, en esos plásticos que las cubrían y esas etiquetas grapadas.
Recordó que había cogido el móvil de Ruth Valldaura y se lo había guardado en el bolsillo interior de una de esas chaquetas. Su intención era devolvérselo, por supuesto, en cuanto pudiera llevarla de regreso a casa. Y de algún modo, con todo lo que sucedió después, se había olvidado de él por completo hasta la otra noche. El miedo repentino que lo asaltó había ido dando paso a algo que era más parecido a la ansiedad. Había desconectado ese maldito aparato, de manera que no tenía de qué preocuparse; ahora sólo le faltaba encontrarlo. Sería lo único bueno a añadir a otra jornada cargada de tensión, que había empezado con una extraña conversación con Dídac Bellver.
Savall no se engañaba, sabía que el inspector Bellver no gozaba del respeto de sus compañeros y, si era sincero, tampoco del suyo. Había hombres como él en todas las organizaciones, los mossos no eran ninguna excepción: trepas con suerte, holgazanes con buenos amigos, figurantes de éxito. Cuando lo recibió por la mañana no podía imaginar lo que ese hombre tenía en mente, así que se vio obligado a hacer el primer esfuerzo de contención del día al oír que quería hablarle del caso Valldaura.
Bellver había desgranado sus argumentos con el aire de suficiencia que solía adoptar. Según él, existía un ángulo en la desaparición de Ruth Valldaura que nadie había explorado, y que habría sido el primero en otras circunstancias. El ex marido. Savall apenas había podido reprimir su incredulidad, pero no podía negar que el discurso de Bellver tenía ciertos puntos que, en teoría, debían ser tenidos en cuenta. Uno, el carácter explosivo de Héctor, puesto de manifiesto en la paliza que había propinado al doctor Omar. Dos, el aprovechamiento de las circunstancias: dado que las amenazas del mismo doctor parecían indicar una suerte de conjura contra Héctor y su familia, éste podía haber pensado que era un buen momento para llevar a cabo una venganza sin resultar sospechoso. Tres, la propia desaparición de Ruth: no había señales de violencia en su piso, lo que indicaba que, o bien había salido de él voluntariamente, o bien había sido asaltada en la calle, cosa harto improbable porque nadie parecía haber presenciado dicho ataque.
«¿Y el motivo?», había preguntado él. A lo que Bellver, en el mismo tono, había contestado que se trataba de orgullo herido. «Pocos hombres tolerarían que su mujer los dejara por otra», había dicho, recalcando el femenino. «Casi me partió la cara cuando se lo comenté, meses atrás. Y otra cosa: ¿a usted le gustaría que dos bolleras educaran a su único hijo?».
Savall no había podido reprimir una mueca de disgusto al oírlo. La misma que asomaba a su rostro ahora, frente a un armario revuelto. Había logrado fingir que la teoría de Bellver era una posibilidad a tener en cuenta, pero se había mostrado muy serio y tajante a la hora de advertir que no quería que nadie más estuviera al tanto. «Sigue investigando, con máxima discreción. Y comunícame cualquier novedad al respecto. ¿Está claro?».
—¿Se puede saber qué haces?
La voz de Helena cruzó la habitación como si fuera un disparo y él contempló las chaquetas esparcidas sobre la cama antes de atreverse a mirarla.
—Nada.
—¿Te ha dado por ordenar el armario?
Helena entró en el dormitorio y empezó a recoger las prendas, como si verlas así le resultara insultante. Él intentó encontrar una excusa válida, una tarea ardua porque la ropa, desde siempre, era un tema que concernía a su esposa.
—¿No tenía un traje de color gris? —preguntó al azar.
Ella ni se molestó en responder. Lo apartó con un gesto mudo y fue colgando las chaquetas, cuidadosamente, una tras otra. Luego cerró el armario, dio media vuelta y se dirigió a su mesita de noche. Se sentó en la cama y abrió el cajón.
—¿No estarás buscando esto? —preguntó.
Helena tenía el teléfono móvil en la mano y en sus ojos Savall leyó la satisfacción que comportan las pequeñas venganzas después de treinta años de matrimonio.
—Lluís, creo que tenemos que hablar.
La frase se quedó en el aire, suspendida en un espacio acotado y al mismo tiempo abriendo la puerta a un pasado que siempre encontraba la forma de regresar.
—Creo que tenemos que hablar, comisario —dijo el doctor Omar.
Era su primera visita a aquella consulta pequeña y asfixiante, y él comenzaba a ponerse nervioso. Odiaba aquella voz, aquel acento cavernoso, aquella cara agrietada. Había aceptado verlo porque el viejo había insistido en ello y porque, en el fondo, la llamada había despertado su curiosidad. Héctor Salgado estaba en Buenos Aires, en una baja forzosa, y negarse a una entrevista con aquel tipo, que había pasado de verdugo a víctima de una agresión policial, tampoco le pareció prudente.
Omar sonreía. Se había recuperado ya de los golpes recibidos, aunque en su pómulo afilado quedaba un ligero rastro de los puños de Héctor.
—Diga lo que quiere de una vez.
La sonrisa se hizo más amplia. Omar cruzó las manos, aquellos dedos secos y oscuros, y las acercó a su barbilla. Estaba tan delgado que Savall se preguntaba cómo había podido resistir una paliza como la que había encajado un par de meses atrás.
—Tengo la impresión de que usted, como sus hombres, tiende a la brusquedad, comisario. O quizá sea Europa la que va demasiado deprisa para mí. Algunas cosas —dijo despacio— llevan su tiempo.
—Pues yo no dispongo de demasiado, así que vaya al grano.
—¡Un hombre resolutivo! —Se rió abiertamente—. Muy bien. Como quiera. Le diré sólo un nombre y si no le interesa, no perderemos más el tiempo ninguno de los dos.
—No estoy para acertijos, se lo advierto.
—Juan Antonio López Custodio, alias el Ángel.
Era lo último que esperaba oír, y ni siquiera la edad o los años de experiencia le habían preparado para disimularlo.
—¿Le interesa que sigamos hablando? Si no, puede levantarse e irse.
Le habría gustado hacerlo, pero no podía. Habría dado años de vida por ser capaz de largarse de aquella consulta inmunda; es más, por un instante barajó la posibilidad de saltar al otro lado de la mesa y estrellar aquel cráneo seco contra el escritorio una y otra vez. Acabar lo que Salgado había empezado. Pero ni sus brazos ni sus piernas respondieron a sus deseos; vencidos, sus miembros sólo consiguieron ponerse en tensión, prepararse para la batalla como soldados de piedra.
—Veo que ha decidido quedarse. Relájese un poco. La historia de ese hombre cuyo nombre acabo de decirle es de lo más curiosa. Me la contó un amigo. Bueno, un cliente. Yo no tengo muchos amigos, si le soy sincero.
El cerebro de Savall empezaba a asumir el impacto.
—Como le decía, un cliente me contó esa historia hace tiempo. Hay personas que me explican cosas que normalmente callarían, porque saben que soy discreto. Una especie de sacerdote que no impone penitencias. Sólo escucha.
—¿Qué cliente? —No reconoció su propia voz. Ronca, casi débil.
—Ah, no. Aunque no sea cura también practico el secreto de confesión. Lo sé, y eso es lo que importa. Le diré, sin embargo, que es alguien que le conoce.
—¿Qué es lo que sabe?
—Casi todo. Desde luego, sé lo esencial. Sé que el Ángel murió. ¡Menudo apodo! Creo que era precisamente lo contrario.
«Era un monstruo —pensó Savall—. Como tú, viejo cabrón».
—¿Qué coño quiere?
—No me grite. Al fin y al cabo, sólo le voy a proponer un juego. Ustedes han abierto una guerra contra mí y contra mi negocio. Podría vengarme y arruinarlos, pero no sería divertido. Y a mi edad se me ofrecen pocas oportunidades de divertirme.
Savall había recuperado el suficiente aplomo para hacer frente a la situación, o al menos para fingirlo.
—¡Váyase a la mierda!
—No sea grosero.
—Si cree que voy a enredarme en sus juegos, está usted loco.
—¿De verdad? El Ángel no era ningún ángel, valga la redundancia, pero ordenar la muerte de un hombre sigue siendo delito, comisario.
—No tiene ni una sola prueba de eso.
—¿Está seguro? ¿De verdad quiere arriesgarse?
Lluís Savall tomó aire y se levantó de la silla. En pie se sentía más poderoso, más capaz de desafiar a aquel viejo carcomido.
—Sí. Vaya con el cuento a quien quiera, no tengo nada más que decirle. Ese hombre murió. Es un caso cerrado.
—Ese hombre aún tiene amigos. Y se parecen a su inspector Salgado: golpean antes de preguntar.
Savall mantuvo la serenidad; era vital que su voz siguiera siendo firme, que su postura no revelara el temor.
—Está hablando con un comisario de la policía autonómica, Omar. No soy ninguna niña asustadiza.
—¿Como su hermana? —Sonrió—. Pobre…
Ahí no pudo aguantar más: se acercó a la mesa y apoyó ambas manos en ella. La cara de Omar, su aliento perverso, estaban a menos de un palmo. Pero el anciano no se inmutó.
—Deje a mi hermana en paz. No vuelva a mencionarla o el que tendrá un accidente será usted. Ya que sabe tantas cosas, también debe estar seguro de que soy capaz de hacerlo.
—Me asusta usted, comisario. Yo pensaba proponerle un trato ventajoso para ambos y ahora veo que no es posible. Bueno, no importa. Ella morirá igualmente.
—¿De quién está hablando?
—Ah, ¿ahora siente curiosidad?
Savall golpeó la mesa con fuerza.
—¿Quién va a morir?
—La ex esposa de su inspector, por supuesto. Estuvo aquí, sentada en esa misma silla, hace sólo unos días. Toda una mujer. Inteligente, hermosa. Altiva. Alguien a quien resulta difícil olvidar, créame.
—¡Está loco! ¿Me está diciendo que va a matar a Ruth Valldaura?
Omar se inclinó hacia delante, su voz se convirtió casi en un susurro:
—Yo nunca he matado a nadie. Como usted, prefiero que otros se encarguen del trabajo sucio. Debo decirle que mis métodos son mucho más seguros y limpios que los suyos. Usted tenía buenos motivos para ordenar la muerte de ese hombre de la misma manera que yo los tengo para desear hacer daño al cretino de su inspector. Ruth Valldaura es sólo el medio para conseguirlo.
—¿Por qué me está contando esto?
—Ya le he dicho que me gusta ponerle un poco de emoción a la vida. —Sonrió—. Vaya, no me cree. También debo admitir que ella me cayó bien. Su muerte estaba decidida, y sin embargo me gustaría darle una oportunidad.
—No le entiendo. ¿Qué diablos quiere de mí?
—Yo hice lo que debía antes de conocerla. Sé que ustedes no me creen, aunque quizá lo de esa chica nigeriana les haya vuelto un poco más respetuosos con las creencias ajenas. A día de hoy, Ruth Valldaura está condenada a morir. —Hizo una pausa—. A no ser que usted consiga salvarla.
—Está loco.
—Se repite, comisario, y eso me aburre. ¿Por qué no se decide? Es sencillo: si no hace nada por evitarlo, dentro de dos semanas Ruth Valldaura estará muerta y a su debido tiempo los compañeros de Juan Antonio López sabrán quién ordenó que asesinaran a su amigo. Todo está dispuesto para que las cosas sucedan así. Y no piense que encerrándome o vigilándome cambiará nada. No sea ingenuo.
—¿Y si salvo la vida de Ruth Valldaura?
—Entonces todo habrá terminado. Su secreto no saldrá a la luz, se lo prometo. Y soy un hombre de palabra.
—No tengo por qué confiar en usted.
—No. Pero piénselo, comisario. ¿Cómo se sentirá si Ruth Valldaura muere en los próximos catorce días? ¿Podrá vivir con esa otra muerte sobre su conciencia sabiendo que pudo hacer algo, lo que fuera, para impedirlo? En realidad, no tiene opción. Protéjala, vénzame y desapareceré de sus vidas para siempre.