14

—Lluís, ¿te encuentras bien? Has estado ausente toda la cena.

«No», pensó el comisario Savall mientras se dirigía hacia el cuarto de baño, sin ganas de contestarle nada a su mujer. Existía un tanto por ciento de posibilidades, no muy elevado, de que ella se callara; de que, cuando él saliera de cepillarse los dientes, Helena se hubiera acostado. Como de costumbre, el porcentaje mayor ganó: él lo supo al encontrársela aún vestida, sentada en la cama.

—No me has contestado —afirmó ella, aunque no hacía falta: él sabía ya que no le había dado una respuesta.

—Me encuentro bien. Sólo un poco cansado.

—Los Solà habrán pensado que te aburrías.

«Y habrán acertado», pensó él, pero en su lugar dijo:

—Yo creo que se lo han pasado bien. Y el rape estaba excelente.

Alabar las virtudes culinarias de Helena solía ser un pasaporte a la tranquilidad.

—Sí, ¿verdad? Mucho mejor que el que nos dieron en el restaurante la semana pasada.

Lluís sonrió, de espaldas a ella. Con un poco de suerte, la conversación acabaría ahí. Se desnudarían, apagarían la luz y Helena se dormiría, dejándolo en paz. Contó mentalmente hasta diez mientras se quitaba la ropa y se ponía el pijama. Diez, nueve, ocho, siete…

—De todos modos, aparte de venir a comer, la gente viene también a que se le dé conversación, cariño.

—Helena, vale ya. —El comentario salió más brusco de lo que pretendía—. Creo que han cenado bien y que no lo han pasado mal. Y si no es así, lo siento. Uno no siempre está de humor para charlar.

—Eso es lo primero que te he preguntado, si te encontrabas bien.

Él la miró; casi treinta años juntos deberían servir para que tu mujer te comprendiese sin más, o al menos para que fingiera hacerlo.

—Perdona. Me encuentro bien. Sólo que esta noche tenía la cabeza en otro sitio.

Las rendiciones, sin embargo, se pagaban.

—Si me hubieras contestado a la primera, nos habríamos ahorrado esta conversación tan desagradable. No pretendo que me cuentes tus cosas, ya no. Lo único que te pido es que hagas el esfuerzo de ser amable cuando vienen invitados. Creo que no es exigir demasiado… Y ahora ¿adónde vas?

—A tomarme una aspirina. Me encontraba bien, pero has conseguido que me dé dolor de cabeza.

No oyó la réplica de su mujer, ni tampoco le hacía ninguna falta. Podía imaginarla a la perfección. Se tomó la aspirina, en eso no mentía, y luego se dirigió al cuarto, supuestamente de invitados, que estaba ocupado por una gran mesa. Sobre ella, un centenar de piezas diminutas, desparramadas, aguardaban a que él las encajara en su lugar. Y se puso a ello, no tanto por ganas como por eludir una nueva discusión con Helena.

Eran casi las tres de la madrugada cuando, sin demasiado interés, el comisario Savall colocó la última pieza del puzzle al que había dedicado su atención los últimos fines de semana en Pals, en los ratos perdidos. Ése era el tiempo que podía dedicarle allí a su afición, porque Helena solía invitar a gente a cenar, o a almorzar; a cualquier cosa con tal de que voces ajenas llenaran los silencios de la casa. Por eso la tarea se le eternizaba y tenía que soportar los comentarios de su mujer, que se reía de él diciendo que empezaban a fallarle las facultades.

No era verdad. Al menos Lluís Savall no lo creía, y se conocía lo bastante bien para saber que el declive, que llegaría algún día, aún estaba lejos. No, no era la vista lo que le retrasaba, sino otras cosas. Su cerebro estaba demasiado cargado de tensión: durante la semana tenía que fingir. Ser el comisario de siempre, el marido de siempre, el padre de siempre. Sólo los fines de semana, sentado ante esa mesa, podía dejar la mente en blanco y limitarse a respirar.

Helena tenía razón en una cosa: a ratos estaba ausente. Pero no podía contarle los motivos por los que su mente divagaba, se perdía por sendas oscuras y le dejaba la mirada perdida, fija en lugares a los que nadie podía acompañarle. Cada vez le costaba más disimularlo, aunque, en líneas generales, nadie excepto su esposa parecía haberlo advertido. No obstante, ni en el más remoto de los casos habría podido imaginar qué ocupaba sus pensamientos; qué rostro se le aparecía de repente, cada vez con más frecuencia, qué voz creía escuchar cuando estaba a solas.

Resultaba evidente que Ruth estaba a punto de salir, algo que a él le convenía. También sabía que la ex mujer de Héctor Salgado no se negaría a dejarlo entrar, lo cual era aún más conveniente.

—¿Te marchabas? —preguntó él.

Ella hizo un gesto con las manos, como si quisiera restarle importancia.

—Sí, pero no tengo prisa. Me voy a pasar el fin de semana fuera, en Sitges. —Esbozó una sonrisa—. Para huir de este calor.

Él la observaba, intentando transmitir tranquilidad. Lo que iba a decirle era ya bastante duro, aunque intuía que ella sería capaz de soportarlo. No la conocía demasiado, sólo la había tratado superficialmente mientras estaba casada con Salgado, pero de los comentarios oídos sobre ella y de sus propios actos deducía que se trataba de una mujer fuerte, que no había dudado en tomar las riendas de su futuro para empezar una nueva vida. Otras habrían hecho lo mismo dejando un reguero de resentimiento a sus espaldas. Ruth no; su ex marido la quería, a pesar del abandono. Seguramente por eso estaba en peligro. Seguramente por eso él debía sacarla de allí.

La incertidumbre debía de flotar en el ambiente porque Ruth no dijo nada; se limitó a aguardar, de pie, tal vez porque pensó que sentarse prolongaría definitivamente aquel contratiempo inesperado. Savall tomó aire: era mucho lo que estaba en juego.

—¿Pasa algo, Lluís? —preguntó ella por fin.

Él se aclaró la garganta.

—¿Has hablado con Héctor en los últimos días?

—Acabo de hacerlo. —Enarcó una ceja, en un gesto que empezaba a ser de impaciencia pero que de repente se trocó en preocupación—. Lluís, ¿te importaría decirme a qué has venido?

—Ruth. Como bien sabes, Héctor se metió en un lío importante cuando golpeó a aquel viejo santón.

Ella asintió.

—Lo que quizá no sepas, porque Héctor no ha querido inquietarte más de la cuenta, es que ese hombre profirió amenazas no sólo contra él, sino también contra su familia.

Ruth no dijo nada, permaneció tensa sin atreverse a formular la pregunta que le acudía a la boca.

—No habrás venido a decirme que… ¿No le habrá hecho algo a Guillermo?

Savall se apresuró a tranquilizarla:

—No, no. Te lo prometo. No estoy aquí para darte una mala noticia de esa índole. De hecho, eres tú la persona por quien tememos, no vuestro hijo.

Ruth encajó esa nueva información con entereza, con un atisbo de incredulidad incluso.

—¿Yo? ¿Estás seguro?

—Sí.

—Pero…

Él sabía lo que iba a decir: que ya no estaban casados, que usándola a ella como objetivo de su venganza el daño hacia Héctor sería menor que si tomaba como diana a su hijo.

—Aún significas mucho para Héctor —añadió a modo de explicación innecesaria; ella lo sabía perfectamente.

—Acabo de hablar con él —repuso ella, pensativa, porque la charla había sido más bien una discusión—. Me ha dicho que tenga cuidado.

El comisario adoptó su tono más formal, había llegado el momento de poner toda la carne en el asador.

—Héctor está de baja y no lo sabe todo, Ruth. Intuye cosas porque es inteligente, pero desconoce el alcance de las amenazas de Omar. Por eso estoy aquí. —Hizo una pausa para que ella interiorizara lo que acababa de decirle—. He venido a llevarte a un lugar seguro; nadie debe saber dónde estás, y cuando digo nadie me refiero exactamente a eso. Ni Héctor, ni tu hijo, ni tu amiga.

—Carol —replicó ella—. Y no es mi amiga, ya lo sabes.

—Disculpa. No tenemos tiempo para sutilezas de ese tipo. Tienes que acompañarme ahora mismo. He preparado un piso protegido para ti.

—Pero… ¿Y Guillermo? No voy a ir a ninguna parte sin él. ¿Quién te dice que si no puede vengarse en mí, ese loco no convierta a mi hijo en su objetivo?

—Tranquila, Ruth. —Era una posibilidad que él también había tenido en cuenta—. Tu hijo está fuera, en casa de un amigo. Me ocuparé de que alguien vaya a recogerlo y lo lleve con Héctor. Ruth, te lo repito: no es él quien está en peligro, sino tú. ¿Lo entiendes?

Ella asintió despacio.

—Tal vez sea por poco tiempo. Omar ha desaparecido, pero eso nos obliga a estar aún más alerta. La amenaza sigue ahí y no quiero correr riesgos. Es lo mínimo que puedo hacer por vosotros.

Ruth cogió la bolsa que tenía lista para salir.

—Llevo cuatro cosas aquí. Tal vez no sean suficientes.

—No te preocupes. Si necesitas algo más, enviaremos a un agente a buscarlo. Es una suerte que pensaras marcharte, así no tienes que dar explicaciones a nadie, al menos hasta el domingo. Quizá para entonces ya haya terminado todo. Ruth —añadió un segundo después—, dame el móvil, por favor.

—¿El móvil? ¿Por qué?

Él sonrió.

—Forma parte del procedimiento habitual. En algún momento puedes tener el impulso de comunicarte con alguien, aunque ahora te parezca que no. Es mejor evitar la tentación.

Se lo dio sin rechistar, quizá porque era consciente de que él tenía razón.

Ruth echó un último vistazo al loft. «Es fuerte», pensó él. Ni una expresión de temor, ni una queja por nada. Dejó que ella cerrara con llave al salir.

—Ánimo. Dentro de poco estarás de vuelta.

Savall tenía el coche aparcado en la puerta, e igualmente no la dejaría salir hasta asegurarse de que no había nadie que pudiera verlos.

—¿Sabes una cosa? —dijo Ruth cuando ya estaban sentados en el vehículo—. Fui a ver a ese hijo de puta que le estaba arruinando la vida a Héctor. No sé por qué, simplemente lo hice.

Él asintió con la cabeza mientras conducía.

—No debiste hacerlo. —Se encogió de hombros—. Aunque ahora ya da lo mismo.

—Sí —murmuró Ruth—. No se puede volver atrás en el tiempo. ¿Adónde vamos?

—A una casa de mi propiedad, fuera de Barcelona. Allí estarás segura.

Lluís Savall no añadió nada más y prosiguieron el camino en silencio, absortos cada uno en sus pensamientos. Él intentó calmar un temblor súbito que le atacó a las manos. La tensión a la que había estado sometido las últimas semanas empezaba a pasar factura. Ruth tenía razón: la vida no admitía retrocesos. Él mismo habría dado lo que fuera por deshacer el pasado, pero ahora lo único que le preocupaba era resolver el futuro. Alejar a Ruth Valldaura del peligro inminente, ocultarla donde nadie pudiera encontrarla. Quizá para ella aún no fuera demasiado tarde, quizá ella aún podía sobrevivir.

No podía demorar más el momento de acostarse. Al hacerlo, oyó la respiración acompasada de Helena, tumbada de espaldas a él. Hacía mucho ya que la cama era un simple espacio compartido, como la mesa del comedor o el sofá del salón. Aun así, oírla dormir le provocaba una sensación de confort cotidiano. Sin poder evitarlo, apoyó una mano en su hombro y ella se la apartó en un gesto inconsciente y espontáneo. Él no insistió; colocó esa mano debajo de la almohada y cerró los ojos con la esperanza de que el sueño no se negara a abrazarlo. Al menos durante unas horas su cerebro encontraría algo parecido a la paz. Comenzaba a relajarse, a notar esa feliz inconsciencia cuando una imagen surgió en su mente con la potencia de un fogonazo. Soltó una exclamación involuntaria y lo recorrió un potente temblor nervioso. Respiró hondo, temeroso de que su cuerpo quedara inerte por culpa del manto de sudor frío que se había posado sobre su pecho.