11

Leo Andratx sabía que no debía estar allí. Montado en su moto, como un caballero moderno y solitario rondando la casa de su doncella perdida. Sabía, también, que nada bueno podía salir de esa situación. La lógica le señalaba que las posibilidades, diversas, nunca arrojarían un resultado a su favor. Gaby podía no aparecer esa noche, con lo cual él habría estado perdiendo el tiempo apostado cerca de su casa. O bien regresaría y se enfadaría al verlo allí; lo acusaría de acecharla, de acosarla, y acabarían discutiendo como ya había pasado en ocasiones anteriores. Y, por supuesto, existía también el peor de los escenarios posibles: que volviera acompañada, que subiera a su casa con un hombre a quien acabara de conocer, de la misma forma que hizo con él dos años atrás en otro piso.

Se había pasado el día diciéndose que no lo haría, que evitaría por todos los medios pisar aquella calle del Eixample, Villarroel para ser exactos, donde Gaby se había instalado después de dejarle. Sin embargo, la noche del sábado había traído consigo la necesidad de verla, aunque fuera sólo un momento, aunque eso no cambiara nada. Hablar con ella por teléfono habría servido para apaciguar esa inquietud creciente, pero hacía tiempo que Gaby no respondía a sus llamadas, ni a sus mensajes, de manera que no le quedaba más opción que plantarse frente a su casa y esperar, mientras en su interior el temor y lo absurdo de la situación iban retorciéndole el estómago.

Los minutos pasaban, grupos de jóvenes se dirigían a alguno de los bares de la zona, el portero de uno de ellos se esforzaba inútilmente por acallar las voces de quienes salían de su local pidiéndoles que gritaran en la esquina de abajo, por lo menos, para no comprometerlo. Pero era primavera, sábado por la noche, y la gente que andaba a esas horas por la calle no estaba para broncas. A medida que avanzaba la noche, los transeúntes desaparecían, las luces de los locales se apagaban, y dentro de Leo se encendía otra luz, la de la vergüenza. No era lo bastante potente para obligarle a poner en marcha la moto y largarse, sino más bien débil y titubeante: quería irse, quería quedarse, quería ver a Gaby aunque fuera para pelear con ella; quería, sobre todo, asegurarse de que dormiría sola. Y también quería retroceder en el tiempo hasta el momento previo al abandono, hasta la primera señal imperceptible de que éste se aproximaba. Los primeros rechazos, las primeras malas caras.

A las 3.40 se detuvo un taxi en la esquina y Leo supo que sería Gaby quien bajara antes incluso de verla. Soltó el aire despacio sintiendo una alegría ridícula al comprobar que venía sola. El momento que llevaba horas aguardando había llegado y de repente cualquier señal de aviso se apagó dentro de él. Sólo veía aquel cuerpo oscuro que buscaba las llaves en el bolso; aquel cabello, rizado hasta lo imposible, que le ocultaba la cara. Deseaba verla de cerca. Tocarla. No con la intención de hacerle daño. Él nunca le haría daño a Gaby y le ofendía que ella pudiera pensar tal cosa.

Se le acercó por la espalda, pero se quedó a unos pasos mientras ella seguía buscando las llaves en el bolso, de cara a la puerta.

—Siempre las sacaba yo antes —le dijo—. Ese bolso es demasiado grande.

Gaby se volvió.

—Pasaba por aquí —añadió Leo, y ella soltó un bufido que podía ser una carcajada burlona o una clara muestra de desdén.

—Ya. Precisamente ahora, ¿no? —Sacó las llaves del bolso con expresión de triunfo y se las mostró—. Buenas noches, Leo.

No, no podía dejarla marchar así. No después de tantas horas en la calle. ¿Acaso ella no se daba cuenta de lo mucho que la echaba de menos?

—Quiero hablar contigo. —La frase le salió menos firme de lo que pretendía, casi como una súplica.

—Pero yo no.

Había bebido. No demasiado, Gaby nunca se excedía, aunque sí lo bastante para optar por el desafío en lugar de la huida. Sus ojos negros brillaban en aquella piel que no era negra del todo.

—Vete a la mierda, Leo. ¿Puedo decírtelo más claro? ¿Quieres que te ponga otra denuncia? Lárgate. Déjame en paz. Olvídame.

—No puedo.

Ella le miró con un desprecio tan evidente que él dio un paso atrás. Sólo otra mujer había sido capaz de abofetearlo con los ojos, hacía ya algunos años. Y Leo la vio en aquel instante ante él: Gaby era absolutamente distinta a Cristina en lo físico, pero igual de cruel en el trato.

—No quiero volver a verte. —Lo repitió más alto, y desde un balcón se oyó una voz que exigía silencio.

—¿Por qué? Dijiste que podíamos ser amigos.

Gaby se rió.

—Eres tan patético. Búscate a otra, Leo. Cómprale regalos, sedúcela y luego intenta retenerla.

Se volvió para abrir la puerta, y él no pudo evitar avanzar de nuevo, apoyar una mano en su hombro, con fuerza. Entonces Gaby empezó a gritar. A gritar de verdad, como si la estuviera agrediendo, cuando lo único que quería era que no se marchara.

«Cristina nunca habría hecho eso», pensó él. Antes de chillar como una cría le habría asestado una patada o un bofetón. En realidad, el escándalo era más eficaz: uno de los balcones se abrió, Leo oyó una voz que amenazaba con llamar a la policía, algo que había ocurrido una vez en el pasado, y cuando quiso darse cuenta, Gaby ya había entrado en el portal y cerrado la puerta. Lo único que le quedaba, la única dignidad de que podía hacer gala, era montarse en la moto y largarse antes de que la advertencia de la voz anónima se hiciera efectiva.

Nina oyó el ruido de la puerta de su casa y miró el reloj. Sólo eran las dos, lo que significaba que, un viernes más, Hugo había adelantado el cierre del bar. Se revolvió en la cama, inquieta, desvelada de repente por las preocupaciones que en las últimas semanas se aliaban para entorpecerle el sueño. Nina sabía lo lentas que pasaban las horas en un bar vacío. Ya hacía cinco años que vivían en Madrid, cinco años desde que abrieron la cafetería en la calle del Fúcar, juntos, aprovechando que la tía abuela de Hugo se jubilaba y el propietario les dejaba sin traspaso aquel local con vivienda que la mujer había regentado durante treinta años. Un bar viejo que, a cambio, ellos habían pintado y redecorado con poco dinero y bastante buen gusto. Lo peor era que el descenso de clientela había sido brusco, casi de un mes para otro.

Las cosas les iban bien un año atrás, tan bien que incluso habían empezado a plantearse buscar a alguien que les echara una mano a horas sueltas: mediodías y las noches de fin de semana. Contaban con una parroquia fija que se había acostumbrado a desayunar, merendar, o incluso tomarse una ensalada al mediodía o una copa por la noche en aquel espacio informal, decorado con pósters de cómics clásicos, con una estantería enorme donde los clientes podían echar mano a números viejos de Los 4 fantásticos, Hulk o El capitán América, y con coloridas mesas forradas de viñetas que contrastaban con el blanco de las paredes. El problema era que, desde hacía seis o siete meses, esos mismos que antes pedían un café con leche y una generosa porción de las tartas que Nina hacía en casa todas las noches mientras Hugo se ocupaba del último turno, ahora se tomaban el café con una tostada, se traían la ensalada de casa y cambiaban los combinados por una cerveza. Ahora había viernes, como ése, en que Hugo cerraba antes de las dos, aburrido de estar consigo mismo o con algún cliente amigo al que, además, se sentía en la obligación de invitar. La gente no había dejado de ir al Marvel, sólo había dejado de gastar.

Nina esperó a que Hugo entrara en la habitación, pero al ver que pasaban los minutos y no lo hacía, se acercó de puntillas a la puerta. Lo vio sentado en el sofá, con los cascos puestos y los ojos cerrados. A sus pies, Sofía, la gata, intentaba inútilmente que aquel humano derrotado le hiciera caso. El minino sí se percató de la presencia de Nina y lanzó un maullido enojado. No le gustaba nada que le robaran la atención de su amo.

«La convivencia enseña a respetar los silencios», pensó Nina, y reprimió las ganas de acercarse a su pareja que, sin lugar a dudas, prefería la soledad. Regresó a la cama aunque sabía que no estaría tranquila hasta que él se acostara, hasta notar aquel cuerpo a su lado. Después de casi siete años, a ella le costaba dormir sola. Cerró los ojos, decidida a poner todo su empeño en empujar las horas de la noche, porque las cosas siempre se veían mejor por la mañana, cuando una oleada de optimismo te llevaba a pensar que podías con todo, que saldrías adelante, que aquel día, de repente, las cosas por fin mejorarían.

Eran las seis de la mañana e Isaac no podía dormir. En primer lugar, porque hacía años que no se acostaba en una cama individual, que, para colmo, estaba adosada a la pared; en segundo, porque cada vez que se metía en ella se sentía como si aún tuviera dieciocho años. En aquella época no le habría importado, eran tiempos en los que caía en la cama tan borracho que el sueño lo tomaba por asalto, derribándolo en una especie de inconsciencia. Otras veces se había metido tantas rayas que el colchón parecía tener muelles y flotar en el aire; dormir era, entonces, lo último que le apetecía. Sin embargo, llevaba ya seis años sin probar las drogas, algo de lo que a veces se arrepentía. Sobre todo en noches como ésa, acostado en el cuarto de juegos de las niñas de su hermano, en una cama estrecha y rodeado de un coro de peluches que a ratos lo observaban con ojillos siniestros. Aquellas dos crías tenían una juguetería en casa, y cada noche Isaac debía sortear un tiovivo, un par de cocinitas y un sinfín de pequeñas piezas que, si se despistaba y caminaba descalzo, se le clavaban como agujas en la planta de los pies.

Volver no había sido una buena idea. Isaac estaba cada vez más convencido de ello, pero de momento, mientras pensaba en cuál sería su siguiente paso, no estaba de más ahorrar un poco de pasta instalándose en el piso que, en el fondo, era tan suyo como de su hermano Javi, le gustara a su cuñada o no. Sonrió malicioso al pensar que de hecho podía permitirse dormir en el mejor hotel de la ciudad, cosa que ni Javi ni su mujer sabían; llevaba tanto tiempo ocultando el dinero que se había convertido en un hábito. Al principio fue necesario para evitar sospechas, por supuesto. Los tres habían estado de acuerdo en eso. Siete años más tarde ya no hacía falta, en parte porque el dinero, que de entrada se les antojó interminable, había ido fundiéndose con la misma rapidez que un helado en el desierto.

En su caso, aún le quedaban reservas. No sabía nada de los otros, aunque un simple cálculo en función de lo que él había gastado le daba una idea aproximada. Y si él no se hubiera apropiado de una parte que no le correspondía, a día de hoy estaría a dos velas.

Sin poder evitarlo buscó debajo de la cama la bolsa donde lo guardaba. No la dejaba ahí cuando salía del piso, porque estaba seguro de que Lorena, la mujer de Javi, registraba sus cosas, así que cada vez que se marchaba lo metía en la maleta y la cerraba bien. Pero cuando estaba en casa, sobre todo por las noches, le gustaba sentir el dinero en las manos, incluso dormir con él.

Desde pequeño había aprendido que la pasta era lo único que importaba. Tenerla o no te situaba en dos orillas distintas del mundo: en una, currabas como un cabrón y llevabas una vida de mierda; en la otra, simplemente podías elegir.

Con los billetes en la mano, se dio media vuelta en la cama y quedó de cara a aquella pared empapelada de mariposas de colores. «Mejor esto que el osito tuerto», pensó antes de volver a dormirse. De algún modo, el tacto del dinero actuaba para Isaac como el mejor de los somníferos.