El sábado Héctor se había levantado decidido a hacer algo que llevaba meses posponiendo. La azotea había sido durante años un reino más de Ruth que suyo, sobre todo por lo que se refería a las plantas, ahora reducidas a espectros secos que asomaban de tumbas en forma de macetas. Cuando Lola estuvo allí, un par de fines de semana atrás, casi había sentido vergüenza al subir con ella a aquel espacio que sólo podía calificarse de decadente. Su comentario, «¿Te gusta el paisaje lunar?», había sacado de él una sonrisa amarga y el firme propósito de eliminar de su vista aquellos seres petrificados. La tarde anterior había pasado por una tienda del barrio y había comprado plantas, abono y tierra nueva.
Así que, a primera hora, antes de que el sol restallara sobre las baldosas de la azotea convirtiéndola en un horno, se dedicó a arrancar esos despojos. Llevaba quince minutos arriba cuando subió Guillermo, y él fingió no darse cuenta de aquella mirada escéptica, levemente condescendiente, que en otro momento le habría puesto de mal humor. Decidió, en cambio, pedirle ayuda, y sonrió para sus adentros al ver que, pese a la expresión de fastidio que parecía acompañar todos los actos de su hijo de un tiempo a esta parte, el chico se sentía orgulloso de que reclamasen su colaboración. En realidad sabía bastante más de plantas que su padre, lo cual tampoco le convertía en un experto, pero sí le daba la confianza necesaria para afirmar que no hacía falta echar medio saco de abono y en cambio sí era necesario regarlas generosamente.
Entre una cosa y otra, más el añadido de una batalla a manguerazos que empezó por accidente y terminó con los dos chorreando, había llegado el mediodía, y Héctor, por rematar la jornada con algo que Guillermo no solía rechazar nunca, propuso que se acercaran al centro después de comer: en la Fnac él podía pasarse horas escogiendo películas mientras su hijo hacía lo mismo en la sección de juegos de ordenador y luego en la de cómics. Habían bajado a casa, a preparar algo rápido de comer, contentos ante la perspectiva de equilibrar la mañana medio campestre con una tarde consumista y urbana.
No habían pasado ni veinte minutos, sin embargo, cuando el teléfono sonó y dio al traste con sus planes. Era el agente Roger Fort, quien, pesaroso, informaba a su jefe de que Álvaro Saavedra estaba en comisaría y solicitaba, en un tono que tenía poco de petición, hablar con el encargado de la investigación. Héctor contuvo una réplica que el pobre Roger no merecía y echó un vistazo al reloj.
—Tendrás que comer tú solo, Guillermo. ¿Nos encontramos en el centro en un par de horas?
Su hijo le observó con expresión dudosa y se encogió de hombros. Estaba preparando una ensalada y murmuró una respuesta que Héctor no llegó a oír. Mientras bajaba rápidamente las escaleras, se decía que en los manuales del padre perfecto no existen imprevistos ni aplazamientos. Ni miradas cargadas de algo indefinible que dolían más de lo que cabía esperar.
Álvaro Saavedra estaba sentado frente al agente Fort cuando Héctor llegó, aunque «sentado» quizá fuera una descripción poco ajustada. La tensión era perceptible en aquella postura rígida, que recordaba a la de un ave de presa lista para el ataque. De hecho, en cuanto lo vio aparecer, se levantó de la silla impulsado por un resorte interno que, Héctor lo sabía, tenía mucho que ver con la impaciencia. Detrás de su mesa, Fort observaba la escena con aire compungido.
Héctor tendió la mano a su visitante y lo acompañó hasta su despacho. Álvaro Saavedra no tomó asiento enseguida; su mirada se dirigió hacia el corcho donde estaban las fotos de la casa el día del hallazgo, y Héctor se arrepintió de haber colgado una de los cadáveres, envueltos con aquel hule de plástico estampado. No solía hacerlo; los recordaba lo bastante bien para no necesitar verlos todos los días, pero en este caso intuía que aquella imagen era importante. A su lado estaban las fotografías de Daniel y Cristina cuando estaban vivos, y de algún modo esto pareció sosegar al recién llegado.
—Siéntese, por favor.
—Lamento… No sé cómo decirlo. Lamento haberme presentado así. Quise venir ayer cuando bajamos a Barcelona, pero tuvimos que volver a Girona enseguida. Hoy mi mujer no se ha levantado de la cama, y yo ya no aguantaba más en casa sin hacer nada.
—No se preocupe. —Héctor no sonreía, aunque su tono de voz era lo bastante amable para suplir ese gesto—. Todos haríamos lo mismo.
—Supongo. Ha… ha sido tanto tiempo. ¡Y ahora me dicen que tengo que esperar al menos un mes para saber si es…!
—Señor Saavedra. Encontramos la documentación de Daniel y la de Cristina junto a los cadáveres. —Tomó un poco de aire antes de seguir—. Como usted comprenderá, han pasado muchos años y las condiciones de los cuerpos no permiten una identificación positiva y absoluta sin las pruebas de ADN, y éstas requieren tiempo, entre cuatro y seis semanas.
—Ya. La doctora me lo explicó. Pero…
—Nosotros hemos empezado a trabajar con la hipótesis de que son ellos. Coinciden otros rasgos: la altura de ambos, el momento de la desaparición…
Álvaro Saavedra asintió.
—Siempre hemos sabido que estaban muertos. Hemos esperado la confirmación de la noticia durante siete malditos años. Quizá un mes más le parezca poco.
—Señor Saavedra, en eso no hay nada que podamos hacer. Sin embargo, sí podemos empezar a investigar. Y en eso les necesitamos; en eso, usted y todos quienes conocían a Daniel y a Cristina son la única fuente de información de la que podemos disponer.
—Lo sé. Lo contamos todo en su momento. Una y otra vez. —Había cansancio en su voz.
Héctor abrió el expediente. Un detalle le había llamado la atención cuando lo estudió la primera vez, así que decidió empezar por ahí.
—Hace siete años, en sus primeras declaraciones, fue usted quien habló de la relación que mantenían Daniel, Cristina y Ferran Badía. ¿Cómo lo supo?
Era una pregunta directa, ya que Héctor intuía que aquel hombre, director de una sucursal bancaria, habituado a la responsabilidad y a la toma de decisiones, no era de los que soportaban bien los paños calientes. No se equivocó.
—Los vi —dijo simplemente—. Ya sabe que el piso era nuestro. De mi mujer, para ser exactos. Hubo un aviso de una fuga de agua, los del seguro se pusieron en contacto conmigo y decidí bajar a Barcelona para ocuparme de eso.
—¿Sólo vino por esa razón?
Su visitante meneó la cabeza.
—Claro que no. Habíamos tenido muchos problemas con Daniel. En realidad nos ocultó durante tres años que había dejado los estudios de derecho. Según él, iba aprobando, pero al final tuvo que reconocer la verdad.
Héctor no dijo nada.
—Daniel nunca había sido un chico complicado. Se lo aseguro. Mientras vivió con nosotros todo era normal. Pero al instalarse en Barcelona para estudiar, cambió. Cambió demasiado, y no para bien.
—Comprendo.
—El verano anterior se descubrió todo el asunto, y yo me negué a seguir subvencionándole el piso, así como unos estudios que había abandonado.
—¿Tomaba drogas?
—Él decía que no. Pero mentía todo el tiempo, así que…
—Ya.
—Mi mujer insistió en darle otra oportunidad. Daniel no quería volver a Girona, juró y perjuró que sacaría adelante la carrera a pesar de todo. Ella… Virgínia nunca pudo negarle nada a Dani. Y yo accedí, ¿qué iba a hacer? Sólo impuse condiciones. —Se encogió de hombros—. Condiciones absurdas.
—¿Como cuáles?
—Que dejara el piso que compartía con tres amigos que tampoco daban palo al agua y se instalara en el que Virgínia tenía libre, aunque fuera viejo y no tan cómodo como el anterior. Y que lo compartiera con…
—Ferran Badía. ¿Por qué?
—Su padre era mi mejor amigo. Y el chico tenía aspecto de responsable. Dios…
La culpabilidad era tan evidente en los rasgos de su interlocutor que casi dolía a la vista. Héctor había sido testigo de ella tantas veces que la había asumido como parte integrante del duelo. Padres que se reprochaban haber sido demasiado duros, o demasiado blandos, con sus hijos; esposas que lamentaban haber engañado a sus maridos. Y, en realidad, Héctor pensaba a veces que el destino seguía su curso, inexorable, una línea trazada a base de decisiones e indecisiones, de palabras dichas o calladas, hasta un final irreversible.
—Así que ese día —dijo Salgado, retomando el hilo de la pregunta inicial—, usted llegó al piso.
—Ese día me porté como un imbécil, inspector.
Fueron varios los factores que llevaron a Álvaro Saavedra a explotar aquella mañana de finales de mayo de hacía siete años. Varios, y de diversa índole. En primer lugar, se había tomado un día libre en su trabajo, algo que siempre le generaba una sensación de incomodidad. En segundo, odiaba aquella calle y el barrio que la rodeaba: demasiada gente de demasiados colores que le hacían sentir como un forastero en una ciudad que era, también, demasiado grande. Y, por último, estaba el malhumor consigo mismo, porque en su fuero interno sospechaba que ninguna de las razones anteriores tenía mucha justificación y señalaban, más bien, a alguien que se hacía mayor y maniático y que sólo se encontraba a gusto en lugares conocidos y reconocibles. En cualquier caso, subió la empinadísima escalera hasta el tercer piso y dudó sólo un momento antes de meter la llave en la cerradura. Había avisado a Daniel de que iría dos días atrás, y aunque estuvo tentado de recordárselo la noche anterior, al final había optado por no hacerlo.
No esperaba encontrar a nadie en casa y se sorprendió al oír el ruido del televisor, que estaba colocado en el recibidor reconvertido en salón y emitía imágenes y sonido ante un sofá vacío. Álvaro Saavedra odiaba el despilfarro y, con gesto de fastidio, lo apagó. Entonces oyó las risas, y aunque una voz interior le ordenaba dar media vuelta y marcharse, abrió la puerta del dormitorio principal, que era sin duda el lugar de donde salían aquellas carcajadas femeninas.
En los escasos minutos que permaneció en el umbral, antes de que los ocupantes del cuarto se percataran de su presencia, sus ojos registraron la escena y la mandaron a un cerebro que se había vuelto torpe como sus piernas y lento como su respiración. La voz interior se quedó callada, sin saber qué decir, porque la escena que tenía ante sus ojos era difícil de describir y porque lo primero que la amordazó fue el olor a sexo con marihuana que corría desbocado por el aire del cuarto.
Dos cuerpos masculinos, desnudos, se encontraban en la cama de rodillas, besándose con un ardor que convertía esos besos casi en mordiscos. Entre ellos, igualmente en cueros, había otra persona: una chica, según pudo ver segundos después, cuando ella se incorporó y, separándolos, acarició con sus labios los de ambos chicos, como si quisiera probarlos antes de decidirse por uno de los dos. Al final eligió —Álvaro no albergaba la menor duda de que era él— al compañero de piso de su hijo. Y Daniel, porque la tercera figura no era sino su primogénito, se colocó detrás de ella, se lamió el dedo índice y lo dirigió, con inusitada firmeza, hacia las nalgas que oscilaban frente a él. Ella se arqueó al notarlo, separando sus labios de los de Ferran, que la sujetó por la cintura y empezó a besarle los pezones, perdiéndose en aquella joven que gemía, adorada por los dos, compartida por los dos y que, si Álvaro no hubiese gritado para frenarlos, habría sido penetrada por los dos.
—No soy ningún puritano, inspector. Ni tengo edad para escandalizarme…
—Pero le molestó.
—Era como ver una película pornográfica en vivo. Se juntó todo: las mentiras anteriores de Dani, el hecho de que era obviamente un día y una hora en los que, con toda seguridad, debería haber estado en la facultad. Y… sí, tuve una reacción violenta, visceral, ante aquella especie de orgía inesperada. No estoy orgulloso de ella, pero ya no puedo hacer nada para cambiarla.
Héctor intentó imaginar la escena y ponerse en el lugar del hombre que tenía delante.
—Para colmo, la chica, Cristina, se echó a reír. —Al decirlo, levantó la vista hacia la foto que había colgada en el panel de corcho—. Quizá fueran los nervios, qué se yo. Pero su risa se me antojó impropia, descarada. Los eché a los dos, a Ferran y a ella, conteniéndome para no abofetearla. Y me quedé a solas con Dani.
No hizo falta que repitiera todo lo que le había dicho a su hijo en aquel momento. La expresión de su rostro hablaba sin palabras de insultos lanzados al aire y del subsiguiente arrepentimiento aprisionado en su interior, de ese vacío que sigue a los estallidos de furia sorda y ciega que Héctor conocía bien.
—Le dije cosas muy desagradables.
Héctor no se sintió con fuerzas para consuelos tópicos, ni pensó que el hombre que hacía esfuerzos por no derrumbarse fuera a apreciarlos.
—Fue la última vez que hablé con él. No volví a verlo.
—Lo que voy a decirle no le ayudará ahora, pero recuérdelo: el culpable de la muerte de su hijo fue sólo quien lo mató. No usted.
Álvaro Saavedra asintió, aunque lo hizo con la mirada perdida, puesta probablemente en la escena de reconciliación que nunca se había producido, en esas otras palabras que se habían quedado sangrando dentro. De repente, se levantó y se dirigió al panel, como si lo viera por primera vez.
—¿Y esto? ¿Estos… dibujos?
—Los encontraron en la casa donde hallaron los cuerpos.
—Son… macabros. —Sin embargo, no apartó la vista de ellos e incluso hizo ademán de tocar una de las fotos.
—Estamos en los inicios de la investigación —dijo Héctor. Había otro tema que quería abordar—: En la mochila que había en la casa se encontró una suma de dinero considerable. Diez mil euros. ¿Tiene idea de si su hijo pudo reunir esa cantidad?
—¿Dani? ¿Diez mil euros en metálico? ¡Claro que no! Pero… —permaneció en silencio unos instantes, pensativo y triste—, después de la bronca, cuando terminé, me dijo que me devolvería el dinero invertido en su educación. Que si eso era todo lo que me preocupaba, él me daría hasta el último céntimo.
Por segunda vez, Héctor temió que su visitante se derrumbara, y por segunda vez, éste halló en su interior la fuerza suficiente para no hacerlo.
—Una última pregunta, señor Saavedra. ¿Conocía usted bien a Ferran Badía?
—Obviamente no, inspector. —Se volvió hacia él, enojado—. Mire, no sé si ese chico mató a mi hijo, pero si lo hizo, espero que se pudra en la cárcel a pesar del afecto que les tengo a sus padres.
No había mucho más que decir, y Héctor se levantó de la silla para poner fin a la entrevista.
—Seguiremos en contacto.
—Eso espero.
El hombre derrotado había desaparecido y en su lugar había regresado el Álvaro Saavedra que se enfrentaba al mundo de cara, a pecho descubierto. Héctor lo vio salir; él tardó unos minutos en encontrar las fuerzas para hacerlo también.
Salió rápido, casi sin detenerse en la mesa de Fort, y tomó un taxi hacia el centro. Por absurdo que pareciera, sentía la necesidad física de ver a Guillermo. Y eso, la urgencia del amor paterno, le hizo pensar en Carmen y en el ingrato de Charly. Tenía que llamar a Ginés para preguntarle si había averiguado algo sobre él antes de que fuera demasiado tarde.