Nina no solía encender la televisión por las mañanas, entre otras cosas porque el día empezaba para ella muy temprano y a esas horas, incluso con el volumen muy bajo, el sonido parecía retumbar contra las paredes. El piso era tan pequeño, treinta y cinco metros cuadrados contados con generosidad, que la única habitación quedaba separada del resto por un tabique que parecía de papel. Además, desde que Nina se había acostumbrado a madrugar, disfrutaba más de esos momentos en que el mundo parecía estar callado, en pausa. También le gustaba pararse un instante en la puerta de su habitación y contemplar a Hugo, con ambos brazos alrededor de la almohada y una pierna, asombrosamente velluda para aquel torso lampiño y delgado, asomando entre las sábanas.
Esa mañana Nina puso la cafetera al fuego, como siempre, y notó en los tobillos el cuerpo suave de Sofía, que sabía que si maullaba con suficiente energía recibiría un poco de leche. Nina se agachó para cogerla en brazos, pero la gata la esquivó y siguió insistiendo hasta que vio cumplido su deseo. Fue entonces, mientras esperaba a que subiera el café, cuando Nina decidió poner las noticias, casi sin voz, para no despertar a Hugo. Sentía curiosidad por la evolución de aquella protesta joven y masiva que estaba ganando fuerza. Por una vez, Nina se veía capaz de suscribir aquellos lemas que atacaban a todos los partidos políticos por igual y que, en definitiva, definían su propia realidad cotidiana. «Nos habéis robado el futuro», decían. Y ella, que por dentro se lamentaba de que le hubieran usurpado el pasado, se rebelaba ante la posibilidad de que el mañana también se le escapara de las manos.
Pero las imágenes de jóvenes sentados con los brazos en alto eran las mismas que había visto la noche anterior, antes de acostarse. Volvió a distinguir alguna cara conocida, vista a lo lejos, entre el tumulto alegre que llenaba Sol. El borboteo del café la hizo volver a la cocina, y allí se demoró un poco porque Sofía, al vislumbrar de nuevo el cartón de leche, exigió una segunda ración con una renovada tanda de maullidos airados. Ella cedió, como era habitual; se agachó para verter la leche cuando de repente el volumen del televisor subió de golpe y la asustó. Sofía se lanzó con fruición hacia las gotas que se habían derramado en el suelo, no sin antes castigar aquel gesto de torpeza humana con una mirada casi despectiva.
Nina oyó el ruido inconfundible del mechero y vio una bocanada de humo, seguida por una tos breve. Cogió su café con leche y salió al comedor. Hugo estaba sentado en la alfombra, en calzoncillos, frente a la tele, con la espalda apoyada en el asiento del sofá. Ella se colocó a su lado, algo molesta por aquella intrusión que alteraba su rutina matinal.
—¿Te he despertado? —preguntó en voz muy baja.
Hugo no contestó, absorto en las imágenes de la pantalla, pero la abrazó por el hombro y la atrajo hacia él. Estaba tan serio que también ella les prestó atención, intuyendo que pasaba algo, pero sólo tuvo tiempo de ver las fotos de Cristina y Daniel, las mismas que habían ocupado las portadas de los periódicos siete años atrás, antes de que el noticiario pasara a otro asunto. Hugo contestó a la pregunta sin que Nina llegara a formularla.
—Creen que han encontrado los cuerpos —dijo—. Acaban de decirlo. Estaban en una casa cerca del aeropuerto.
Nina no se movió y él le dio un beso rápido en la frente y la abrazó con más fuerza. Ella notó el calor que desprendía su cuerpo y se refugió en él como si no fuera mayo, como si de repente hiciera un frío invernal.
—Leo me llamó anoche para decírmelo, pero cuando subí estabas dormida y no quise despertarte.
Por un momento, Nina se quedó desconcertada. Esos nombres se le antojaban personajes de otro libro. Un relato ya leído y olvidado. Una historia de la que ella y Hugo se habían alejado, de cuyas páginas habían huido en busca de un argumento distinto. Una tragedia capaz de aflorar inesperadamente. Con el cambio de ciudad y trabajo, todo lo anterior había ido adquiriendo una tonalidad difusa, remota, casi de ficción. Eran cosas que le habían sucedido a otra persona, a una Nina distinta en la que ella prefería no pensar demasiado porque, cuando lo hacía, tendía a avergonzarse: una cría desesperada por agradar, siempre pendiente de la ropa que vestían los otros, las palabras que decían los otros; lista para apropiarse de gustos y opiniones ajenos y defenderlos como propios con una vehemencia que, vista desde el presente, resultaba tan ridícula como exasperante. La juventud, que podía haberse usado como explicación, era una excusa sólo parcial, y Nina lo sabía. No todas las chicas de su edad eran iguales. No todas, por ejemplo, habrían aceptado con tanta docilidad que una amiga reciente les cambiara el nombre simplemente porque coincidía con el suyo propio.
«A mí me llaman Cris, así que tú serás Nina, ¿de acuerdo? Además, Nina te sienta bien».
Era sólo una frase, sin más importancia, y sin embargo para Nina se había convertido en un resumen perfecto de su amistad con Cristina Silva. Cuando empezaron a vivir juntas, a compartir el piso viejo que Cris tenía alquilado no muy lejos del mercado del Born, ella había pasado a ser Nina. Ocho años después seguía siendo Nina y probablemente lo sería ya para siempre. Pero no podía decir que fuera la misma, ni mucho menos. La chica que llegó al piso, acomplejada por aquella mancha de nacimiento que llevaba impresa como un borrón violáceo en la mejilla izquierda, había quedado atrás. Cristina había logrado que viera esa marca no como una maldición sino como una parte de ella que debía aceptar. «Si sigues maquillándote para ocultarla vas a terminar pareciendo un payaso», le había dicho un día. Y le había lavado la cara y la había puesto delante del espejo del cuarto de baño que compartían. «Está ahí, no puedes borrarla. Vive con ella. Si a ti no te importa, si te olvidas de su existencia, los demás acabarán por no verla tampoco. Ésa es la manera de hacerla invisible: aceptarla en lugar de luchar contra ella».
La voz de Hugo la devolvió al presente:
—El café se te va a enfriar.
Ella negó con la cabeza y se lo ofreció.
—No me apetece. Tómatelo tú si quieres.
Se acurrucó contra su pecho y cerró los ojos. Él encendió otro cigarrillo y ella se dio cuenta de que era tabaco de verdad, no del de liar que Hugo había empezado a fumar hacía poco y al que, aseguraba, se había acostumbrado ya.
—¿Qué tal fue anoche? —preguntó Nina en un esfuerzo por recuperar conversaciones cotidianas.
—Como siempre. A la una me harté de estar solo y cerré.
—Tengo que irme —susurró ella, y notó que él se encogía de hombros a la vez que algo se apoyaba en su pie descalzo—. Es hora de abrir.
Abrió los ojos, aunque sabía perfectamente que eso que se abría paso entre ambos era la gata. Terminado el desayuno, Sofía se dedicaba a su segunda actividad favorita del día: sentarse en el regazo de Hugo, especialmente si Nina andaba cerca. Resultaba curiosa la adoración que aquel animal sentía por él, más aún cuando Hugo le hacía poco caso y tenía pocos miramientos a la hora de bajarla del sofá de un manotazo. Daba igual: el minino había decidido cuál sería el objeto de su devoción desde el principio, a pesar de que había sido Nina la que la había encontrado abandonada, a la puerta del bar, y quien había insistido para que se quedara con ellos en casa. Hugo apenas le dedicaba una caricia de vez en cuando; Sofía lo idolatraba sin remisión.
Nina se apartó un poco y la gata ronroneó satisfecha.
—Leo me preguntó si iríamos a Barcelona. Le dije que hablaría contigo.
A pesar de sus palabras, ella comprendió que ya había decidido. Conocía ese tono, era el mismo que había usado en Navidad para convencerla de que debían irse de vacaciones aunque no tuvieran dinero. «Lo necesitas, Nina. Nos lo merecemos, ¿no crees?». Nina había intentado explicarle que, en temas económicos, «querer no es poder» y que «necesitar» era un verbo poco adecuado para hablar de vacaciones, ya que lo que realmente hacía falta era pagar los tres meses de alquiler que debían entonces al propietario, un tipo que empezaba a pedir su dinero en un tono algo menos amable, pero sus argumentos habían resultado inútiles. De hecho, Hugo ya había comprado unos billetes de avión, baratísimos según él, y había reservado una estancia de una semana en Londres. Como en tantas otras ocasiones, ella no quiso preguntarle cómo lo había pagado. Ni por qué había estado mirando en una de las tiendas cercanas a Charing Cross Road unas guitarras carísimas si, entre otras promesas, Hugo le había jurado que el mundo de la música ya era agua pasada.
—Hablamos luego, ¿vale? —repuso ella. Y, desafiando los ojillos amenazadores de Sofía, se inclinó para despedirse de él con un beso en los labios. Antes de salir cogió un cuaderno del estante, con la despreocupación de quien finge hacer un gesto inocente.
Hugo permaneció un rato con la vista fija en la pantalla del televisor, aunque en su cabeza sólo cabían ya las fotos de las caras de Dani y Cris, congeladas siete años atrás. A diferencia de lo que le sucedía a Nina, él era capaz de evocar el pasado a todo color y con una potente banda sonora de fondo. De hecho, aquellos días se le antojaban más nítidos y vibrantes que toda una vida posterior teñida de un insulso blanco roto. Era fácil recurrir a sentencias fáciles del estilo de «éramos unos críos» o «nos creíamos que la vida era eso», pero lo cierto era que, durante un breve período de tiempo, a lo largo del último año que habían tocado juntos, las cosas habían marchado realmente bien.
«Hiroshima está a punto de estallar», había dicho Leo, casi con miedo, y no era mentira. Ya habían superado los primeros escollos de un sendero tortuoso y fascinante que, con suerte, podía conducirlos al éxito. Lo que ninguno podía adivinar era que poco después el sendero se truncaría, que muy cerca existía un precipicio invisible, un agujero negro que los iba a engullir a traición. ¿O quizá lo intuían? Seguramente Leo, que siempre había sido el más responsable de los cuatro, el que les echaba la bronca cuando se desfasaban en exceso, el que planteó una reunión del grupo para tratar el tema de las drogas después de que tuvieran que llevar a Isaac a urgencias, había vislumbrado alguna señal de peligro. Claro que nadie podía adivinar cómo acabaría todo aquello.
A los veintitantos, ninguno podía sospechar que las trágicas muertes de Daniel y Cristina acabarían también con los sueños de todos. El futuro quedó hecho añicos y los tres supervivientes de Hiroshima habían tenido que conformarse con eso, aferrarse a uno de los pedazos y edificar allí una nueva vida. Pequeña e incómoda, como aquel piso con un sofá roto. Aunque a alguno no le iba mal; Leo, al menos, parecía contento.
Hugo siempre había creído que Leo hubiera dejado el grupo de todos modos; había algo en ese estilo de vida que no iba con él. De hecho, estaba casi seguro de que casi se había sentido aliviado cuando quedó claro que, sin el cantante y compositor, volvían a ser tres chicos que tocaban juntos para pasar el rato. Excepto en los últimos meses, Dani siempre actuó como si aquello fuera lo único que importara: más que las drogas, más que follar, más que Cris incluso. La música, o mejor dicho, alcanzar el éxito con la música, era el objetivo principal de su vida. Y Hugo confiaba en que lo habría logrado y, de paso, los habría arrastrado a ellos en su ascenso… si no se peleaban antes.
Las discusiones eran frecuentes, sobre todo entre Leo y Dani, e iban subiendo de tono, aunque nunca habían llegado demasiado lejos. El cantante le reprochaba su escasa implicación en el grupo y Leo se defendía, diciendo que para él existían otras cosas; o al revés, era Dani quien aguantaba la bronca del otro, que no soportaba los malos modos y se ponía nervioso cuando Dani se descontrolaba. Las cosas llegaron a su punto álgido la noche en que Dani los dejó colgados antes del concierto en la sala Salamandra. Ese día fue, en cierto modo, el principio del fin, el primer eslabón de una cadena de acontecimientos que culminó con dos muertos, dos cadáveres desaparecidos, un tarado encerrado y un futuro que dejó de ser de colores para volverse de un blanco que se iba ensuciando poco a poco. Al menos en su caso. No sabía nada de Isaac, pero en realidad éste siempre había sido un misterio.
Llevado por un impulso, Hugo se incorporó y la gata, que se había instalado tranquilamente sobre su vientre, lanzó un maullido de protesta y, despechada, se fue a la cocina, desde donde observó con atención cómo su amo cogía el teléfono móvil y buscaba un número que no encontró. Iba a marcar otro cuando se percató de que seguía siendo temprano, apenas las siete y media de la mañana, y sustituyó la llamada por un mensaje para Leo. Quería saber si tenía alguna noticia de Isaac. Mientras esperaba una respuesta que no llegaba, Hugo se sintió invadido por una añoranza absoluta, casi desoladora, un sentimiento tan inesperado y tan fuerte que casi le hizo llorar.
Se acercó despacio a la columna de CD y, tras escoger uno, lo puso a todo volumen en el reproductor sin importarle el ruido o los vecinos. La música de Placebo inundó el espacio. Days before you came, feeling cold and empty. En su caso era al revés: no se había sentido frío y vacío antes, sino después. Cuando todo acabó; cuando el dinero, que habría debido servir para unirlos, los separó para siempre. La voz del cantante se mezcló en su cabeza con la versión que ellos habían ensayado mil veces, con la voz de Dani, más potente y más grave. Terciopelo oscuro, como de solista negro. Claro que no siempre cobraba ese tono, pero a él le gustaba recordar a aquel Dani. El divertido, el que conducía a toda hostia por la Ronda Litoral.
—Oye, y esto del Fórum Universal de las Culturas ¿qué coño es?
La pregunta la había lanzado Isaac desde el asiento de atrás y quedó en el aire. Iban a encontrarse con Leo, que esa primavera pasaba unas horas cada día en la organización del llamado Fórum, así con mayúscula, un nombre que, según Isaac, evocaba las películas de romanos. Dani soltó un bufido; iba al volante de la furgoneta que, como casi todo lo demás, era de Leo. Por su parte, Hugo se limitó a subir el volumen. La música de Los Planetas, aquella voz desgastada que parecía provenir de un más allá amable, de un infierno donde se respiraban nubes de hachís, ahogó definitivamente las dudas de Isaac, que en realidad tampoco estaba demasiado interesado en la respuesta. Bajó la ventanilla y encendió un porro, mientras Dani aceleraba, situándose en el carril izquierdo de la Ronda poco antes de la salida que debían tomar, lo que le obligó a pegar un golpe de volante para volver a tiempo. Algún claxon ofendido intentó ahogar la música, sin ningún éxito.
—Joder, Dani, cuidado. Y tú —dijo mirando a Isaac por el retrovisor—, ojo con el porro. Si quemamos la tapicería, Leo se va a poner histérico.
Tardaron diez segundos en prorrumpir en carcajadas, risas que se contagiaban con rapidez y que no decaían fácilmente.
—Leo siempre está histérico —dijo Dani por fin—. Creo que tendríamos que pagarle un polvo o algo.
—¿Un polvo o algo? ¿Qué algo se te ocurre? ¿Un masaje con final feliz?
Se echaron a reír de nuevo. Imaginar a Leo enfadado era sencillo; visualizarlo tumbado, tieso como un Cristo sin cruz, mientras una oriental desnuda le toqueteaba el cuerpo, era más de lo que podían resistir.
—Pasa el porro, anda —dijo Dani, e Isaac, obediente, se inclinó hacia delante para dárselo a Hugo, que lo hizo llegar directamente a su destinatario final.
—¿Tú no quieres? —preguntó Isaac.
—No me apetece. —Sacó un cigarrillo del bolsillo de la cazadora—. Prefiero uno de éstos.
—Escuchad —dijo Isaac, al ver que Dani ya estaba a punto de aparcar en las inmediaciones de aquel edificio extraño al que los tres iban por primera vez—, antes os he preguntado de qué va esto del Fórum.
Pero de nuevo nadie supo, o quiso, responderle.
Leo lo tenía todo preparado, como siempre. La cámara, que había pedido prestada, colocada sobre un trípode situado, a su vez, justo enfrente de aquella especie de ejército de figuras de terracota. Los guerreros de Xi’an eran la exposición estrella del Fórum Universal de las Culturas y resultaban impresionantes, aunque sin duda lo era más imaginar a los ocho mil que habían sido desenterrados, según rezaba un cartel explicativo.
—Eh, tenemos poco tiempo, así que cuidado —advirtió Leo—. Estos monigotes de piedra valen una fortuna.
La idea era tan descabellada que a los otros tres les extrañó que saliera de la cabeza de Leo. Hacerse una foto, los cuatro, entre las estatuas de generales y arqueros de piedra, aprovechando que la exposición aún no estaba abierta al público y que Leo, al trabajar en el Fórum, tenía acceso libre al recinto.
—Pero son chinos —había dicho Hugo—. ¿Qué diablos tienen que ver con Hiroshima?
Nadie le había hecho caso, pero, una vez parado ante ellos, tuvo que reconocer que daba lo mismo. Las caras de aquellos tipos eran perfectas.
—Ni los toquéis, ¿está claro?
No los rozaron, y el propio Leo se encargó de activar la cámara y ocupar el lugar que, antes de que llegaran los otros, se había asignado a sí mismo. Había realizado varias fotos de prueba y sabía dónde debía colocarse cada uno de ellos. Los demás obedecieron al general, como habrían hecho de haber sido guerreros de verdad. El flash los cegó durante unos segundos y la cámara disparó de nuevo. Después se quedaron a oscuras entre los gigantes de piedra.
Sin que nadie lo viera, Daniel, que estaba detrás de Isaac, le rozó la oreja con la yema del dedo y el otro pegó un salto, tan brusco que estuvo a punto de derribar una de las figuras.
—¡Joder, estaos quietos! —exclamó Leo, mientras salía de entre las estatuas y se dirigía a encender la luz.
—El cabrón del emperador tuvo a cientos de tipos trabajando en este ejército de mentira —dijo Hugo.
—¿Cómo lo sabes?
—Joder, Isaac, lo pone en el cartel. ¿No lo has leído?
—¿Qué haríais ahora mismo si tuvierais el poder del emperador? —preguntó Dani.
—Los obligaría a cultivar marihuana. Plantaciones inmensas de maría sólo para mí —respondió Isaac riéndose.
—¿Y tú, Hugo?
Hugo meneó la cabeza.
—No lo sé. No me imagino siendo el emperador de nada.
—No seas capullo.
—¿Qué harías tú, listo?
Daniel tardó en contestar.
—Perderme. Largarme a dar la vuelta al mundo sin preocuparme del dinero o de nada. Desaparecería, iría de un país a otro.
—¿Solo? —preguntó Isaac.
—Bueno, todo emperador debe tener una emperatriz, ¿no? Pero sí, me gustaría hacerlo solo.
—¡Eh, tíos, vamos! —los apremió Leo—. El vigilante se ha enrollado, pero ya se está mosqueando.
El teléfono anunció que tenía un mensaje y Hugo regresó de repente al presente. «No sé nada de Isaac. Hasta pronto». La música se había parado y él notó los efectos del cansancio, de haber dormido poco y mal. Pensó en volver a la cama, pero al final se sentó en el sofá roto y se puso el portátil sobre las rodillas. Mientras esperaba que se iniciara, cogió un cigarrillo y de reojo vio a la gata, que lo contemplaba con la misma atención fría de siempre.
Con un repentino arranque de malhumor le lanzó uno de los cojines con la única intención de espantarla, y Sofía huyó. «Da lo mismo», pensó él, porque sabía perfectamente que, aunque aquel bicho habría ido a esconderse debajo de uno de los muebles, seguiría observándole con aquellos ojillos impávidos, casi de muñeca, que parecían capaces de arañar los secretos más vergonzosos. Aquellos a los que nadie, ni tu pareja, debería tener acceso.
Observar era algo que él y la gata tenían en común y, arrepintiéndose levemente, como siempre que lo hacía, Hugo conectó el monitor que le ofrecía una imagen turbia del interior del Marvel. Vio a Nina detrás de la barra y notó una súbita erección matutina. Aunque habían instalado el monitor y la cámara por cuestiones de seguridad, lo cierto era que a él le encantaba verla así, a través de la pantalla: desdibujada como una actriz antigua, deseable en su trabajo cotidiano. No había nada erótico en verla pasando un paño por la barra y colocando las tartas en el expositor, y sin embargo la sensación de estar viéndola a hurtadillas, acechándola como un espectador furtivo, conseguía excitarle más de lo que le gustaba admitir.
«Al fin y al cabo —pensó mientras saboreaba el rapto que le provocaba la imagen—, Nina debería estar orgullosa. ¿Cuántos tíos elegirían a su propia mujer como objeto de sus fantasías eróticas?».