El domingo, 15 de mayo, amaneció soleado, veraniego. Uno de esos días en que Barcelona entera parece ponerse de acuerdo para mostrar su cara más amable. Aquel día sería una fecha que Leire no olvidaría fácilmente. Mientras esperaba a Tomás, que había entrado en la cafetería a pedir el desayuno para ambos, sentada en una de las terrazas de la avenida Gaudí, ella se dejó mecer por ese calor del que, con toda probabilidad, huiría en sólo unas semanas, cuando el sol apretara de verdad. De momento, agradecía esa caricia que anunciaba el verano. A su lado, Abel dormía profundamente, después de otra noche en la que sus llantos habían estado a punto de desquiciarla. Se había sentido tan impotente que, a las tres de la madrugada, llamó al padre de la criatura y éste se presentó en su casa veinte minutos más tarde, despeinado y con cara de sueño; cogió al niño en brazos y, ya fuera por el cambio, o porque Abel ya estaba agotado, poco después las lágrimas pararon. De no haber estado tan cansada ella misma, Leire se habría sentido traicionada, pero en esas circunstancias su ánimo no estaba para orgullos tontos. Abel dormía, y pronto ellos dos se durmieron también.
Tomás llegó con los dos cafés con leche y se sentó a su lado.
—¿Aquí no saben lo que es un cruasán plancha? —preguntó—. ¡Qué raros podéis llegar a ser!
—Los cruasanes no le sientan bien a tu barriga —dijo ella señalando algo que, en realidad, era más bien una arruga de la camiseta.
—¿Es una indirecta? —Se levantó un poco la camiseta y fingió observarse con preocupación.
—No seas tonto. Era una broma. Y no muy afortunada, por cierto —repuso ella mientras pensaba en los kilos de más que conservaba aún del embarazo.
—Tú estás preciosa.
—Vaya —dijo Leire, y se sonrojó un poco—, ¿estás buscando que te invite a desayunar?
—Siempre haces lo mismo —comentó Tomás—. Cambias de tema cuando te digo algo bonito.
—No es verdad. —Pero sabía que sí lo era.
—Me gustó que me llamaras anoche.
Leire se rió.
—Vamos, eso sí que no me lo creo.
—Leire…
Sin saber muy bien por qué, ella presintió que la conversación se adentraría en uno de esos vericuetos que, en una mañana como ésa, habría preferido evitar. Fue a decir algo, a añadir alguna broma, pero la cara de Tomás le advirtió que no era lo más adecuado, así que se limitó a dar un sorbo al café con leche y a esperar. Casi se atragantó, sin embargo, cuando oyó las siguientes frases:
—No quiero que esto continúe así. No quiero perderme los berrinches del Gremlin ni que tengas que llamarme cuando pase algo. Quiero estar allí. Contigo.
—Ya hemos hablado de esto —repuso ella despacio.
—Lo hablamos antes de que Abel hubiera nacido. Ahora es distinto. Al menos para mí. Seamos adultos, Leire.
—¿Quieres venirte a vivir a casa? —preguntó ella.
—No.
Eso la desconcertó.
—Quiero comprar una casa. Quiero que vivamos los tres juntos. Y quiero casarme contigo.
Si Leire hubiera tenido poderes telepáticos, habría hecho que su hijo se despertara y reclamara su atención. No los tenía, así que el único poder que estaba en su mano era responder a esa pregunta que se había formulado sin interrogantes. Y eso, para ella, no resultaba nada fácil.
—Tomás…
—No. —Él le sonrió—. No deseo casarme contigo sólo porque hayamos tenido al Gremlin. Ni tampoco porque piense que es lo más cómodo o lo más conveniente.
Ella sabía que eso era cierto. Tomás podía ser muchas cosas, y de hecho algunas sólo las intuía, pero nunca le había parecido una persona que actuara en función de normas preestablecidas.
—Lo nuestro no es un cuento de hadas —prosiguió él—. Empezó por el sexo, un sexo fantástico. Siguió por la paternidad compartida, una aventura que nos pilló de improviso a los dos. Y sin embargo…
»Anoche, cuando llegué y te vi alterada, con el monstruito este en brazos bramando como un poseído, me di cuenta de que lo que sentía por ti no era sólo deseo, cariño o cualquiera de esas cosas.
Ella lo miró a los ojos. Necesitaba estar segura de que lo que él iba a decirle, la frase de dos palabras en la que por lógica debía culminar todo el discurso, era sincera.
Roger Fort oyó las noticias de la manifestación a media mañana, cuando volvió de pasear a su perro recién adoptado que luego, mientras él se preparaba un bocadillo, le observó con atención hambrienta. La televisión informaba de que un buen número de «indignados» habían tomado las calles de Madrid. Consignas como «democracia real ya», gritos contra los partidos mayoritarios, todo en un ambiente que, para Roger, tenía un aire festivo y pacífico. No pudo evitar pensar que esa generación, que en parte era la suya, había sido acusada de adormecida, aletargada, últimamente ya perdida. Quizá fuera hora de demostrar que estaba bien despierta y, como decían en ese momento, «indignada» ante una situación cada vez más injusta.
Sabía que no debía darle de comer al perro de su plato, que era una mala costumbre, pero verlo con aquella cara de súplica perpetua le conmovió. Un pedazo de pan no le haría daño. Además, el animal parecía haberse habituado sin más problemas a él y al espacio, no demasiado grande, y se dijo que merecía un premio. La noche anterior había estado leyendo manuales de entrenamiento canino, al principio motivado y luego aburrido al encontrarse una y otra vez con los mismos consejos que, intuía, quedaban más bonitos en la teoría que en la práctica cotidiana.
Durante un rato dudó entre acercarse o no al centro, y finalmente optó por no hacerlo. Los domingos que no trabajaba se dejaba llevar por la pereza, aunque en más de una ocasión, al final del día, lamentaba haberlo pasado sin hacer nada. La verdad, pura y dura, era que a Roger le faltaban amigos, lo cual era una situación nueva para él. Se había criado en Lleida, estudiado allí, y las amistades habían surgido solas, sin esfuerzo, y con ellas las actividades que llenaban los fines de semana: partidos de fútbol, algo de montañismo, barbacoas… Desde su traslado a Barcelona, sin embargo, no había logrado entablar ni una amistad de verdad, y sus antiguos amigos estaban ocupados, con pareja e incluso algún crío, además de encontrarse a una buena distancia. Por primera vez en su vida, Roger Fort se sentía solo, y quizá por eso había adoptado a ese perro, que al menos le daba algo con que ocupar el tiempo. Había sido un impulso poco meditado, sus turnos continuos no eran los más apropiados, pero al salir de aquella casa había sabido que al pobre animal le esperaba una vida en la perrera, así que, al fin y al cabo, un amo medio ausente no sería tan malo en comparación.
El día transcurría con la cadencia malhumorada que conlleva la pereza. La tele encendida iba informándole de los progresos de la protesta: parte de los manifestantes se habían instalado en la Puerta del Sol con la intención de permanecer en ella, al menos de pasar la noche. Roger sacudió la cabeza: la ocupación de espacios públicos era un delito y se dijo que las fuerzas del orden terminarían actuando. Como muchos otros mossos, albergaba hacia los antidisturbios —y hacia la Brigada Móvil en Catalunya— una cierta prevención.
Ya era casi de noche cuando decidió salir y acercarse al parque de la Espanya Industrial; no le quedaba lejos y al menos el perro podría correr un poco. Y vaya si corrió. Mientras Roger contemplaba el estanque con su dragón de alas desplegadas y larga cola, el animal se lanzó a una carrera desesperada y decidida, como si obedeciera la orden de un silbido inaudible. Roger iba a llamarlo cuando recordó que aún no le había puesto nombre. No le quedó más remedio, pues, que echar a correr en pos del perro, maldiciendo entre dientes y agradeciendo, de paso, su resistencia física que le permitía, si no alcanzarlo, al menos no perderlo demasiado de vista… Hasta que de repente, quizá porque ya había caído la noche, el animal desapareció por completo.
Roger siguió corriendo, desorientado, sin saber muy bien qué dirección tomar, sintiéndose ridículo y preocupado a la vez. El bosquecillo se extendía ante él. Intentó silbar, sin ningún éxito. Anduvo durante un rato que se le hizo eterno, reprendiéndose por haberse metido en ese lío, por no llevarlo atado, por no haberle bautizado y, en general, por todo lo que tenía que ver con su nueva mascota que, estaba claro, también prefería largarse a estar en su compañía. «Aburres hasta a los perros», se dijo. Por fin, ya harto de dar vueltas, retrocedió hasta el lugar donde había perdido al animal, hasta el estanque y su dragón.
No podía creerlo. El perro estaba allí, justo donde había iniciado la escapada. Tumbado, en apariencia esperándolo, proyectando un sosiego interior que hacía imposible cualquier intento de castigo. Roger se sintió poseído por una alegría extraña, casi infantil, y se arrodilló a su lado para acariciarlo. El perro le lamió las manos, pero fue entonces cuando, pese a la oscuridad, Roger Fort comprobó que, de aquella carrera, el animal había traído algo consigo.
Era un libro. Los inocentes y otros relatos.
—¿De dónde has sacado esto? —le preguntó, haciendo lo que había perjurado que no haría nunca, hablarle como si fuera un humano.
Abrió el libro y la dedicatoria le llamó la atención: «Para Daniel y Cristina». La firma era enrevesada pero perfectamente legible: «Santiago Mayart».
Héctor pasó buena parte del 15 de mayo pensando en el encuentro que había concertado a media tarde con Carol Mestre, la persona por quien Ruth le había abandonado más de un año antes.
El hecho de que se tratara de una mujer daba al asunto un aire escandaloso, de puertas afuera, que él nunca había sentido como tal. Que Ruth no le quisiera, que no le quisiera más, era lo importante, aunque es verdad que al principio, en las largas semanas que siguieron a la ruptura, él se descubrió a sí mismo desconcertado, no tanto por el engaño en sí mismo, que podía perdonar fácilmente si evocaba su aventura con Lola, como por la sensación de que, hiciera lo que hiciera, jamás podría compararse con la nueva amante de su esposa. Con otro hombre, más joven o más listo, o simplemente distinto, habría existido ese ánimo de competición, esa lucha entre varones que parecía inscrita en el código de cualquier especie. Sin embargo, tratándose de una mujer, dicha disputa tomaba tintes casi ridículos y dejaba en evidencia una realidad dolorosa pero imborrable: Ruth había escogido un camino diferente para su vida íntima; un camino que no incluía hombres y que, por descontado, no lo incluía a él.
En cualquier caso, encontrarse con Carol en el piso al que Ruth se había mudado con Guillermo, un lugar donde él había sido apenas un invitado mientras que ella, Carol, había disfrutado de la intimidad de Ruth, le provocó durante toda la mañana un humor que oscilaba entre la melancolía y, sí, también, una pizca de rabia. Sin Carol, Ruth no se habría marchado y no habría desaparecido, meses después, de aquel loft amplio y luminoso. Sin Carol, su vida habría seguido siendo la misma, y tal vez él no le hubiera partido la cara al doctor Omar. Sin Carol…
No. Su parte racional se impuso por fin. Carol no tenía la culpa de nada, aparte del hecho de haber logrado que Ruth se enamorara de ella. Y si había conseguido eso, no podía ser mala persona.
Comió viendo las noticias, como todos los domingos, y se enteró entonces de la manifestación multitudinaria en Madrid y, menos numerosa, también en Barcelona. No les prestó más atención, ya que tenía la cabeza en otro lado; intentó echar una siesta, y al no conseguirlo, sacó al azar uno de los DVD que conformaban su enorme colección de películas. Irónicamente, su mano extrajo La calumnia. Shirley MacLaine y Audrey Hepburn, dos maestras «falsamente» acusadas por una niña repelente de mantener encuentros sexuales, todo ante la mirada escandalizada de la época y la cara de pazguato de James Garner, que no sabía bien cómo seguir siendo el novio de una de ellas. «No era tan rara esa cara», pensó Héctor, mientras empezaba a verla de nuevo. Había algo relajante en repetir los visionados de una película: la mente podía concentrarse en detalles no esenciales de la trama, o bien podía vagar, dispersa, hacia otros destinos.
A las seis en punto acabó de verla y decidió salir, aunque no había quedado con Carol hasta las siete. Tuvo que pedirle a Guillermo las llaves del piso de Ruth, ya que sabía que su hijo iba allí de vez en cuando. No habían hablado abiertamente de ello, pero a Héctor no le parecía mal. El chaval estaba llevando el asunto mejor de lo que cabía esperar y, si así lo deseaba, tenía derecho a recordar a su madre en el piso donde habían vivido juntos. Guillermo se las dio sin decir nada, en apariencia absorto en su pantalla de ordenador, y Héctor se dirigió andando hacia el piso de la calle Llull, el loft que había sido a la vez estudio y vivienda para Ruth.
Esperó a Carol en la puerta, y de hecho ésta llegó antes de lo previsto. En cuanto entraron, la chica tomó aire, como si le costara un esfuerzo doloroso cruzar aquella puerta, reencontrarse a sí misma en aquel espacio. Héctor pensó que incluso entonces, meses después de la desaparición de Ruth, el espacio parecía estar aguardándola. Tuvo la extraña impresión de que el lugar no estaba del todo vacío, como si los objetos conservaran de algún modo el espíritu de quien los escogió, los compró y los utilizó.
La conversación fue tan correcta y funcional como cabía esperar de dos adultos civilizados del siglo XXI. Sí, había que tomar una decisión sobre ese lugar; no, ninguno de los dos se sentía capaz de rescindir el contrato de alquiler, que de momento se pagaba con los beneficios que seguían dando los diseños de Ruth. Carol tenía la intención de mostrarle las cuentas de la empresa que ambas compartían, entre otras cosas porque la parte de Ruth se depositaba en una cuenta a nombre de Guillermo, pero Héctor no vio la necesidad de revisarlas. Estaba seguro de que aquella chica no estafaría a nadie y tenía suficiente experiencia para confiar en su instinto. Fue entonces cuando se dio cuenta de que esa conclusión podría haberse alcanzado por teléfono, y comprendió por qué, en el fondo, habían forzado el encuentro en ese lugar.
—¿Y cómo estás? —le preguntó él finalmente.
Carol Mestre no era una mujer que se abriera con facilidad. O, al menos, no con él. Apenas le había mirado a los ojos en toda la charla.
—Estoy. ¿Y tú?
—Supongo que también. Al menos lo intento.
—¿Y Guillermo?
—Bien. En casa. Tranquilo, o eso parece.
Se quedaron en silencio; Héctor sentía la tentación de compartir con aquella mujer un dolor que, desde sus distintas posiciones, les afectaba a ambos. No hacía falta una gran intuición para vislumbrar la tristeza en la cara de Carol, las consecuencias de una historia no superada que se había truncado de repente. Tuvo ganas de hablarle de Lola, de esa historia que nacía, o renacía, porque Carol era la única que sabía lo difícil que resultaba reemplazar a Ruth por cualquier otra persona. Pero el momento pasó, como suele suceder, mientras Carol recogía aquellos papeles que nada importaban.
—Seguimos en contacto —dijo ella.
—Claro.
Salieron, se despidieron sin tan siquiera estrecharse la mano, y la tristeza de Héctor se hizo más aguda. Anduvo despacio hasta su casa, y antes de subir a enfrentarse con el silencio de su hijo, permaneció en la puerta, fumando un cigarrillo tras otro, hasta que el estómago le dijo basta. Arrojó la última colilla a la calle, a sabiendas de que ensuciar la ciudad no estaba bien, y se percató de que un anciano lo observaba desde la otra acera.
De pie, solo en mitad de la calle, su mirada era tan fija que Héctor tuvo la impresión de que se trataba de un viejo perdido, uno de esos pobres individuos a quienes la memoria traiciona y de repente se encuentran desorientados, sin saber regresar a casa, sin saber de hecho si tienen una casa en alguna parte. Sin embargo, unos instantes después comprendió que aquellos ojos no denotaban confusión sino análisis: le evaluaban con frialdad. El hombre debía de rondar los setenta años, aunque hacía grandes y patéticos esfuerzos por disimular su edad tiñéndose el escaso cabello de un tono que quería ser castaño pero que, a la luz de la farola, despedía un tono rojizo entreverado con el gris original. Iba muy bien afeitado y llevaba un bigote recortado con esmero, también ridículamente teñido. Vestía un traje oscuro y grueso, impropio para la primavera, que le hacía parecer aún más pálido.
Héctor le sostuvo la mirada y permanecieron inmóviles durante unos instantes, hasta que el camión de la basura, grande y ruidoso, se interpuso entre ambos. Cuando se marchó, el viejo había desaparecido. Como si nunca hubiera estado allí.