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Los dos jóvenes se encontraban a una distancia prudencial de la puerta de la comisaría: ni demasiado cerca, donde su presencia pudiera levantar sospechas, ni tan lejos para no ver a la gente que entraba y salía de ella. Si alguien los hubiera observado, se habría dado cuenta de que él hacía ya rato que mostraba signos de aburrimiento; ella, sin embargo, permanecía inmóvil, con los ojos fijos en la puerta, y de vez en cuando daba un codazo a su compañero para que prestara más atención.

—Ni siquiera sabemos si esos agentes trabajan hoy —rezongó el chico, con ganas de irse.

Era la enésima vez que lo repetía, y ella no se molestó en contestar.

—Además, no entiendo para qué quieres verlos —insistió él—. Ya te he dicho que sólo vinieron a la escuela a preguntar por los cuadros. Quizá esta vez los hayáis colgado en una casa que es propiedad de alguien importante o algo así.

Ella le lanzó una mirada rápida, desdeñosa, pero él sólo se fijó en unos ojos de un azul increíble, tan claro que a veces, con la luz adecuada, parecían transparentes. Y en sus pezones, sensuales y apetecibles, que se insinuaban a través de una camiseta ceñida, de color malva.

—Cállate y no te despistes, Joel —le ordenó la chica, y él, a regañadientes, volvió a concentrarse en la puerta—. ¿Estás seguro de que pertenecían a esta comisaría?

—El número de teléfono de la tarjeta que me dio la agente correspondía a la de plaza Espanya.

«Es absurdo malgastar así un sábado por la tarde», pensó Joel, aunque en realidad sólo por estar junto a Diana merecía la pena montar esa guardia ridícula. Todo lo que rodeaba a esa chica, de rastas rubias y tetas firmes, era siempre de lo más raro. Cuando ella dejó las clases, a principios de curso, él creyó que no volvería a verla, y sin embargo no había sido así. Unos tres meses después, Diana había reaparecido, más delgada e igual de guapa. Eso sí, su asistencia a la academia continuaba siendo escasa. Tampoco le hacía mucha falta: era la mejor, con diferencia, y se había unido a un grupo de pintores que se dedicaban a una forma de arte arriesgada y comprometida. Como ella.

—¡Eh! —exclamó él—. Ahí está. Ese tío no muy alto…, el que sale ahora.

—¿No me habías dicho que fue una tía la que te preguntó?

—Sí, pero iban dos. ¡Es él, seguro!

Diana asintió y le dio un beso rápido en la mejilla.

—Gracias. Ahora vete.

—¿Qué?

—Lárgate. Luego te llamo. No quiero perderlo de vista.

—¿Y tú qué vas a hacer? ¡Diana, no puedes ir detrás de un poli!

Pero ya era tarde. Ella había cruzado la calle y se disponía, sin la menor duda, a hacer lo que él estaba temiendo. Joel la vio alejarse, con la vista clavada en el tatuaje con el que soñaba desde el primer día que la vio.

Diana no tenía claro si el hombre al que seguía se dirigía a su casa o no, pero esperaba sinceramente que fuera así. Mientras caminaba sintió un poco de lástima por Joel; no le gustaba aprovecharse de él, pero a veces no quedaba más remedio que recurrir a esas tretas. «Los amigos se lo merecen todo», pensó, y la persona a quien estaba ayudando había estado a su lado en momentos mucho más difíciles. Además, Lucas estaba contento porque había ganado dinero con el trato y ella quería cumplir su promesa. En el bolso llevaba el libro que aquel autor le había firmado la tarde anterior, ahora lo único que tenía que hacer era enviarlo anónimamente a los mossos; una tarea fácil en apariencia que, a la hora de la verdad, se había revelado mucho más compleja. Si Joel no le hubiera comentado que unos polis habían pasado por la escuela preguntando por los cuadros, ella no habría sabido a qué comisaría remitirlo.

El agente caminaba deprisa por la calle de Sants y ella intentaba no perderle de vista entre el gentío que deambulaba por la acera, mirando escaparates. Tampoco quería acercarse demasiado. De repente lo vio girar por una calle estrecha y meterse en un portal. Se sintió estúpida al llegar a la conclusión de que saber dónde vivía no la ayudaba demasiado; había pensado dejar el libro en el buzón, pero ignorar su nombre dificultaba de nuevo la tarea.

Se quedó en la esquina, pensando, y se sorprendió al verlo salir de nuevo, con un perro al que conocía bien. El animal ladró, feliz de verla, y ella se alejó corriendo. No le interesaba nada que el bicho diera muestras de reconocerla. Lo último que oyó fue la voz del hombre regañando al animal. Cuando ya se encontraba a suficiente distancia se dijo que quizá ese perro fuera la única manera de cumplir con el objetivo que se había propuesto. Una tarea que no comprendía del todo, aunque tampoco le importaba: los buenos amigos hacían favores sin formular preguntas.