17

El tema de la manifestación del día anterior flotaba por todos los rincones de la comisaría y Héctor, a quien no le apetecía comentar el asunto con sus colegas, fue directo a su despacho. Era uno de esos días en los que, de haber podido, habría alzado una valla electrificada en torno a esa puerta, aislándose del mundo. De una manera u otra el hallazgo de los cuerpos y los cuadros había llegado a la prensa. Por suerte, las acampadas de protesta habían acaparado el interés de los periódicos y la cobertura se reducía a un breve artículo en la página de sucesos. Héctor cruzaba los dedos para que aquel nuevo follón no desembocara en el circo de siete años atrás.

—¿Quién es? —Habían llamado y él no estaba de humor para charlas. Todavía no.

—¿Inspector? ¿Puedo pasar?

Era Roger Fort. Quizá a cualquier otro le habría dicho que estaba ocupado, que lo dejara en paz, pero aquel chico no se merecía el exabrupto. Además, tras él iba Leire.

—Adelante —dijo Héctor. Concentrarse en el trabajo que tenía entre manos no le iría mal; al contrario, quizá fuera lo único que le ayudara a seguir—. Iba a llamarlos un poco más tarde. No, pasen. Cierren la puerta y siéntense.

Si alguno de los dos notó el tono de voz, entre desabrido y fatigado, fingió bien no darse cuenta. Y Héctor, habituado a observar a sus agentes, no tardó en adivinar que Fort tenía algo que decirle, algo importante y, a juzgar por su expresión perpleja, tan extraño como todo lo que rodeaba aquel caso.

Héctor Salgado escuchó el relato de Fort, tan pormenorizado como era habitual en el agente. Empezó resumiendo las rondas por las academias de arte, pero no se detuvo ahí. Para su sorpresa, Fort prosiguió con una peregrina historia de perros sin nombre y paseos por el parque. En algún momento del monólogo, la mirada del inspector se cruzó con la de Leire Castro y no le cupo duda de que los dos pensaron lo mismo. No obstante, cuando llegó a la parte de la dedicatoria que llevaba el libro en cuestión, se olvidó de todo lo que no fuera aquel caso y se concentró en las palabras de su agente.

—Así que, al llegar a casa, me puse a leer. El libro —dijo mostrándoselo— tenía la esquina de una página doblada. El inicio de un relato, «Los amantes de Hiroshima». Y… bueno, creo que debería leerlo usted también, inspector. Cuando terminé, no pude evitarlo: volví a comisaría a ver las fotos.

Héctor lo miró fijamente, muy serio.

—¿Me está diciendo que existe alguna relación entre ese libro, dedicado a Daniel y Cristina, y los cadáveres encontrados?

—Yo aún no lo he leído entero —intervino Leire—, pero a simple vista hay ciertos detalles, muy concretos, que coinciden de manera muy exacta con la disposición de los cadáveres. Y con los cuadros.

—Así es —se apresuró a decir Fort—. Pero hay algo más. Hemos estado examinando el expediente. Los interrogatorios al principal sospechoso. No sé, creo que sería mejor que lo leyera. Que lo leyeran los dos. Todo es de lo más…

Por una vez a Fort le había costado encontrar el adjetivo adecuado y Héctor le ahorró la incomodidad de seguir pensando.

—¿Y el autor es…?

—Santiago Mayart —respondió Leire—. Se le interrogó siete años atrás. Era el profesor del Ateneu Barcelonès, de la escuela de escritura donde se conocieron Cristina Silva y Ferran Badía. Al parecer está teniendo bastante éxito con este libro de relatos.

Fort le entregó el libro y Héctor examinó detenidamente la portada. El título, Los inocentes, se le antojaba de lo más irónico. Y el nombre del autor le resultaba familiar. Se volvió hacia el panel donde había dispuesto la información que tenían sobre el caso.

—Como ven —dijo—, el panel está dividido en dos partes: en la primera tenemos el momento de los hechos, junio de 2004, y en la segunda, el actual, mayo de 2011. A la izquierda tienen los datos referidos a las víctimas antes de su desaparición: amigos, intereses, familia, relaciones… Para empezar, concéntrense en sus amigos; quiero saber todo lo que pueda averiguarse sobre los miembros del grupo donde tocaba Daniel y sobre la compañera de piso de Cristina. Cómo están ahora, qué hacen, con quién viven y de qué viven. Distribúyanse el trabajo como mejor les parezca. Yo he hablado ya con los padres de ambas familias y por ahora me ocuparé de Ferran Badía. Leeré el relato, por supuesto. Volveremos a vernos mañana a primera hora, ¿de acuerdo? ¡Y cuidado con la prensa! Intentemos tenerlos alejados.

A lo largo de la mañana, sin moverse del despacho, Héctor inició una ronda de llamadas con un único objetivo, Ferran Badía. Que hubiera sido el principal sospechoso para Bellver en los inicios del caso no probaba demasiado, pero tampoco lo exculpaba. A día de hoy, el chico estaba ingresado, por voluntad propia, en una clínica del Tibidabo. Héctor no confiaba en obtener demasiada colaboración por parte de los responsables del centro y, efectivamente, no la hubo. A duras penas le confirmaron que se encontraba allí, y desde luego no le autorizaron a entrar en el centro sin una orden judicial que lo exigiera; tampoco le facilitaron dato alguno sobre su patología o tratamiento. «No será difícil de conseguir», dijo Héctor, aunque por sistema él prefería encarar esas cosas con menos papeleo. Sin embargo, y para su sorpresa, dos horas más tarde recibió una llamada de la misma clínica. Ferran Badía había sido informado de la petición del inspector y había accedido, de hecho había solicitado, una entrevista con él: el jueves por la mañana, a las once en punto. Era mucho más de lo que Héctor esperaba y casi sonrió, satisfecho.

«Trabajar es la mejor terapia contra los malos pensamientos», se dijo, y la frase le sonó demasiado reaccionaria incluso para alguien de su edad. Miró el reloj; era la hora de comer y, movido por un impulso súbito, decidió probar si el juez de instrucción que había llevado el caso en sus orígenes estaba libre. Como los días en que los astros se alían para ayudarnos lo hacen con todas las consecuencias, Felipe Herrando no sólo estaba libre sino que además le apetecía comer con él. Eso sí, cerca de la Ciudad de la Justicia.

El juez Herrando era un tipo simpático, incluso campechano en el trato directo, que no podía entender cómo un argentino que vivía en Barcelona no fuera aficionado al fútbol en general y a la estrella del equipo de la ciudad en particular. De todos modos, le importaba poco siempre que le dejara charlar un rato sobre su tema favorito, cosa que Héctor hizo hasta que llegó la hora del café.

—Bueno, Salgado, hace tiempo que no coincidimos en estos mundos.

—¿Cómo va todo?

—Con ganas de vacaciones, si te digo la verdad. En cuanto empieza el buen tiempo, me muero por largarme de la ciudad y perderme en la montaña.

El montañismo, en cualquiera de sus vertientes, era el segundo deporte favorito de Herrando, recordó Héctor, a quien le costaba un poco imaginar al juez instructor con una mochila a la espalda y ascendiendo hacia la cima de cualquier pico.

—No te quejes mucho —dijo Héctor, sonriente—. Todavía no hace demasiado calor.

—Ya, pero llegará —respondió Herrando en tono lúgubre, como si las altas temperaturas fueran una sentencia cruel—. Me habrás llamado para algo, así que dispara, inspector.

—¿Recuerdas el caso contra Ferran Badía? Verano de 2004.

—¿Aquel sosainas que mató a sus amigos? —Herrando lo miró extrañado—. Me acuerdo. ¿A qué viene tu interés ahora?

Héctor lo sabía —remover casos antiguos y cerrados no había sido jamás el tercer deporte favorito de ningún juez, ni el décimo tampoco—, de manera que relató el hallazgo de los cadáveres y su larga conversación con Martina Andreu.

—A ella sí que hace meses que no la veo —comentó Herrando—. ¿Por dónde anda?

—Persiguiendo delincuentes de guante blanco —contestó Salgado—. Mira, tú conoces bien a Andreu y sabes que no es una persona que dude demasiado, más bien al revés: si cree que tiene razón, avanza como un tanque. Por eso quería conocer tu opinión.

Herrando asintió despacio, su semblante adoptó una expresión súbitamente seria.

—Conozco esa sensación —comentó—. Todos tenemos en la conciencia casos que nos dejan intranquilos. La gente critica al sistema y, sin embargo, su principal debilidad es que ha sido pensado y ejecutado por humanos. La justicia siempre ha sido y será imperfecta, tenemos que vivir con ello. No obstante —hizo una pausa; su expresión concentrada parecía localizar los datos en un archivador alojado en alguna parte de su cerebro—, en este caso me temo que las dudas sobran. El chico se libró porque no había cuerpos; la única injusticia, en todo caso, se cometió con las víctimas y sus familias.

—Supongo que sí. Tampoco se consiguió de él una confesión.

—Héctor, hay algo que sí puedo decirte y tienes que creerme: el noventa y nueve por ciento de los encausados se declaran inocentes, y he llegado a la conclusión de que algunos hasta se lo creen. Por Dios, el otro día tuvimos un caso en que el acusado, un pelagatos que intentaba atracar una sucursal bancaria a pleno día armado con una pistola, tuvo el cuajo de decirme cuando lo interrogamos que había sido una broma, «una apuesta con unos colegas, señor juez» —recitó, remedando el acento—. La madre que lo trajo; a veces uno tiene la sensación de que lo toman por imbécil.

»Así que te digo una cosa: un manco podría contar con los dedos de la mano las ocasiones en que alguien se declara culpable.

—Hombre, en este tipo de casos a veces confesar supone una catarsis —adujo Héctor—. No estamos hablando de un asesino profesional. Algunos de estos homicidas no resisten la presión.

—Eso es verdad, y éste parecía ser el típico chaval que se hunde con la primera ola. Pero no hubo forma. Lo recuerdo bien: se mantuvo en sus trece. No sabía dónde estaban ni qué les había sucedido. Vamos, era inocente como un querubín y se había tragado las pastillas para dormir pensando que eran caramelos.

Héctor sonrió a su pesar. Hacía años que habían sepultado la ingenuidad, algunos bajo capas de ironía, otros bajo un manto de desencanto.

—Tienes razón —dijo instantes después—, pero Martina Andreu tampoco es…, ¿cómo lo dicen acá? ¿Un alma plácida?

Herrando meneó la cabeza con una sonrisa.

—Un alma cándida. No, desde luego que no. —Cambió de tono para proseguir—: La seguridad llega con los años, y ése fue uno de sus primeros casos, si mal no recuerdo. Hubo bastante presión, es normal que le quedara el gusanillo de la incertidumbre. Es cierto que a simple vista no daba la impresión de ser un asesino: tenía pinta de intelectual, un aire ausente de empollón distraído. Entre tú y yo, aunque negaré haberlo dicho, era de esos tipos que despiertan en las mujeres un instinto maternal.

—¿Insinúas que la subinspectora Andreu…?

—Dios me libre de insinuar nada con connotaciones sexistas. Sólo te digo que a mi madre también le habría gustado ese chico.

—Ya. ¿Recuerdas algo más? ¿Algún detalle que te llamara la atención?

—Ahora mismo, no. Si me das un par de días revisaré mis notas. No obstante, y ahora hablo muy en serio, yo en esto estoy con Bellver. El tipo no sólo mató a sus amigos, sino que escondió los cuerpos y no demostró la menor compasión hacia unos familiares que deseaban hacer lo único que les está permitido en esas circunstancias: enterrar a sus muertos, llorarlos como es debido y pasar página. Por muy rubio que fuera y por indefenso que tratara de parecer, no siento la menor simpatía por él. Alguien capaz de eso, de dejar a los padres de esos chicos con esa angustia dentro, no me despierta la menor piedad.

En ese momento, el juez Herrando debió de caer en la cuenta de que el hombre que tenía delante atravesaba una situación parecida a la que acababa de describir.

—Por cierto —le dijo en voz baja—, ¿algún dato nuevo sobre tu ex?

—No. —Héctor cambió de tema porque no tenía nada más que añadir—. Y tienes razón en algo: si Ferran Badía lo hizo, no merecerá tampoco ni un ápice de mi compasión, ni de mi tiempo.

Estaban pagando a la catalana, como decía Héctor, dividiendo exactamente la cuenta en dos, cuando se volvió hacia la puerta de cristal del restaurante y, sin poder evitarlo, se sobresaltó. El viejo del traje oscuro estaba ahí, observándolo, y a la luz del sol de la tarde se le antojó aún más anciano, más incongruente con aquel traje de invierno. Anduvo a paso rápido hacia la puerta, pero al salir a la calle el tipo ya no estaba.