19

Eran más de las siete cuando Abel se quedó dormido en la cuna que Leire tenía instalada en el salón y ella pudo, por fin, dedicarse a leer aquel relato que tanto había alarmado a Fort. Su compañero se había negado a decirle de qué trataba, sólo le había adelantado que era una historia de fantasmas ambientada en el Japón de después de la Segunda Guerra Mundial. Que la acción transcurriera en Hiroshima era lo único que a Leire, en principio, le encajaba con el caso: así se llamaba el grupo musical del chico muerto, como habían comprobado aquella mañana. Sentada en el sofá, con el relato fotocopiado en la mano y un plato con un trozo de tarta en la otra —casera, hecha por aquella canguro que estaba resultando ser, además, una gran cocinera—, tardó unos minutos más en comenzar porque, desde hacía veinticuatro horas, su mente no estaba ocupada únicamente por los asesinatos de Daniel y Cristina.

Sin poder evitarlo, regresaba una y otra vez al momento en que Tomás le había pedido que se casara con él. Y a su respuesta, o mejor dicho, a su incapacidad de contestar con un «sí» o un «lo siento, pero no» a una cuestión que pedía a gritos entusiasmo sincero o firmeza educada. Leire nunca había sido de las que tenían que pensarse las cosas, como las heroínas decimonónicas. Por una vez en la vida, ante una pregunta directa, se había dado cuenta de que, simplemente, no sabía lo que quería. Por suerte, Tomás se marchaba a uno de sus múltiples viajes a Estados Unidos y no regresaría hasta dos semanas después. Eso, al menos, le concedía una tregua para pensar.

«Ya vale», se dijo. El relato. Cuando era una niña, había sido una lectora voraz, hasta que la adolescencia le mostró que existían maneras más entretenidas de pasar la tarde. Luego, entre unas cosas y otras, había abandonado el hábito, de lo que a veces se arrepentía. Las primeras páginas la situaron en un tiempo y un lugar lejano y trágico, y la voz narradora, aquella mujer que amaba desde detrás de una puerta, despertó en ella algo que se parecía más a la melancolía que al terror. Sin embargo, tras el fragmento inicial, que terminaba con aquella inquietante fantasía erótica y aquella tela estampada con rosas amarillas, Leire se sumergió en el cuento:

A día de hoy no dejo de preguntarme cómo consiguió Takeshi intuir el peligro. Había sufrido heridas muy graves en una batalla de la que fue el único superviviente y, mientras yo velaba su sueño en el hospital, me di cuenta de que hablaba con sus compañeros muertos. No era nada raro, les sucedía a muchos, pero después la propia Aiko me confesó un día que también le había oído hablar con ellos: de madrugada, en las horas que ella se fingía dormida, su amante mantenía conversaciones con el aire y acababa sollozando, pidiendo perdón por estar vivo a quienes habían dejado su cuerpo ensangrentado en el campo de batalla.

En cualquier caso, fuera o no una locura, Takeshi me abordó un par de días antes, después de la cena, antes de que saliera hacia el hospital en mi turno de noche; me habló en un tono que no admitía réplica.

«Dentro de dos días, en la mañana del día 6, no vuelvas a casa: quédate en el hospital aunque haya terminado tu turno», me dijo.

Lo miré sin comprender. En los últimos tiempos, los bombardeos de los aliados se habían recrudecido, o eso decían, porque nuestra ciudad se mantenía incólume, como si algún dios la protegiera con un escudo invisible. Nuestros heridos se multiplicaban y, después de doce horas de trabajo, mi único deseo era abandonar aquel lugar y refugiarme en casa, nutrirme de amor en lugar de muerte.

«Prométeme que harás lo que te digo», insistió, casi enojado, y en ese instante comprendí que para él aquello era algo serio.

«¿Qué sucederá dentro de dos días?», pregunté.

Su rostro revelaba el deseo de estar furioso, pero yo sabía que fingía. Había más tristeza que rabia en sus ojos.

«Escucha —dijo en voz más baja—. Te necesitarán viva para atender a los enfermos. Habrá muchos, muchos enfermos… Muchos más de los que puedes imaginar».

«¿De qué hablas?».

Suspiró. Por un segundo pensé que iba a desmayarse. Desde que recobró la conciencia, después de las graves heridas que sufrió en la cabeza, a ratos se quedaba con los ojos muy abiertos, sin parpadear, como si en la pared blanca se proyectaran imágenes invisibles para todos menos para él. Takeshi dio un paso atrás y se cubrió la cara con las manos.

«Estoy muy cansado», creí oír.

Me quedé quieta. Intenté alejar la mirada de aquel hombre, joven y fuerte, que se encogía ante mí. Sus hombros convulsos me indicaron que lloraba, sin embargo cuando volví a verle el rostro me di cuenta de que sus ojos estaban secos, dos manchas negras como borrones de tinta en un lienzo pálido.

«Allí estarás a salvo», me dijo.

«¿Y tú? —pregunté—. ¿Y Aiko?».

«No te preocupes por nosotros. Nos marcharemos lejos, tan lejos como nos sea posible».

Sin añadir nada más fue a reunirse con Aiko, que le esperaba en su rincón de la cama, como siempre, envuelta en su quimono de seda estampado con rosas amarillas. Sin embargo, no se fueron. A la mañana siguiente, mientras caminaba hacia casa, me asaltó el vago temor de hallarla vacía y respiré, aliviada, al comprobar que, pese a las advertencias de Takeshi, ambos seguían allí, como si nuestra conversación no se hubiera producido.

Me dije que tal vez su augurio no había sido más que el desvarío de un momento de locura. O quizá mi amiga Aiko, que vivía conmigo desde antes de que Takeshi llegara a su vida, se resistía a la idea de dejarme sola frente a lo que estaba por venir. Al fin y al cabo, se habían conocido porque Aiko vino a buscarme al hospital. Él ya estaba mejor y paseaba por el recinto. Creo que se enamoraron en cuanto se vieron, y me alegra pensar que sin mí eso no hubiera ocurrido nunca, que ellos jamás se habrían amado si yo no hubiera pasado por sus vidas.

Debo esforzarme por olvidarlos. Por enterrarlos de verdad: no pensar en Aiko, en las sedas que pintaba cuidadosamente, aves negras o vistosas flores; sepultar los recuerdos de Takeshi, de sus manos fuertes, de su voz rota. Siempre me sucede lo mismo cuando se acerca el aniversario de su muerte.

La mañana del 6 de agosto nada hacía presagiar que el desastre estaba tan cerca. Dentro del hospital la rutina casi me había hecho olvidar los malos presagios. La noche anterior había recorrido mi camino habitual, casi vacío a esas horas. El cielo estaba sereno y, a lo lejos, el monte Hijiyama se alzaba, sólido e imponente, bajo una luna brillante. Horas después, cuando el cielo se tiñó de humo, esa montaña se convertiría en un refugio desde donde contemplar con resignación la devastación absoluta. No obstante, cuando me dirigía hacia la Cruz Roja, las palabras de Takeshi de dos días atrás me parecieron un sinsentido, el fruto de una mente enferma, de unos ojos que habían presenciado demasiadas cosas para su edad.

Me dispuse a iniciar la rutina nocturna. Era un momento que me gustaba: ante mí se extendían las camas de los heridos, yo sabía cuál era mi cometido y, a pesar del dolor que zumbaba a mi alrededor como una plaga de abejas nerviosas, tenía la absurda sensación de que mi presencia allí los hacía sentir más seguros. Me veía capaz de luchar cara a cara con la muerte que intentaba arrebatarme a los más débiles y nada me deprimía más que encontrar una cama vacía, la prueba de que Izanami se había llevado a un enfermo a sus tenebrosos dominios aprovechándose de mi ausencia… Ahora que estaba yo allí, nada malo podría suceder.

Mentiría si dijera que recuerdo mucho más del inicio de esa jornada. Supongo que cumplí con mis tareas como todas las noches, decidida a aliviar en lo posible a aquellos desgraciados que se enfrentaban al futuro con el cuerpo lacerado, miembros amputados o ciegos. Muchachos que ya eran viejos. Hombres mutilados que ya no eran hombres. La guerra no era más que una fábrica de despojos humanos; seres que necesitaban curación y esperanza y que, al menos durante unos instantes, me querían un poco.

Sí me acuerdo, no obstante, de que sobre las siete y media de la mañana, cuando faltaba poco para finalizar mi turno, me dispuse a cambiar los vendajes a un joven que había sufrido quemaduras graves en casi todo el cuerpo. Me llevó un buen rato y luego, cuando terminé, me paré unos minutos junto a la ventana para tomar fuerzas antes de marcharme. Necesitaba llenarme los ojos de verano y borrar así la imagen de las llagas, el olor de la carne podrida. Cerré los ojos e intenté empaparme de sol a través del cristal, sentir su fuerza matizada por aquel escudo protector. Luego supimos que fue precisamente el hermoso día, el tiempo despejado, lo que decidió la cuestión. Que fue aquel cielo azul, despiadadamente vacío de nubes, lo que firmó nuestra sentencia.

Pasaron dos días antes de que pudiera regresar a casa, y para entonces me quedaban pocas esperanzas de encontrarlos con vida. Se hablaba de miles de muertos, aunque nadie parecía saber qué clase de maldición había caído sobre nosotros. Más tarde supe que ese engendro arrojado desde el cielo llevaba el irónico nombre de Little Boy. Tal vez parezca una aberración, pero aquella mañana, junto a la ventana del hospital, viví una experiencia extrañamente hermosa. Un resplandor brillante y cegador, como si el sol estallara por dentro, inundó el mundo de luz. Quise abrir los ojos para verlo mejor y no pude; entonces oí el estruendo. El cristal de la ventana voló en mil pedazos, como un géiser, y cuando me di cuenta estaba en el suelo, totalmente cubierta de diminutos alfileres de vidrio.

Después sobrevino el silencio. Pétreo y aterrador. Una quietud que evocaba templos vacíos y sepulcros abiertos, una ausencia de ruido que resultaba más aterradora que el estropicio anterior. «Esto es la muerte», pensé; tienen razón quienes dicen que no es el final, sólo el principio de algo diferente, el inicio de un mundo sin voz. Pero poco a poco me percaté de que estaba viva. Nuestro hospital fue el único edificio de la zona que aguantó en pie, como había predicho Takeshi. Sufrí cortes en todo el cuerpo, ninguno de gravedad, aun así permanecí un día y medio sin salir de allí: había mucho que hacer y, por otro lado, temía desesperadamente alejarme de esas cuatro paredes. Por fin, la tarde siguiente, la ansiedad sustituyó al miedo y decidí enfrentarme a la verdad.

Hiroshima se había convertido en un cementerio sin lápidas. Una niebla densa, un manto de humo oscuro, cubría la ciudad. Cuerpos que se habían rendido a la muerte. Cuerpos que no la aceptaban y seguían en pie, sin respirar. Cuerpos que se habían desvanecido dejando sólo una mancha oscura como recuerdo. Intenté no verlos, mantuve la mirada por encima de aquel campo de cadáveres y me esforcé para orientarme por calles que en teoría conocía, pero que, sin edificios, se me antojaban distintas, como si las recorriera por primera vez.

En el fondo, algo me decía que no habían sobrevivido, que como tantos otros Takeshi y Aiko habían sido víctimas de aquel fuego blanco. La ilusión renació en mí al ver que nuestra casa no estaba completamente derruida. Entré sin darme cuenta de que ya no había puerta y corrí hacia su dormitorio, donde la esperanza se estampó contra la realidad.

Estaban allí. Entrelazados como si la bomba, aquel arma lanzada desde el cielo, los hubiera sorprendido en pleno sueño, después de hacer el amor. Permanecí inmóvil unos instantes, cerré los ojos e intenté disolver el dolor. Cuando volví a abrirlos, avancé hacia la cama. Ahí estaban, sus cuerpos desnudos. Jóvenes. Muertos. Unidos para siempre por un abrazo eterno. El brazo derecho de Takeshi colocado justo por debajo de los senos de Aiko, que, de espaldas a él, se refugiaba contra su pecho, como si fueran un solo cuerpo. Fue entonces, al observarlos de cerca, cuando me percaté de que su piel presentaba unas manchas peculiares que al principio me desconcertaron. No me atrevía a tocarlos y, en un súbito arranque de pudor, busqué con la mirada algo con que cubrirlos. Durante esos instantes, mi mente asoció aquellos extraños rastros de su piel con algo conocido y, horrorizada, me aparté de la cama. Mis ojos se llenaron de rabia y tuve que dejar que las lágrimas salieran, por miedo a que aquella amargura salada los cegara para siempre.

Los había visto así muchas veces, arropados con el quimono estampado de Aiko cuando notaban el frescor de la madrugada. Esa noche debieron de hacer lo mismo, y aquel monstruo poderoso, casi sobrenatural en su fuerza, había logrado desintegrar por completo la tela que los cubría. Pero al hacerlo había tatuado sus cuerpos desnudos con una mortaja de rosas amarillas.

Me preocupé de enterrarlos siguiendo los ritos. Puse en su tumba dinero para el viaje y sus objetos más queridos. Busqué la última tela en la que trabajó Aiko, seda blanca donde había pintado un alud de pájaros de alas negras. No conseguí encontrarla, y me dije que tal vez las aves también habían abandonado la tela y habían quedado atrapadas en otro lugar.

«Hoy es 5 de agosto. Esta noche volveré a Hiroshima».

Sé lo que va a suceder porque todos los años, desde el primer aniversario de esa jornada fatídica, Takeshi y Aiko vienen a verme. Me acuesto, a la hora de siempre, y aguardo su visita. Sin embargo, es la primera vez que estoy lejos de Hiroshima y temo que ellos hayan decidido castigarme con su abandono.

El primer año pensé que había sido un sueño. Que aquellas imágenes que aparecieron de madrugada, en el espejo, habían sido fruto del dolor y de la nostalgia. Que los gemidos de Aiko y el cuerpo de su amante pertenecían al mundo onírico. Que había sido mi mente la que los había evocado. La segunda vez ya no pude negar la evidencia. Permanecí despierta toda la noche, con la vista fija en el cristal hasta que de repente éste se aclaró y me mostró a mis amigos, amándose, en todo su esplendor. Eran ellos, y el espejo había dejado de serlo para convertirse en una puerta a la intimidad de una pareja. A él casi no pude reconocerlo porque la espalda de ella me lo ocultaba, pero era obvio que estaba ahí, tumbado, gozando de ella, de esa mujer de piel blanquísima que gemía y se arqueaba, sentada a horcajadas sobre él. No paraban, seguían entregados a esos movimientos, ajenos como siempre a que alguien pudiera estar observándolos. Pero de repente, cuando por el ritmo se diría que estaban a punto de culminar el acto, ella se detuvo y volvió la cabeza. Aiko… Su rostro expresaba deseo y curiosidad a partes iguales. Al final sonrió. El cabello oscuro le ocultaba parte de la cara y ella se lo echó a un lado para que pudiera verla bien. Para que no me quedara duda alguna de quién era. Me acerqué al espejo para tocarla, seducida como antaño por tanta belleza, y deseé con todas mis fuerzas atravesarlo y unirme a ellos. Por un momento dejaron de acariciarse, como si me vieran. Supe que Aiko quería decirme algo. Abrió la boca, aunque de ella sólo salió un vaho gélido que dejaba extrañas manchas en el cristal.

Lo mismo se ha repetido todos los años, en la madrugada del 6 de agosto. Por eso me acuesto desnuda esta noche, les ofrezco mi cuerpo, el mismo que no quisieron en vida, y fantaseo de nuevo con las manos de Takeshi, con su boca lamiendo mi sexo mientras Aiko me besa en los labios. Pasan los minutos, las horas, la madrugada parece no llegar nunca para los insomnes. Temo que no vengan, que su eco haya quedado atrapado para siempre en los confines de Hiroshima, esa ciudad de la que he tenido que huir antes de que su aire corrupto acabe conmigo.

Deben de ser casi las cinco cuando despierto, sobresaltada por el hecho de haberme dormido. Me levanto de un salto y corro hacia el espejo, que me devuelve mi propio rostro desencajado. Lo golpeo con las palmas de las manos, llamándolos. Por fin, cuando ya estoy a punto de desistir, un humo oscuro empaña mi imagen. Sonrío, esperanzada, y un escalofrío me recorre el cuerpo. Van a venir. No me han abandonado.

Sí… Suspiro aliviada al ver que son ellos, aunque esta vez no están haciendo el amor, sino que yacen, inconscientes, abrazados como siempre. Los observo como lo hice aquella noche: comprobé que dormían antes de cerrar su cuarto con llave, antes de condenarlos. Aparto la mirada porque no es eso lo que esperaba ver, pero las imágenes siguen dentro de mi cabeza y avanzan despacio, a cámara lenta. Oigo en mi cabeza el estallido de la bomba y me resisto a contemplar la muerte que ella y yo provocamos juntas. Las lágrimas corren por mis mejillas, abrasándome la piel, y todo mi cuerpo se estremece por el impacto. Luego, como aquel día, sólo queda el silencio, ahora perturbado por mi llanto. Sollozos culpables por lo que hice, por haber sobrevivido, por no haber regresado para morir con ellos. Por haber sucumbido al temor de ser abandonada.

Cuando vuelvo a mirar, la escena es distinta. El cuarto que compartían ha quedado invadido por una bandada de pájaros negros y comprendo que ése es mi castigo por haber huido de Hiroshima. Manchas aladas suspendidas en el aire que, sin previo aviso, vuelven sus cabezas. Me observan, impasibles, calculadoras, y de repente, como si obedecieran una orden muda, se lanzan furiosas contra el espejo. Contra mí. Oigo sus picos golpeando el cristal hasta partirlo, oigo el susurro salvaje de sus alas y me estremezco ante el chirrido de esas garras arañando la barrera que las frena. Intento cubrirme la cara con los brazos, segura de que conseguirán atravesarlo para atacarme. Sé que en algún momento, cuando atraviesen la frontera que los separa del mundo de los vivos, esos pájaros que oigo aletear cada vez más cerca caerán sobre mí con sus picos afilados para arrancarme los ojos y destrozarme la piel.

En la azotea, rodeado de plantas que aspiraban a crecer, Héctor contemplaba la ciudad adormecida con ojos cansados. Había dormido poco la noche anterior y tampoco parecía probable que el sueño se apoderara de él en las horas siguientes. Conocía bien ese insomnio improductivo, esa vigilia letárgica que sólo servía para llenarle la cabeza de fantasmas. Como los del relato, que había leído dos veces sin llegar a comprender del todo su significado.

El cuento, narrado en primera persona, contaba claramente una historia de amor y celos ambientada en la Hiroshima de 1945 y varios años después. El triángulo formado por Takeshi, Aiko y la enfermera, amiga de ambos, tenía un final trágico: los amantes morían, por culpa de la bomba y porque la amiga, que no tenía nombre, impedía su huida.

«Un cigarrillo más —se ordenó Héctor—, sólo uno». El relato no había conseguido asustarle, pero tampoco podía quitarse de la cabeza alguna de sus imágenes. Hiroshima, los amantes muertos, los pájaros vengadores, la amiga triste y a la vez culpable, digna de compasión y también, en cierto sentido, merecedora de castigo. Y, por supuesto, una ciudad devastada, tan distinta a la que se extendía frente a él, desde la azotea. Mientras fumaba, intentó sacudirse de encima la sensación corrosiva de que, en esa ciudad plácida que vislumbraba desde las alturas, como un dios pagano, también estaban sucediendo en esos momentos cosas que escapaban a la lógica y a la bondad. Bajo esas luces tenues, en esa ciudad elegante, amantes despechados apuñalaban a sus parejas, padres golpeaban a sus hijos, niños actuaban con crueldad inusitada contra otros, familias enteras perdían sus empleos y sus hogares. Algunos, como Ruth, desaparecían, tragados por unas sombras que la belleza de la ciudad se empeñaba en difuminar, y otros, como él, fumaban en silencio, insomnes, incapaces de cerrar los ojos ante una realidad que se cernía como un fantasma en torno a una ciudad dormida.