18

Por enésima vez en su vida, Leo Andratx maldijo esa caballerosidad aprendida que siempre le había convertido en el favorito de las madres de sus amigos. Una característica que no era necesariamente negativa, pero que en algunos momentos le ponía en serios aprietos o le obligaba a mantener conversaciones educadas cuando lo que quería era cortar la charla y largarse.

Pensaba eso mientras sorteaba los coches, subido en la moto, de camino a casa. Tenía el tiempo justo para ponerse una ropa más acorde y dirigirse a plaza Catalunya, donde la indignación le estaba tomando el pulso a la realidad política. Se veía venir, aunque nadie imaginaba que las cosas fueran a tomar un cariz tan multitudinario y tan mediático. Ni siquiera él, que había participado activamente desde su blog en el lanzamiento de reflexiones en contra del bipartidismo dominante, en contra de la clase política en general y de los banqueros, los nuevos malvados, en particular. Leo Andratx se sentía en el centro de un momento histórico y quería vivirlo tanto como sus obligaciones se lo permitieran. La gente protestaba en la calle mientras él, y algunos más, fomentaban las quejas con un objetivo definido: lograr la caída de ese gobierno blando y sustituirlo por otro que supiera tomar las riendas con menos sensibilidad. «Por ahora hemos conseguido sublevar a las masas», pensó satisfecho. Y era algo que quería ver en persona.

Por eso apenas había logrado contener la impaciencia cuando reconoció al teléfono la voz de la madre de Daniel. Ronca de llorar, intentando aparentar serenidad, la mujer le había llamado al móvil justo antes de salir de la oficina. En su día, en medio de aquella locura que fue la desaparición, las sospechas y el juicio subsiguiente, Leo fue el único amigo de Dani que ella reconoció como merecedor de su confianza. El único serio, el único con dos dedos de frente. Tampoco tuvo que hacer nada para ganarse ese rol: Hugo estaba en las nubes, conmocionado por todo, e Isaac… Bueno, Isaac siempre sería un infeliz. Leo era el economista, la clase de amigo que Virgínia Domènech habría escogido para su hijo de haber podido hacerlo.

Dejó la moto aparcada delante del inmueble donde vivía, en Gran de Gràcia, y no quiso entretenerse en esperar el ascensor. Subió los peldaños de dos en dos y, al abrir la puerta de su apartamento, notó el olor a limpio inconfundible que dejaba la chica de la limpieza. Se quitó la chaqueta deprisa, se aflojó la corbata y empezó a desabrocharse la camisa de camino a su habitación. Ésta daba a un cuarto de baño y decidió darse una ducha rápida. Para él la protesta ciudadana no estaba reñida con el desodorante. Cinco minutos después, secándose con la toalla, abría el armario y comprobaba dos cosas: que la mitad que Gaby había dejado vacía seguía doliéndole y que la chica boliviana había sacado ya la ropa de verano, tal y como él le había dejado escrito en una nota. Buscaba algo de manga corta cuando, por azar, pasado y presente volvieron a confluir por segunda vez en ese día. Sacó despacio una camiseta que hacía años había sido negra. Al tenerla en la mano, no pudo evitar recordar la conversación telefónica, la voz que le decía que habían encontrado los cadáveres. Cadáveres. Daniel. Cristina. Hacía tiempo que habían pasado a ser fantasmas ignorados, a ratos incluso odiados, pero de repente habían cobrado la entidad de cadáveres. Cuerpos conocidos, esqueletos con nombre. Se miró en el espejo con la camiseta puesta. Hiroshima. La foto que ellos mismos se habían tomado para estamparla. Sonrió al recordarlo: cuatro niñatos entre guerreros de piedra. Casi le había costado aquel trabajo de verano en el Fórum.

Habría podido estar bien. Muy bien. Y a él no le importaba reconocer que era sobre todo gracias a Daniel. Hugo a la guitarra y el propio Leo al bajo habían formado parte de otro grupo, nada serio, simplemente reunirse y tocar un poco los domingos de invierno en un local que los padres de Leo habían cedido a su hijo para ese fin, aunque sospechaban, equivocadamente, que lo usaría para encuentros de índole más íntima. Se limitaban a versionar canciones de sus ídolos, tomarse unas cuantas cervezas y pasar el domingo, sin más pretensiones. Pero todo había cambiado cuando apareció Dani en escena, y nunca mejor dicho. En su momento lo había intuido, pero a día de hoy era capaz de reconocerlo: Daniel tenía carisma. Algo especial. Sin él, Hiroshima simplemente no existía.

Hiroshima. Un nombre de cuatro sílabas, como ellos. Y con fuerza. Ése había sido el criterio que los había llevado hasta él y que los convenció en cuanto alguien, Hugo si no recordaba mal, lo dijo en voz alta. Lo habían pasado bien. Hugo, Isaac, Dani y él mismo: en otra época quizá habrían sido mosqueteros y habrían cambiado las guitarras, la batería y la Play Station por las espadas, los duelos y los juramentos de lealtad. Hiroshima había sido un grupo de aficionados, pero también un punto de encuentro, una excusa para huir de sus distintas realidades, un pretexto para evadirse de padres, novias, estudios, del presente en general.

Para Leo, acostumbrado a la obediencia y a la necesidad de invertir el tiempo libre en lugar de perderlo, «ir a ensayar» había supuesto la manera de conciliar el ocio con la utilidad. Por eso a veces se irritaba los domingos cuando los demás se mostraban indolentes y se lanzaban sobre la Play en lugar de tocar, o en el caso de Isaac, cuando aparecía con una resaca que casi no le permitía mover la cabeza. Sin embargo, lo más curioso fue que, hasta los últimos tiempos, en pocas ocasiones faltó alguien a la cita dominical, esa misa pagana en la que se tocaba rock y se consumían porros —lo único aparte del alcohol que Leo permitía en el local—, se hacían promesas y se jugaba a casi todo. Podían encontrarse también otros días, los miércoles normalmente, aunque el domingo por la tarde era el día en que nadie fallaba, como si todos quisieran prolongar el fin de semana, retrasar el maldito lunes, siempre frustrante, y desear que se disolviera en un agujero temporal.

Recordó el olor a marihuana que él luego se empeñaba en eliminar, las latas de cerveza vacías —las «musas cadáveres», como las llamaba Hugo—, las montañas de colillas, pirámides apestosas que conseguían mantenerse en precario equilibrio. Y casi sonrió, aunque entonces no le había parecido en absoluto divertido, al pensar en el día en que Isaac, que a veces se quedaba a dormir en el local, había estado a punto de incendiarlo con un cigarrillo mal apagado. El enfado de Leo, coreado por los otros dos aquella vez, había alterado durante una única semana la rutina de Hiroshima. Isaac no apareció el domingo siguiente a la hora habitual ni respondió al teléfono, a pesar de que Hugo y Dani le llamaron varias veces. Al final, cuando ya se marchaban, más pronto de lo habitual porque, aunque nadie osó reconocerlo, se sentían como una mesa coja, Isaac apareció en la puerta, compungido como un cachorro al que ha pillado una tormenta. E incluso Leo, que hasta entonces se había mostrado inflexible, tuvo que dar su brazo a torcer y reintegrarlo de nuevo en el grupo.

«Quizá no debería haberlo hecho», murmuró para sus adentros. Quizá, como le enseñaron de pequeño, tendría que haberse deshecho de la manzana podrida antes de que causara más problemas. Pero entonces sus vidas, las vidas de los cuatro, o al menos de los tres que seguían vivos, no habrían sido las mismas ni necesariamente mejores. En cuanto a Daniel…, hubiera muerto igualmente, se repitió. Él y Cristina se metieron en su propio embrollo y su historia acabó en tragedia. Sí, Daniel estaría muerto a día de hoy aunque no hubiera sucedido nada de lo que pasó. Pero esa frase, que tantas veces se había repetido a sí mismo, estaba ya tan deslucida como el negro de la camiseta y sonaba a vieja, a gastada.

—Fue culpa de Cristina —dijo en voz alta—. Ella se lo cargó todo. Ella arrastró a Dani a aquella historia absurda.

Lo que ya no pudo expresar en voz alta sin sonrojarse un poco fue que, durante los últimos meses que tocaron juntos, Leo había traicionado la regla más básica de la amistad masculina. Y, lo que es peor, sin ningún éxito. Ni siquiera en la actualidad sabría decir por qué le atraía tanto Cristina, por qué tenía que hacer esfuerzos para no seguirla con la mirada, para no imaginarla desnuda entregándose no sólo a Daniel sino a aquel otro chaval, aquel desgraciado sin atractivo. En algún momento incluso se lo había preguntado a Dani, casi con esas mismas palabras.

—¿De verdad os metéis en la cama los tres? ¿Folláis todos juntos?

Estaban solos en el bar de siempre, un establecimiento de Hostafrancs frecuentado por gitanas vestidas con visón y zapatillas. Mataban el tiempo mientras esperaban a los otros dos, y Leo aprovechó para formular una pregunta que le quemaba en la boca desde hacía semanas. Desde que Daniel, Cristina y el otro habían pasado aquel fin de semana largo en Ámsterdam a principios de marzo. Juntos. Como una pareja de tres.

Daniel tenía el botellín de cerveza en la mano y bebió con sed. Una gota de líquido le rodó por la barbilla y se la limpió con el dorso de la mano antes de dejar la botella en la mesa.

—¿Qué pasa? ¿Te parece mal?

A Leo le fastidiaba que le respondieran a una pregunta con otra.

—Mal, no. Me parece raro. ¿Habías estado con otro tío alguna vez?

En esta ocasión la respuesta fue una carcajada.

—Leo, de verdad, ¿en qué mundo vives? ¿A ti nunca te la ha chupado un compañero de clase? ¿En el vestuario o en un rincón del patio? Joder, yo recuerdo a uno que me hizo una paja tremenda en clase de mates. Metió la mano por debajo del pupitre y empezó a tocarme.

No, a Leo no le había sucedido nunca nada de eso, ni se le había ocurrido. Ni le habría gustado.

—Pruébalo un día. Los tíos les hacen menos ascos… a las pollas, ya sabes.

Con una sonrisa, Dani pidió otro botellín, el tercero ya para él, y de paso otro para su compañero.

—Bueno, vale —cedió Leo, aunque enseguida volvió a insistir en lo que de verdad quería saber—. Eso es una cosa. No sé, un desahogo. —Sonrió—. Pero si estás con tu chica, con Cris, ¿qué pinta ese pasmado ahí en medio?

Algo en su tono molestó de verdad a Daniel, porque se volvió y la expresión de su cara había cambiado.

—Eh, ese «pasmado» se llama Ferran. Y es un tío de puta madre. Tiene más coco que tú y yo juntos.

Leo no pudo evitar una mueca de escepticismo, aunque lo cierto era que apenas lo conocía. Lo había visto con Dani y Cristina, pero el chaval no hablaba y muchas veces uno ni se daba cuenta de si estaba allí o no. De todas formas, cuando llegaron los botellines Leo hizo chocar el suyo contra el de Dani en señal de brindis.

—No te mosquees, no lo decía con mala intención.

—Ya. No pasa nada. Me jode que se metan con él, ya lo hacían en el colegio. Ferran es como es, ¿por qué la gente no le deja en paz? —Bebía con menos avidez pero igualmente se terminó la cerveza en un visto y no visto—. ¿Vamos tirando? Los otros ya deben de haber llegado.

Y Leo no insistió, pero en el fondo de su cabeza permaneció la duda. Quizá a Dani no le molestara que otro tío le metiera mano, quizá incluso fuera gay y no se atreviera a salir del armario. A Leo eso le daba igual. Lo que le importaba, lo que de verdad quería saber, era por qué Cristina se prestaba a ese juego. Tal vez fuera porque ninguno de esos dos lograba satisfacerla por completo. Por eso aguardó su oportunidad, aunque tuvieron que pasar semanas para que se le presentara. No era fácil quedarse a solas con Cristina, al menos para él; llegaba con Dani y se iba con Dani, eso si no aparecía aquella sombra y se marchaban los tres. Pero la paciencia tiene su premio, a pesar de que al final resultó ser un premio con sabor a castigo.

Ya sabían la noticia: iban a tocar en la sala Salamandra el 18 de junio. Ahora Hiroshima sí que estaba, como él mismo decía, a punto de estallar. No serían los únicos, era un concierto de grupos nuevos que versionaban éxitos de otros, pero para ellos suponía todo un reto, un desafío que a veces se les hacía demasiado grande. Y la actitud de Daniel no estaba ayudando a poner las cosas fáciles. Nadie sabía qué diablos le pasaba. Había comentado algo sobre una discusión con su padre, sin dar más detalles. En cualquier caso, lo cierto era que se mostraba o ausente o desdeñoso, con el resto del grupo y también con Cristina, por raro que pareciera. Faltaba a los ensayos justo cuando más lo necesitaban, y las veces que aparecía se unía a ellos indolente y desilusionado, o les zahería con un aire de superioridad que provocaba en Leo ganas de atizarle un puñetazo.

Aquel domingo se dejó caer tarde y se largó pronto, sin dar más explicaciones, actuando como un príncipe consentido. Leo y los demás se quedaron un rato más, pero al final la apatía general llevó a Hugo e Isaac a marcharse también y Leo se quedó en el local, solo. Por algo que había mencionado Dani, dedujo que Cris iría a buscarle sobre las diez y se dijo que, tal vez, tenía ante sí la oportunidad para estar con ella a solas. Efectivamente, llegó a las diez y cuarto, y Leo le contó lo que había pasado. Había tenido tiempo de articular bien el discurso, manejó las palabras con soltura. A veces pensaba que debería dedicarse a escribir en lugar de tocar la guitarra. Como Cristina, que iba a todas partes con un cuaderno y a ratos se abstraía de lo que la rodeaba como si fuera Virginia Woolf. Una vez Leo había curioseado sus escritos y había leído un poema dedicado a la muerte que no entendió del todo.

—En el fondo lo que le pasa es que tiene miedo —dijo Leo al final, y aunque Cris asintió, él tuvo la impresión de que ella sabía algo que se callaba.

—Últimamente está muy nervioso —admitió Cris—. Y bebe demasiado.

«No sólo eso», pensó Leo. Dani encadenaba un porro tras otro, y a pesar de que todos compartían la idea de que la marihuana era menos dañina que algunas sustancias legales, era evidente que sumía a quienes la consumían en exceso en una especie de lentitud pasota. Todo parecía darle igual: el grupo, el concierto, los planes… La vida en general. Cris no solía criticar a Dani, al menos no delante de Leo, y él entendió el comentario como una muestra de confianza. Echó los hombros hacia atrás y adoptó un tono serio, algo condescendiente, al tiempo que daba un paso hacia ella.

—Al final nos va a sacar de quicio a todos. A ti la primera, supongo.

Ella no contestó y Leo aprovechó el silencio para romper la línea invisible que delimita la intimidad.

—A veces no consigo entender cómo lo aguantas.

Cristina le miró fijamente, aunque siguió en silencio; él se animó y dio un paso más.

—Toda esa historia, con Dani y su compañero de piso. Cris, ¿no crees que te mereces algo mejor? ¿Algo más… sólido?

—¿Un hombre de verdad? —murmuró ella en un tono absolutamente neutro.

—Un hombre que no quiera compartirte con nadie. Un hombre para ti sola.

—¿Como tú?

Leo interpretó que había llegado el momento de besarla y lo hizo. Su lengua se abrió paso entre esos labios que llevaba meses deseando probar. Cerró los ojos y disfrutó del momento, del sabor, de la corriente que conectaba directamente su boca con su entrepierna. Ella no se resistió; sólo se apartó cuando la mano de él intentó rodearla por la cintura.

—¿Ya estás contento?

El tono era tan tranquilo que él dedujo que algo iba mal. Los ojos de ella, verdes como el vidrio de una botella y brillantes de algo que desde luego no era deseo, se lo confirmaron.

—La próxima vez que quieras ligarte a una chica no empieces criticando a su novio, Leo. —Sonrió y lanzó su andanada final—: Sobre todo si ese novio es amigo tuyo. Los hombres de verdad no hacen estas cosas.

Fue como una patada en los testículos, que se encogieron ante lo que era a la vez un golpe bajo y una acusación difícil de rebatir. Tenía que decir algo y su ego magullado le llenó la boca de ironía.

—¿Qué sabrás tú de hombres de verdad? Si te acuestas con dos a la vez para poder tener a uno completo.

—Eso es asunto mío. Nuestro. De los tres.

—Ya. Pues te advierto que estás jugando con fuego, Cris.

Lo dijo porque sí, ya que en ningún momento se le había ocurrido pensar que ese trío pudiera llegar a ser peligroso para nadie.

—Quizá. Pero ¿sabes una cosa, Leo? Al menos yo juego limpio.

«Yo juego limpio». Hija de puta. «Así acabaste, molida a palos en un sótano cualquiera».

Leo tardó unos minutos en comprender lo que acababa de decirse, en darse cuenta de que la rabia que sintió en aquel momento volvía a formar un nudo en su garganta. Las heridas en el orgullo cicatrizaban mal, supuraban en cuanto las rozaba la memoria. Y en los últimos meses habían vuelto a sangrar. La mitad vacía del armario, ese agujero negro que antes estuvo lleno de colores vivos, le arañaba el amor propio. Cris le había asestado un golpe en el pasado, pero había sido Gaby quien se había encargado de amargarle el presente.

Respiró hondo y consiguió calmarse. Debía llamar a Hugo y a Nina, que vivían juntos en Madrid, para cumplir el encargo de transmitirles la noticia. Algo que, pensó, no tenía por qué esperar más.

Hugo contestó enseguida, como si hubiera tenido el teléfono en la mano.

—¡Leo! Qué sorpresa. ¿Qué tal, tío?

—¿Te pillo ocupado?

—Ojalá. Estoy muerto de aburrimiento aquí en el bar.

—¿Poca gente?

—«En ocasiones veo clientes» —remedó Hugo como respuesta, y ambos se rieron—. En serio, tío, no sé lo que vamos a hacer. Desde enero de este año cada mes se factura menos. Y cuando creías que menos es imposible, el mes siguiente te demuestra que no lo es.

—La gente no tiene pasta, Hugo. Las cosas van a ir a peor, te lo advierto.

—Joder. ¿Llamas sólo para deprimirme después de tanto tiempo? Pues no tengo una viga cerca de la que colgarme, así que tus planes no van a salir bien.

Leo se rió de nuevo. La verdad era que esa risa espontánea le surgía cada vez menos, y sólo con gente de aquella época.

—No, te llamaba por algo distinto… —Tardó unos segundos en seguir hablando—. Han encontrado los cadáveres de Dani y de Cristina Silva.

La citó con nombre y apellido, como si no fuera amiga suya, como si no fuera la misma Cris que conocían entonces.

—Mierda.

—Sí. Aunque en parte supongo que es una buena noticia, la familia por fin podrá enterrarlo.

—Ya.

Se hizo el silencio y Leo supuso que Hugo, como él antes, estaba reconciliándose con el hecho.

—Y… ¿se sabe algo de…?

Hugo había bajado la voz, como si abordara un tema tabú; ni siquiera se había atrevido a completar la pregunta. Leo lo hizo por él. A esas alturas, tanto tiempo después, había perdido el miedo a decirlo.

—¿Del dinero? Ni idea. Supongo que no, porque de lo contrario la madre de Dani me habría comentado algo. A no ser —hablaba al mismo tiempo que pensaba, con lo que la frase salió algo más lenta— que le hayan prohibido mencionarlo. Volveré a hablar con ella cuando esté más tranquila, a ver si me cuenta algo más. De todas formas, yo siempre lo he dado por perdido. Y nos iría bien, a mí al menos.

Oyó un suspiro al otro lado de la línea e imaginó a Hugo, con su delgadez eterna, solo y aburrido en aquel bar, el Marvel, un nombre que a Leo siempre le había sugerido que su propietario no crecería nunca del todo.

—Por cierto —prosiguió—, creo que deberíamos vernos.

—No sé. No puedo decir que nos vaya muy bien. Eso implicaría cerrar el bar unos días.

—Ya. Bueno, tú verás. Quizá podrías venir solo y que se quede Nina al cargo.

—Quizá. Pero no creo. Y no me gusta que abra el bar sola de noche.

Leo sonrió. A veces pensaba que lo mejor que había salido de aquel grupo no fueron, desde luego, sus pinitos musicales, ni el regalo inesperado que les cayó a todos, sino aquella pareja. Silenciosamente, sin la explosiva efusividad de otros, aquellos dos habían ido enamorándose y habían acabado estableciendo una relación sólida y, al parecer, duradera. Todo había empezado después, cuando ya el grupo había quedado olvidado, cuando Dani y Cris ya no estaban. Y en su fuero interno Leo estaba convencido de que jamás hubiera sucedido si aquella pareja hubiera seguido entre ellos. Verlos juntos, presenciar la tensión sexual que se establecía entre dos seres tan atractivos, hacía que el resto del mundo se desdibujara, sobre todo alguien como Nina. Pobre chica, a la sombra de Cris, con aquella mancha extraña en la cara que uno no podía dejar de mirar aunque en el fondo repeliera un poco.

—No sé. Deberíais venir. Estoy seguro de que la policía acabará llamándonos de nuevo. Y, si no es por eso, al menos por Dani.

—Y por Cris, ¿no?

Leo no contestó. Alguien entró en el bar y Hugo tuvo que colgar, con la promesa apresurada de llamarlo al día siguiente, en cuanto hablara con Nina.

Acabada la conversación, Leo se sintió mucho más solo de lo que se había sentido en los últimos meses. La soledad era una puerta abierta a los malos recuerdos, que se empeñaban en reptar hacia su conciencia como serpientes, arrastrándose en silencio desde los confines de la memoria. Pero su voluntad las pisoteó con firmeza.

Apartó uno de los bloques de la pared de piedra falsa que había instalado como cabezal, un acierto decorativo que admiraba todo el mundo, y abrió la caja fuerte que se escondía detrás. No era muy original como escondite, ya lo sabía, pero había resultado eficaz, sobre todo porque a nadie se le habría ocurrido que Leo Andratx, un joven de treinta y dos años, tuviera algo que guardar ahí. Pronto ya no tendría nada que esconder, pensó al ver lo poco que quedaba. Fue entonces, mientras intentaba poner freno a unas imágenes de futuro mucho más grises de lo que había previsto, cuando cayó en la cuenta de que Hugo no le había preguntado, en ningún momento, dónde habían encontrado los cuerpos.