23

«Entrar aquí tiene algo de viaje en el tiempo», pensó Héctor, que no recordaba haber estado en el Ateneu Barcelonès con anterioridad. Podía imaginar fácilmente aquel espacio apacible y señorial ocupado por caballeros de la burguesía catalana, a los que siempre dibujaba mentalmente con un bigote poblado y mirada seria, reuniéndose allí después de una larga jornada laboral para leer el periódico, charlar con sus pares y eludir durante un rato el fastidioso retorno a la vida doméstica.

Faltaba aún media hora para su cita con Santiago Mayart, de manera que Héctor se dirigió al patio para esperarle allí. Se sentó a una mesa, junto a una de las altas palmeras que decoraban el jardín, y paseó la mirada por su alrededor. Sin duda era un lugar tranquilo, un reducto de paz vecino y a la vez aislado del bullicioso centro de la capital, de plaza Catalunya, donde la protesta se había convertido ya en una acampada que parecía decidida a resistir. Frente a él quedaba un estanque, de aguas verdosas y peces rojos, y sin darse cuenta, la armonía del espacio fue sosegándolo después de un día largo y duro, y entendió, aun a su pesar, a esos señores que en otras épocas habían convertido el Ateneu en un club reservado para minorías selectas. «Definitivamente me estoy haciendo viejo», se dijo, porque durante unos momentos no le costó nada verse allí de vez en cuando, a salvo del ruido ensordecedor que dominaba la ciudad. Miró el móvil y vio que tenía una llamada perdida de Ginés Caldeiro. Se prometió devolverla tan pronto como terminara su entrevista con Santiago Mayart.

Tenía el libro en las manos, así que decidió aprovechar el tiempo echando un vistazo a alguno de los otros relatos. Una de las reseñas que Héctor había encontrado a media tarde afirmaba que la «prosa de Santi Mayart es a la vez poética y tenebrosa y sus relatos, a medio camino entre realidad y fantasía, abren una puerta a esos miedos a lo desconocido que nos asaltan a todos». Por lo que se refería a «Los amantes de Hiroshima», él podía suscribir esa opinión. Volvió a mirar la foto del autor que aparecía en la solapa del libro, la misma que había visto en las reseñas y en alguna entrevista, concedida, sobre todo, a partir de que unos productores bastante conocidos en Barcelona habían adquirido los derechos para realizar una serie de terror basada en los relatos de Santi Mayart.

—Me temo que la foto saca mi mejor perfil —dijo una voz a su lado.

Héctor levantó la cabeza y se encontró cara a cara con el modelo. Pero si en la foto, tomada de lado, el autor tenía un aire misterioso e interesante, visto de frente era un individuo que habría podido aparecer en un diccionario de imágenes justo al lado de la palabra «anodino». Santiago Mayart no era feo, simplemente tenía uno de esos rostros que se olvidan con facilidad, de esos que nunca estabas seguro de reconocer cuando volvías a verlos. Rasgos algo desdibujados, como si la genética no hubiera terminado de decidirse a la hora de definirlos, y un cuerpo ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, completaba la imagen. Llevaba una especie de cartera cruzada al hombro que debía pesar, porque enseguida se despojó de ella y la dejó con sumo cuidado en una silla vacía. Luego se sentó. Sin poder evitarlo, Héctor pensó en uno de sus actores preferidos, Philip Seymour Hoffman: compartían ese aire un poco desaliñado, inteligente, distante y no precisamente simpático.

—Muchas gracias por atenderme con tan poca antelación, señor Mayart.

—No hay de qué. Debo reconocer que su llamada me ha dejado algo intrigado. Y a los autores nos gusta sembrar la intriga, no padecerla.

—Lo supongo. Por cierto, felicidades por el libro. No he tenido la oportunidad de leerlo entero, pero por lo que he visto está cosechando buenas ventas y excelentes críticas.

Mayart no se molestó en sonreír.

—Gracias —dijo.

—No parece muy contento —apuntó Héctor.

—¿Contento? Sí. Es sólo que a mi edad uno ya sabe que todo esto es muy relativo. No es mi primer libro, inspector.

Lo dijo con cierta displicencia, como queriendo demostrar que en su fuero interno consideraba el éxito algo más bien banal, pasajero. No obstante, pese a esa apariencia desdeñosa, Héctor intuía que se sentía muy orgulloso, más de lo que pensaba admitir delante de nadie.

—Inspector, ¿de verdad ha venido a verme para hablar de mi libro?

—Me temo que no —admitió Salgado—. Señor Mayart, no sé si se habrá enterado de que hace unos días se han encontrado los cuerpos que se sospecha corresponden a una ex alumna suya y a su novio.

Una sombra de fastidio enturbió la cara de su interlocutor.

—Lo leí, sí. Qué horror.

—Sí. Y me consta que también conoció a Ferran Badía.

Él asintió, apesadumbrado.

—Lo tuve en el mismo grupo, sí.

—¿Le importa hablarme de ellos? Supongo que los escritores tienden a observar a las personas que les rodean, a la gente de su entorno. Quizá saquen de ahí el material para sus novelas, o sus relatos.

La frase quedó en el aire, pero si el inspector pensaba obtener una reacción concreta, ésta no se produjo.

—Claro. La realidad supera a la ficción, aunque nunca habría escrito sobre eso. Prefiero imaginar que retratar la realidad.

—Lo entiendo. Admito que es una cuestión de curiosidad personal. Si le soy sincero, me interesa conocer su opinión. Usted los trató durante varios meses, no era su amigo ni un pariente cercano, así que seguramente su visión será más objetiva.

Santiago Mayart se quedó un momento pensativo, con la boca entreabierta y una expresión dubitativa en la mirada, como si no acabara de tragarse lo que Salgado acababa de decirle. Por fin se decidió a hablar.

—Ha pasado mucho tiempo, aunque debo admitir que a ellos dos los recuerdo bien. Estuvieron en uno de mis primeros grupos aquí, en el Ateneu, y supongo que eso es un poco como la primera novia. No se olvida nunca. Además, lo que pasó al final fue tan… Debería ser capaz de encontrar una palabra mejor que espantoso, pero ahora no se me ocurre.

—¿Cuántos eran?

—Cinco o seis, creo. Los grupos suelen ser de un mínimo de cinco y un máximo de ocho. Me parece recordar que el de ellos no era un grupo numeroso.

—¿Y cómo eran? Me refiero a Ferran y a Cristina Silva. Se lo pregunto desde un punto de vista académico.

Mayart frunció el ceño, como si la cuestión no estuviera bien formulada.

—No sé si sabe lo que se enseña aquí, inspector. Como la mayoría de los alumnos, ellos querían aprender a escribir. Hay muchos que dicen que eso no se puede enseñar, que es un talento que se posee o no; aquí creemos que también existe algo llamado oficio, unas técnicas que, bien asimiladas, contribuyen a que los autores puedan desarrollar mejor ese talento natural. Con esto quiero decirle que no evaluamos los conocimientos académicos de los alumnos, sólo intentamos dotarlos de esas habilidades que les harán el camino más fácil. No sé si me explico.

—Se explica muy bien, y eso me sugiere otra duda. Supongo que algunos alumnos quizá acaben dominando las técnicas, pero luego…

—¿No tengan nada que contar? —Mayart se rió—. Claro. Sucede a menudo. Escribir puede llegar a ser simple. Dedicarse profesionalmente a ello no lo es en absoluto, y no sólo por cuestiones puramente económicas. Hacen falta mucha concentración, muchas ganas, mucho esfuerzo.

—Volviendo a Cristina Silva y a Ferran Badía…

—¿Quiere saber si tenían madera de escritores? Eso no sabría decírselo. Ahora que llevo años en esto me he llevado más de un chasco. Me atrevería a decir que él había leído mucho más que cualquiera de mis otros alumnos, de ese curso y de los siguientes.

—Sí. He oído que le gustaba leer.

—A veces parecía que no hacía otra cosa. Devoraba los libros, sentía por ellos casi devoción. Eso no basta, por supuesto, aunque es imprescindible. Creo que, con el tiempo y la instrucción adecuada, habría podido llegar a escribir algo que mereciera la pena. Tenía talento, imaginación y constancia.

—¿Cree que Cristina alimentaba su creatividad?

Mayart se encogió de hombros.

—Bueno, eso no puedo asegurarlo. Sólo le diré que se llevaban muy bien. Llegaban a clase juntos y se marchaban juntos. En realidad nunca vi ninguna muestra de intimidad entre ellos, si se refiere a eso. Sin embargo, era evidente que el chico estaba enamorado. Eso podía verlo cualquiera. Si ella le correspondía o no, ya es harina de otro costal.

Pronunció la última frase con un deje de ironía que tenía visos de evocar algún desengaño propio. Sí, en su juventud Santiago Mayart podría haber sido como Ferran Badía, uno de esos chicos a los que las féminas aprecian y luego, a la hora de la verdad, descartan por otro menos intelectual y más atractivo.

—¿Era bueno? Me refiero a sus escritos.

—Como ya le he dicho, apuntaba maneras. Al principio sus textos revelaban lo mismo que su actitud. Cierta… atonía emocional. Es difícil de explicar: escribía muy bien, meditaba cada palabra y estructuraba con esmero cada frase, pero el resultado era demasiado rígido, poco espontáneo. Claro que tenía veintidós años. Veintiuno cuando empezó el curso.

—¿Y al final?

—Había mejorado mucho. Supongo que en parte gracias a las clases y en parte gracias a que su vida era más plena.

—El amor suele aguzar la sensibilidad —señaló Salgado, sonriente.

—Eso dicen.

Lo dijo sin sonreír, como si el amor y sus derivados —los celos, el miedo, la pasión— fueran algo a lo que la gente concedía demasiada importancia.

—¿Y Cristina?

Quizá fuera suspicacia excesiva por parte del inspector, pero habría jurado que la pregunta directa era recibida con una tensión súbita, apenas perceptible. Los hombros se irguieron un poco, como quien se prepara para enfrentarse a una amenaza, al tiempo que descendían las comisuras de sus labios.

—Ella era muy especial. —Aunque Mayart no se movía y mantenía el mismo tono de voz, neutro, quizá demasiado neutro para hablar de una persona joven que había muerto de forma trágica, la sensación de incomodidad no desapareció—. Para escribir, como para cualquier otra cosa, hace falta un poco de disciplina.

Justo entonces, una pareja de mediana edad saludó a Mayart y se acercó a la mesa. Lo felicitaron por el libro, y él aceptó los cumplidos con una sonrisa radiante. Sus palabras podían afirmar que el éxito no le importaba; su gesto, sin duda, demostraba que eso no era cierto. Cuando se marcharon, el autor miró a Salgado con algo parecido a la impaciencia.

—Oiga, inspector, no entiendo a qué viene todo esto ahora; diría que sus habilidades como escritores poco tienen que ver con la desgracia que sucedió, ¿no cree?

Salgado asintió. Había llegado el momento de encarar el tema principal que lo había llevado hasta allí.

—Me ha encantado uno de los cuentos —dijo despacio, abriendo el libro por ese relato—. «Los amantes de Hiroshima». Es francamente original.

—Muchas gracias.

—No sé si lo he entendido del todo, pero resulta muy inquietante. Ese personaje que va mostrando al lector distintas caras de sí mismo.

Santiago Mayart sonrió, satisfecho.

—Eso no es nuevo, inspector. Uno intenta innovar, pero a veces parece que todo está inventado ya. Rashomon, Henry James… Ese narrador que puede mentir es la base de Otra vuelta de tuerca: no sabemos si lo que ve la institutriz es verdad o fruto de una mente desquiciada. Perdone, no sé si conoce la obra. La leen mis alumnos todos los años. Me parece un relato fascinante.

Héctor asentía, era obvio que a Mayart le gustaba hablar de literatura, y eso le venía bien.

—Siempre me ha fascinado la imaginación que hay que tener para escribir. Sobre todo un relato de estas características. ¿Cómo lo definiría? ¿Fantástico? ¿Gótico? Esas imágenes tan sugerentes: la casa, los pájaros, los cuerpos tatuados…

—La verdad es que no me gustan las etiquetas. Prefiero que cada lector saque sus conclusiones del propio texto.

—Ya. —Cogió el libro y le sonrió—. Pero es curioso cómo ciertos detalles guardan correspondencia con hechos reales.

El hombre lo miró a los ojos y, o era muy buen actor, o no acababa de entender lo que estaba escuchando.

—Inspector, ¿está insinuando algo?

Héctor tomó aire antes de decir, con voz firme:

—¿Sabe dónde se han encontrado los cadáveres de esos chicos? En una casa abandonada cercana al aeropuerto. Los cuerpos estaban envueltos en un hule, un mantel de plástico estampado con rosas amarillas. Se les colocaron sus objetos más queridos cerca y una cantidad de dinero, como manda la tradición. Luego está lo de los cuadros. —Sacó las fotos de los lienzos y fue colocándolas, como naipes descubiertos, frente a la cara asombrada de Mayart—. Alguien los pintó y colgó en la casa donde se hallaron los cuerpos.

Santiago Mayart contempló las fotos y unas gotas de sudor aparecieron en su frente, destellos brillantes de temor.

—No… no entiendo nada, inspector. ¿Qué quiere decir?

El tono de Héctor había cambiado. Ya no era amistoso, ni afable, sino firme, persistente y despiadado.

—Quiero decir que detrás de este relato hay algo que usted debería contarme.

—No sé de qué puede estar hablando.

Mentía: le temblaba la voz y sus ojos evitaban seguir mirando las fotos o la cara del inspector.

—Señor Mayart, esto es serio. ¿Cuándo escribió ese relato?

—No… no lo sé, hace más de un año. Dos, tal vez.

—¿Está seguro?

Aunque asintió con un gesto, lo hizo sin la menor contundencia.

—Inspector, hay algo que quiero decirle. Llevo unas semanas recibiendo llamadas extrañas. Alguien, un hombre, parece estar siguiéndome. Sabe adónde voy, dónde me encuentro. Y hace poco mencionó a esos chicos. Dijo que eran los «verdaderos amantes de Hiroshima».

En ese punto sí parecía sincero. Héctor tomó nota del dato. Entraba dentro de la lógica que alguien acosara telefónicamente a Mayart, la misma persona que, probablemente, había decidido «decorar» la casa con cuadros que hacían referencia a su relato y que, sin duda, se había molestado en que el libro llegara a sus manos a través de Fort.

—Bien. —Abrió el libro por la primera página y le mostró la dedicatoria. Mayart palideció al ver los nombres.

—Inspector, le aseguro que firmé este libro el viernes pasado, en la librería Gigamesh. Una chica joven, una de esas modernas con rastas, se me acercó con el ejemplar y me pidió que se lo dedicara a… a Daniel y Cristina. No… no sé a qué viene todo esto, pero le aseguro que soy una víctima, no un asesino.

—Nadie dice que lo sea. Sí intuyo que no me está contando toda la verdad. ¿En serio espera que crea que la disposición de los cadáveres, que en teoría usted desconocía, aparece en su relato exactamente igual por pura coincidencia?

—Escuche, no tengo nada que ver con la muerte de esos chicos. Nada en absoluto. Escribí ese relato sin saber dónde ni cómo estaban los cuerpos. Si mi cuento coincide en algunos detalles macabros, debe achacarlo a la casualidad.

—¿No tiene nada más que decir?

Mayart había recuperado parte de su entereza.

—Así es.

—No le creo, señor Mayart. Y le diré más: deduzco que alguien quiere implicarlo en las muertes de esos chicos, con razón o sin ella. Si es con razón, acabaremos averiguándolo. Y…

—¿Y qué? —Se volvió para recoger la cartera, como si ya no tuviera interés alguno en lo que el otro podía decirle.

—Si ese alguien está convencido de que usted es culpable de algo, no creo que se olvide de usted. Le aconsejo que me diga la verdad.

—Ya se la he dicho, inspector. Y ahora me temo que debo marcharme. Tengo otros asuntos que atender.

Mayart se fue sin mirar atrás, con tanta prisa que casi tropezó con una señora que salía al patio. «La cartera parece pesarle mucho más que antes», se dijo Salgado.

Casi temía llegar a casa esa noche y volver a encontrarse con el anciano, pero como siempre que se anticipa lo peor, no había nadie esperándolo en la acera. Con un suspiro de alivio, Héctor subió a su casa y, al pasar por delante de la puerta de Carmen, recordó de repente la llamada de Ginés. No quería hablar en casa, con su hijo cerca, así que subió directamente a la azotea y devolvió la llamada.

—Hombre, ya era hora —recibió como saludo.

—Tuve un día duro, Ginés.

—Ya. Se le nota en la voz, jefe. Y me temo que yo no le traigo buenas noticias.

Héctor se apoyó en la mesa.

—Dispara.

—Su amigo, o el hijo de su amiga, como quiera llamarlo, ese tal Charly Valle…

—¿Sí?

—Ignoro en qué lío anda metido, pero no es pequeño. Empecé a preguntar a gente de confianza y nadie supo decirme nada. Así estaba la cosa el fin de semana, ya se lo dije. Hoy, sin embargo, un colega me ha comentado que yo no era el único que se interesaba por él.

—¿Y sabes quién lo buscaba?

—No. Mire, jefe. Cuando un colega como el mío me dice que se interesan por alguien, no es precisamente para darle un regalo. Ya me entiende.

—¿Nada más? ¿No te ha contado quién ni por qué?

Ginés soltó un bufido.

—Un par de tipos del Este. Rumanos o algo así.

Héctor entrecerró los ojos. Si Charly se había involucrado con uno de esos grupos, sería mejor que estuviera lejos, en el otro rincón del mundo, si quería eludirlos.

—Vale. Gracias por la llamada. Ginés, no sigas preguntando.

—Al viejo Ginés nadie le hace nada. Tranquilo, jefe. Y mi colega es de confianza, no abrirá la boca.

Héctor no dejaba de admirarse de la confianza que existía en el mundo de Ginés entre unos y otros, como si se rigiera por otras reglas.

—Ya. Igualmente, ten cuidado.

—Claro, jefe. A mi edad el cuidado ya es una actitud espontánea.

Después de colgar el teléfono, Héctor miró a su alrededor. Lo último que le apetecía en ese momento era regar las plantas, pero, por otro lado, sabía que las pobres necesitaban agua. Y aunque a él mismo le resultara extraño, inundar la terraza a manguerazos le inyectó la energía necesaria para salir a correr.