La pregunta llevaba ya tantos días flotando en el aire que, cuando alcanzó el grado de frase dicha en voz alta, Isaac sintió casi alivio. Lo cual no significaba que tuviera una respuesta preparada. Su silencio fue rápidamente malinterpretado y su hermano inició una explicación que, en el fondo, sonaba peor que la cuestión planteada apenas unos segundos antes.
—No es que te estemos echando, ¿eh? Sólo que el piso no es muy grande y las niñas están acostumbradas a tener su espacio, ya viste que solían usar tu habitación para sus juegos y esas cosas. Bueno, a Lorena y a mí simplemente nos gustaría saber qué piensas hacer, qué planes tienes.
A Isaac también le habría gustado saberlo, porque la verdad era que desde que había vuelto a Barcelona, dos meses atrás, su vida parecía suspendida en el tiempo. Incompleta como los balbuceos retóricos de su hermano. Antes de que pudiera contestar, un grito seguido de una explosión de llanto interrumpió la conversación. Se trataba de una secuencia tan habitual en ese piso que Isaac no comprendía por qué su hermano o su cuñada acudían corriendo cada vez que sucedía y luego suspiraban tranquilos al comprobar que, a pesar de que una de las niñas lloraba como si la estuvieran torturando, lo único que había recibido era un empujón de su propia hermana. En cualquier caso, esa vez agradeció tanta preocupación paterna y permaneció en la cocina mientras Javi consolaba a una y regañaba a la otra sin conseguir cambiar el tono lo suficiente, de manera que sonaban casi igual los mimos que la bronca. Reapareció unos minutos después, con la pequeña en brazos haciendo pucheros y la mayor de la mano. Todos los disgustos del mundo se calmaban con un zumo de melocotón, que las niñas engullían, clavando en la pajita sus dientecillos de pirañas hambrientas. Apenas se llevaban un año y se parecían mucho. La gente a veces las tomaba por gemelas.
La mayor se acercó a Isaac con un cuento en la mano y él pensó que era un buen momento para escabullirse, aunque estaba seguro de que, una vez formulada, la pregunta de su hermano exigiría, más pronto que tarde, una contestación satisfactoria. Podía optar por subterfugios diversos e incluso por la confrontación; de hecho, el piso donde vivían Javi, Lorena y sus ruidosos retoños adictos al zumo no era exclusivamente suyo y a él le asistía el mismo derecho de vivir allí que a su hermano. El piso de la calle Alts Forns, situado en un inmenso inmueble de balcones triangulares que se extendía hasta el paseo de la Zona Franca, aquella avenida amplia de altas palmeras desplumadas, había pertenecido a sus padres y había pasado a ser de los dos hermanos tras su muerte. Dos fallecimientos prematuros, una racha de mala suerte que había convertido el piso en el escenario de dos velatorios casi seguidos cuando él tenía sólo dieciocho años y Javi apenas veintiuno. Una larga dolencia había acabado con su padre, a quien, en realidad, él siempre había visto medio enfermo. A su madre… Bueno, a su madre la mataron las cucarachas.
La primavera le recibió en la calle. Un montón de adolescentes salían de un instituto cercano y se dirigían a la parada del autobús, tomándose fotos con los teléfonos móviles. Eran chicas, en su mayor parte, y seguramente no debían de tener más de quince años, pero alguna le echó un vistazo descarado al pasar junto a él. Isaac se sonrojó; a sus veintiséis años, seguía siendo tímido con las mujeres, un rasgo que a algunas les resultaba de lo más atractivo. En él no era una pose, siempre había sido así. Tampoco tenía una gran opinión de sí mismo, de manera que nunca estaba seguro de si una chavala como la que acababa de cruzarse lo miraba con interés o para burlarse. En realidad, no había acumulado una gran experiencia con el sexo opuesto. Hubo chicas, claro, sobre todo una el último año, cuando vivía en Fuerteventura, cerca del mar. Pero cuando ella cortó, porque quería salir de la isla, ver mundo, edificar un futuro fuera, él no se sintió especialmente triste. Alguien le había dicho alguna vez que los porros te convierten en un tipo sin sangre, y quizá fuera cierto. Lo que más le afectó de la ruptura no fue el desamor, sino el aburrimiento solitario tras un par de años en la isla. Antes había vivido en un pueblo de Cádiz, donde también hubo otra chica que también se marchó y de cuyo rostro apenas se acordaba ya. A todas les sucedía lo mismo: al principio les atraía aquel chaval tímido, que vivía con poco, no trabajaba nunca y parecía no tener inquietud alguna. La última sí le había preguntado alguna vez de dónde sacaba el dinero; por poco que fuera el que necesitara para subsistir, tenía que salir de alguna parte. Él nunca contestaba a esa pregunta, algo que no le resultaba difícil porque tampoco era muy hablador. Ella había acabado por cansarse del silencio.
Tenía pocas opciones para pasear y pocas ganas de salir del barrio, así que se limitó a cruzar la calle. Detrás de los edificios se ocultaba un parque urbano, bautizado con el pomposo nombre de Jardins de la Mediterrània, aunque nada en él evocaba el azul del mar o el verde de la vegetación; la tierra ocre que rodeaba un tobogán viejo recordaba más bien al paisaje árido de los westerns. En uno de sus márgenes había varios bares, todos con terraza, y pedirse una cerveza en una de ellas sí era, al fin y al cabo, un hábito mediterráneo. Isaac se dejó caer en una de las sillas de metal para tomarse la primera caña de la tarde. Soplaba brisa, y aunque las vistas dejaban mucho que desear, no se estaba mal. Sacó un cigarrillo y rebuscó el mechero en los pantalones del chándal. Al no encontrarlo miró a su alrededor. Y entonces la vio.
Fumaba sola en la mesa de al lado, con un vaso de tubo delante, prácticamente reducido a hielo y agua. Isaac pensó que era una mierda que, de todos los bares del barrio, ambos hubieran escogido precisamente ése. Con un poco de suerte no lo reconocería, con un poco de suerte podría acabarse la cerveza rápido y largarse. Pero él casi nunca había tenido suerte.
—¿Quieres fuego?
La chica le tendía el mechero y lo observaba. Él desvió la cabeza para encender el cigarrillo y se lo devolvió sin apenas darle las gracias. Miró decididamente hacia el otro lado, hacia el tobogán vacío de aquel parque terroso.
—¿Me invitas a uno? Fumo de los de liar, salen más baratos, pero de vez en cuando me apetece uno de verdad.
Le pasó el paquete de Lucky, convencido de que ella no quería sólo un cigarrillo. De que la conversación no terminaría ahí.
—Oye, perdona… Creo que te conozco.
«Lo mejor es rendirse», pensó con fastidio.
—Hola, Jessy.
La cara de ella se iluminó.
—¡Rubio! Joder, tío, qué casualidad.
Encendió el cigarrillo y soltó una bocanada de humo por unos labios gruesos, coloreados con fuerza por un pintalabios rojo oscuro. El color, intenso, hacía juego con sus ojeras, con el resto del maquillaje y con su voz.
—¿Cómo te va? —preguntó él.
—No te veía desde…
—Supongo que desde el entierro. He estado fuera.
—A tu hermano sí lo veo a menudo. Con su mujer y las niñas. Trabaja en uno de los hoteles nuevos que han hecho por aquí, ¿verdad?
Isaac asintió. La proximidad del nuevo recinto ferial había llenado la zona de hoteles. Los clientes, en general hombres de negocios, los odiaban. Sobre todo los extranjeros. Nadie quería viajar a la bonita Barcelona para luego alojarse en aquel apartado rincón de la ciudad. Su hermano era recepcionista en uno de ellos y, en tiempos de crisis, al menos conservaba un puesto decente y un sueldo normal. El turismo era quizá la única fuente de empleo que no había quebrado de manera estrepitosa, aunque también acusaba el revés de los tiempos.
—¿Y tú qué haces? Cuéntame. ¿Dónde te has metido?
Él se encogió de hombros en un gesto que podía significar cualquier cosa. Ella sonrió.
—Nunca fuiste muy hablador. Pensaba que se te pasaría con el tiempo, pero veo que no. Al contrario que yo. Siempre he hablado más de la cuenta. ¿Quieres otra cerveza? Invito yo.
No esperó respuesta. Se levantó y se dirigió al interior del local, de donde regresó pasados diez minutos largos, con el maquillaje retocado y una bebida en cada mano. Por supuesto, ya no volvió a la mesa que ocupaba antes.
—Por los viejos tiempos —dijo Jessy.
—Salud.
Bebieron en silencio, con avidez. Reencontrarse los devolvía a una época en que las bebidas se engullían y la tapa que las acompañaba era una buena raya. Isaac se preguntó si ella se habría metido una en el baño, antes de volver. Probablemente.
Jessy pareció leer sus pensamientos.
—¿Aún te metes…?
—Lo dejé.
Ella asintió y dio otro trago largo.
—Yo también. Lo dejo varias veces al día. —Se rió—. Es una mierda, pero ayuda a ir tirando. Bueno, ¿y qué? ¿Qué haces por aquí? ¿Vienes para quedarte o a ver a la familia?
—No creo que me quede mucho. Aún no lo sé, la verdad. Esto está… como siempre.
Jessy negó con la cabeza.
—Ni hablar. Está lleno de putos moros. Y de sus mujeres. Mierda, qué mal rollo dan, bajo esos trajes. Dirán que se lavan, pero no hay quien se les acerque. Se llevan todas las ayudas y eso que la mayoría no saben ni hablar español. A la hora de pedir sí que se espabilan. —Era un tema que la alteraba claramente. Encendió otro cigarrillo, como si quisiera calmarse—. Lo siento. Es que esa gente me pone de los nervios. Crean problemas en todas partes. En la calle, en los colegios…
Isaac recordó entonces que Jessy tenía un hijo. El hijo de Vicente.
—¿Cómo está…? Perdona, no me acuerdo de su nombre. Tu niño.
Ella soltó un bufido.
—¿Pablo? Hecho un toro.
—¿Ya tiene…?
—Once años. Tenía cuatro cuando Vicente… bueno, ya lo sabes. Le habría ido bien un padre, la verdad, pero es lo que hay. Yo he hecho todo lo que he podido. —Se mordió una uña despintada—. Supongo que tampoco soy una madre de cuento. Y el barrio no ayuda. Hiciste bien en irte. Yo también me hubiera marchado de haber podido. Aquí todos nos conocemos demasiado, y la gente no olvida. De lo malo se acuerdan siempre esos cabrones y se lo dicen a sus hijos. —Cambió la voz y prosiguió en un falsete irritante, alejado de su voz ronca natural—. «No te juntes con el Pablo, su padre estuvo en la cárcel». Luego se quejan de que el niño les atice a sus críos en el recreo. ¿Y qué voy a hacer yo? ¿Partirle la cara a él? Así no acabamos nunca.
De repente Isaac tuvo claro que tenía que poner fin a la conversación. Despedirse y largarse, no a casa de su hermano sino de la ciudad. Por suerte, sonó el móvil de Jessy y ella, después de mirar quién llamaba, se levantó y se alejó unos pasos, hacia el tobogán.
Se trataba de una conversación en la que Jessy, al parecer, tenía poco que decir. Le guiñó un ojo mientras asentía y él, por no seguirle el juego, buscó algo que hacer. En la mesa de al lado había un periódico doblado, así que lo cogió, lo apoyó sobre la mesa y empezó a pasar páginas. Leer siempre le había supuesto un esfuerzo: su mente se alejaba de las letras hasta tal punto que éstas parecían conformar frases en un idioma extranjero. Le había sucedido ya en el colegio, y era algo que le había avergonzado y que le había llevado a dejar los estudios antes de lo previsto, a pesar de las broncas en casa, de los augurios maternos, repetidos hasta la saciedad, que le pronosticaban un futuro miserable si no se esforzaba más. «No voy a dejar que te pases todo el día en la calle», le había amenazado su madre.
La calle. Para su madre, un lugar tan cotidiano como plagado de peligros. Inevitable y malvado a la vez. Y quizá tenía razón. En esa «calle», que no era ninguna en concreto, Isaac había conocido a Jessy y a su grupo y, tiempo después, a Vicente, el dios que regía en ella, primero desde la distancia y luego, brevemente, en los pocos meses que separaron su excarcelación y su muerte, en vivo y en directo. Vicente que, de sus treinta y tres años, había pasado trece en la trena, de la que había salido poco después de que Isaac perdiera a sus padres. Jessy se había liado con Vicente cuando aún estaba encerrado, se había quedado embarazada de él en un vis a vis y paseaba a su hijo con el orgullo de las reinas regentes. Nadie se atrevía a meterse con ella porque Vicente saldría pronto y todos sabían lo que era capaz de hacer. A veces Isaac soñaba con él, y no eran precisamente sueños agradables. Vicente había sido alguien antes de que derribaran aquel barrio conocido como las Casas Baratas, uno de los pocos que siguió inmune al lujo olímpico, aislado del centro, sólo comunicado con éste por el 38. El «yonquibus». De hecho, y por pura casualidad, la muerte de Vicente había sido un anticipo del derribo de aquel barrio, hecho a conciencia en el verano de 2004. Aquel verano en el que todo había cambiado.
Intentó leer uno de los editoriales, aplicando los consejos que le había dado Cristina. Ella había sido la única en darse cuenta y, la verdad, se había portado muy bien; incluso se había ofrecido, prometiéndole que nadie se enteraría, a darle clases particulares, algo que él había aceptado con vergüenza y a la vez con agradecimiento. Despejó el remordimiento pasando páginas, pero ese día el nombre de Cristina parecía dispuesto a reaparecer.
El titular llamó su atención y le hizo concentrarse como nunca en el texto escrito. Por suerte, era tan breve como inconfundible. Habían encontrado a Dani y a Cris. Siete años después. Alguien había dado con sus cadáveres en el sótano de una casa en El Prat.
Isaac se levantó de la silla sin darse cuenta. Jessy seguía al teléfono, y él le habló a distancia, medio con señas.
—Tengo que irme.
Ella apartó un segundo el aparato de su oreja y lo miró con expresión sorprendida. Casi desafiante. Él no se paró ni un segundo más. Tuvo que hacer un esfuerzo por caminar con cierta calma en lugar de salir corriendo, como le pedía el cuerpo. Alejarse de los planes frustrados de Jessy; de su hijo que, probablemente, había salido tan violento como el padre que no conoció; de aquel bar cutre y del periódico que le servía en bandeja un pasado borroso que volvía a ser tan presente como el barrio donde había crecido. Un pasado que en ese momento le hundía los hombros, llenándolo de la misma angustia adolescente que nunca le había abandonado del todo. La misma que había sentido la noche en que, de alguna manera, empezó todo.
Horas de impaciencia esperando a Vicente, que le había pedido prestada la furgoneta. De hecho, pedir no era la palabra adecuada: nadie en el barrio le negaba nada a Vicente. Se había limitado a decirle, casi de pasada, que le diera las llaves de la furgoneta y que no contara nada. Aquel fin de semana la tenía Isaac, con el permiso de Leo. La iba a necesitar un par de horas, no más. Pero él le había esperado toda la tarde de aquel maldito domingo y, por fin, sobre las doce, seis horas después de que se la hubiera prestado, no pudo más y fue a buscar a Hugo. Tenía la impresión de que siempre metía la pata, sin poder evitarlo, y estaba seguro de que esa noche, si no encontraba la maldita furgoneta, Leo se iba a poner hecho una fiera, y con razón.
La ansiedad de aquel momento, ahora tamizada por el tiempo, se mantuvo en él mientras subía al piso. Y se acrecentó, de un modo profundo y desazonador, en cuanto su hermano le dijo, nada más entrar, que los mossos habían llamado: querían hablar con él. Unos agentes vendrían a la mañana siguiente para hacerle unas preguntas.