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—A ver, hacedme un resumen rápido de todo esto —dijo el comisario Savall—. El caso ya tenía visos de ser goloso para la prensa con lo de los dichosos cuadros, y ahora me decís que éstos podrían basarse en un relato escrito por uno de los implicados.

Ante él estaban el inspector Héctor Salgado y el agente Roger Fort, que habían iniciado la reunión sin la agente Leire Castro en una de las salas de comisaría y habían sido interrumpidos por el comisario, que se había unido a ellos. Fort había dejado que su superior tomara la palabra; no se le daban bien las reuniones, sabía que sus habilidades para hablar en público eran mejorables y siempre temía no dar la impresión adecuada.

—Yo diría que es bastante evidente, comisario —repuso Salgado—. Fort lo dedujo enseguida, con muy buen criterio.

Sacó las fotos de los cuadros y fue colocándolas, intercaladas, junto al texto.

—Dejando a un lado la casa y los paisajes sin figuras, tenemos a los pájaros, presentes al principio y al final del cuento. Aquí, en este cuadro, parecen huir, como si una explosión los dispersara en un cielo amarillo, como si una fuerza inmensa los impulsara hacia delante. Eso encajaría con la parte de la bomba. Y luego, sin lugar a dudas, están los cadáveres, dibujados tal y como se encontraron, y tal y como se describen en este relato.

Savall observó las fotos y leyó rápidamente las partes de texto que Héctor había subrayado.

—Y hay más coincidencias —prosiguió Héctor—, el grupo en el que tocaba Daniel Saavedra se llamaba Hiroshima. Y como usted decía, comisario, el autor, Santiago Mayart, fue el profesor del curso de escritura donde se conocieron Cristina Silva y quien fue el principal sospechoso, Ferran Badía.

Fort se animó a intervenir:

—Una cosa más: en el cuento se dice que enterraron a la pareja con sus objetos más apreciados, que podrían ser las páginas de acordes… y la mochila con el dinero.

Lluís Savall meneó la cabeza.

—Bien. Menudo embrollo.

—Vayamos por partes —dijo Héctor, retomando la iniciativa—. Tenemos una leve pista sobre los cuadros. El viernes, cuando Fort y Castro estuvieron visitando las escuelas de arte, hubo alguien que dio la impresión de reconocerlos. Si tiramos del hilo por ahí, quizá averigüemos quién es el autor y por qué los pintó. Tiene que ser alguien que supiera que los cadáveres se encontraban en la casa y que, por alguna razón, leyera el relato y decidiera «ilustrarlo».

Savall asintió.

—Por otro lado, está el tema del dinero. Y aquí sí que debo admitir que no tenemos ninguna pista. De momento no sabemos de dónde sacaron esa cantidad dos chicos como ésos. No es que fueran pobres, pero sus familias no estaban por la labor de regalarles diez mil euros. Eso seguro. Lo único que podemos descartar gracias a esta pista es un asesinato por lucro: nadie dejaría diez mil euros abandonados con dos cadáveres.

—Las lesiones de los cuerpos, sobre todo las de ella, indican un ensañamiento personal, señor —dijo Fort, después de carraspear—. A él lo mataron de un solo golpe, pero a Cristina…

—Ya. Y de los amigos ¿qué sabemos?

En ese momento llamaron a la puerta y una sonrojada Leire Castro asomó la cabeza.

—Lo siento. Tenía cita con el pediatra a primera hora.

—Estábamos repasando este lío de caso —resumió Savall, señalándole una silla—. Y habíamos llegado a los compañeros del grupo de música.

—Hiroshima, sí. —Leire sacó unos papeles y esperó.

—Nada muy sospechoso, señor —dijo Fort—. Yo me ocupé de Hugo Arias e Isaac Rubio. Hugo tiene veintinueve años y vive en Madrid, donde regenta un bar junto a Cristina Hernández, la que había sido compañera de piso de la víctima. Es algo que a él le viene de familia: sus padres tenían un bar cerca de la avenida Paral·lel, aunque lo cerraron hace años. El local parece moderno, una cafetería donde también sirven copas y comidas sencillas. Por los extractos bancarios, no parece que las cosas les vayan muy bien. Van tirando, nada más. Sin embargo, les gusta viajar: estuvieron en Londres hace poco, y el verano pasado en Nueva York y en Ibiza.

Héctor se inclinó hacia los papeles de Fort. Esa mañana el comisario los había reunido antes de que tuvieran ocasión de hablar.

—Mucho viaje para estos tiempos, ¿no? —preguntó con el ceño fruncido.

—Quizá sí —dijo Savall—. Pero no hay nada ilegal en eso, Héctor. A no ser que el bar se use para otros negocios.

—Ya. —Héctor seguía pensativo—. ¿E Isaac Rubio? Era el batería, ¿no?

Fort soltó un bufido, como si no supiera cómo articular la información conseguida.

—Es el más joven. Veintiséis años, huérfano de padres desde 2002, tiene un hermano mayor que vive en la calle Alts Forns. Consiguió a duras penas el graduado escolar y, al parecer, no ha trabajado nunca; al menos no con contrato. La última dirección que consta de él es en el Puerto de Santa María, Cádiz. Iba a llamar al hermano esta mañana a ver qué podía decirme. En estos tiempos es de lo más raro no dejar rastro, pero de Isaac apenas he encontrado información.

Se calló como si el hecho fuera un fracaso personal, y Leire tomó la palabra enseguida.

—De Leonardo Andratx hay más cosas. Treinta y dos años, soltero. Su padre tenía una constructora que quebró a finales del pasado año. Leo no trabajaba en la empresa familiar. Estudió económicas, pero está de comercial en una compañía de telefonía móvil, con un sueldo no muy elevado. Además…

Leire se quedó pensativa un instante, ordenando sus ideas.

—… hay dos denuncias contra él, por agresión y amenazas. La primera la puso un tal Jordi García: al parecer, Leo le agredió porque éste se metió con su novia. La segunda la interpuso la propia novia, ya ex, Gabrielle Anvers, hace dos meses. Al parecer, Leo no se toma bien que lo abandonen. Esta denuncia fue retirada enseguida, todo hay que decirlo. También tiene un blog, donde se queja de las desigualdades del mundo.

—Ya. Algo es algo. —Lluís Savall miró el reloj—. Seguid con ello, y con los otros dos, el profesor de escritura y el loco, ¿cómo se llama?

—Ferran Badía —dijo Héctor.

—Mantenedme informado, Héctor.

Estaba claro que, para Savall, la reunión había terminado. Para Héctor y su equipo, sin embargo, quedaban varias cosas por hablar.

—¿Qué piensan del relato? —preguntó Héctor. Él llevaba dándole vueltas desde la noche anterior y tenía varias ideas al respecto, pero quería oír primero lo que sus agentes tenían en mente.

Se hizo un silencio en absoluto incómodo: si algo sabían Fort y Leire era que con el inspector Salgado podían opinar con sinceridad.

—Es extraño —dijo ella por fin—. No sé si acabé de entenderlo del todo. Está claro que hay un triángulo amoroso, no tan distinto al que vivían Cristina, Daniel y el otro chico. Pero no es sólo eso.

—No. No es sólo eso —concedió Héctor.

—¿No es…? —Roger Fort empezó a hablar y al instante enrojeció, como si le avergonzara lo que iba a decir.

—Diga, Fort.

—No. Bueno, quizá sea una tontería. Lo releí anoche, y no es que me gustara mucho la primera vez, si le digo la verdad. Al final tuve la impresión de que la historia era lo de menos, que lo que importaba era esa obsesión por aquellos amantes muertos. Como si —se calló y retomó la idea, alentado al ver que el inspector asentía—, como si los amantes generaran envidia a su alrededor. Envidia de su relación.

—Es una posibilidad. —Héctor parecía pensativo—. Está claro que tenemos que hablar con el autor, Santiago Mayart. Lo haré yo, personalmente, y hoy mismo si puedo arreglarlo. Tenga o no que ver con los asesinatos en sí, está claro que alguien se ha molestado en pintar esos cuadros y en hacerle llegar el libro a Fort.

—¿Cree que son los mismos? —preguntó Roger Fort—. ¿Los okupas y los que me hicieron llegar el libro?

—Dudo que esos okupas sean tal y como los imaginamos en un principio —dijo Héctor—. Nos falta demasiada información para arriesgarme a lanzar hipótesis, pero preveo que existe un plan muy calculado con el fin de involucrar a Mayart en esas muertes. Casualidad o no, debemos estar abiertos a todas las posibilidades. Yo hablaré con Mayart. Ustedes sigan con los miembros del grupo, a ver si entre hoy y mañana consiguen hablar con todos. Pregúntenles por el dinero e introduzcan el tema de este dichoso cuento, observen sus reacciones.

Leire se había quedado un momento absorta en los papeles que traía.

—Hay algo más. Sobre Andratx. —Levantó la cabeza y se dirigió a ambos—. Otra denuncia, pero ésta puesta por él, en junio de 2004. El día 21, para ser exactos. Le robaron el coche, una furgoneta. No creo que tenga ninguna importancia.

—No sabemos lo que puede tenerla o no —insistió Héctor, que dio por concluida la reunión.

Salió de la sala el primero y se dirigió a su despacho. En el camino se cruzó con Dídac Bellver. Héctor lo saludó con un gesto y siguió adelante, dándole la espalda. Leire, en cambio, alcanzó a ver la cara de Bellver y en su expresión distinguió algo que la intranquilizó, una mezcla de superioridad y desdén, una sonrisa maliciosa que se borró al instante, pero que estuvo ahí. Lo siguió con la mirada, sin ser vista, y comprobó que se encerraba en el despacho del comisario Savall.