10

Siempre se repetía ese momento de pánico. El instante en que temía quedarse solo, o casi. Era el mismo temor nervioso que sentía a los ocho años media hora antes de que empezara su fiesta de cumpleaños al ver la mesa puesta con servilletas de colores y platos de plástico, la tarta en la nevera, las velas cuidadosamente envueltas y a su madre con la sonrisa ceñida como un delantal apretado con firmeza. ¿Y si no venía nadie? ¿Y si sus amigos, a quienes no sentía como tales, se habían compinchado para ignorar aquella cita? ¿Y si sus padres se enteraban de la triste y vergonzosa verdad?

Cada vez que le tocaba hacer una presentación de su libro, Santiago Mayart se sentía como aquel chaval inseguro, atacado por una leve tartamudez. Terminaba llegando al lugar del evento media hora antes, se tomaba un té en el bar más cercano y, cual detective privado que desea pasar desapercibido, vigilaba a la gente que caminaba por la calle o la puerta del local, mientras pensaba una y otra vez en la triste posibilidad de descubrirse como único asistente al funeral de un libro. O, aún peor, en que cuatro o cinco conocidos, que habían acudido por simpatía hacia él, fueran testigos de su fracaso. De su entierro como autor.

Esa tarde presentía la debacle más que otras veces. Sentado en la terraza de un bar que hacía esquina, situado frente a la librería donde debía celebrarse, a partir de las siete, una «breve charla» con los lectores y la firma de ejemplares de Los inocentes y otros relatos, Santi Mayart observaba la calle semivacía con la congoja de quien ve cumplirse su peor pesadilla. Al otro lado, más allá del Arco del Triunfo, un grupo de mujeres se contorsionaba al ritmo de una música cansina y repetitiva. No llegaban a ser una docena y se las veía totalmente inmunes al ridículo: agitaban las caderas como figurantes sin frase en una recreación moderna de Las mil y una noches. Si hubiera estado de humor, Santi habría sonreído al imaginar en qué circunstancias una mujer, supuestamente cuerda, decidía inscribirse a un curso de danza del vientre al aire libre; y, lo que es peor, cómo era posible que esa misma señora no se muriera de vergüenza al descubrirse siguiendo, con rígidos movimientos circulares capaces de provocar una luxación, al tipo delgadísimo de cuerpo más femenino que el de la mayoría de sus alumnas que avanzaba de espaldas a ellas contoneándose como una impúdica Sherezade.

Sin pensar, se acercó la taza a los labios y se quemó la lengua con el té ardiendo, al mismo tiempo que un par de chavales, montados sobre unos patines, rebasaban al grupo de danzarinas, cada uno por un lado, con la velocidad de unos kamikazes. Luego se cruzaron, en un movimiento que tenía poco de espontáneo y mucho de exhibición arrogante de cuerpos atractivos. «Escenas surrealistas de una tarde de primavera en Barcelona», se dijo Santi. Mestizaje, modernidad y, en resumen, una falta de pudor casi ofensiva para los ojos de quienes, como él, creían que había actividades que sólo tenían sentido en la infancia o en un salón cerrado. En cualquier caso, el espectáculo improvisado le había entretenido unos minutos, apartando su mirada de la puerta de la librería Gigamesh, un lugar que había pisado una vez en toda su vida cuando fue a comprar unos cómics para su sobrino en una lluviosa tarde prenavideña.

Antes de ir hacia el bar, había observado el escaparate con la aprensión del que se sabe furtivo. Él tenía poco que ver con aquellas portadas de espadas doradas y dragones dantescos. Él nunca había pensado dedicarse a ese género, lo desconocía casi todo de sus nombres magnos y siempre había pensado que Stephen King era un fabricante de libros a granel que se vendían más por su (excesiva) longitud que por su (discutible) calidad. Sin embargo ahí estaba, los ejemplares de su libro de relatos ocupaban todo el frontal junto al anuncio del acto que iba a celebrarse en un rato. Cubiertas negras en las que destacaban unos pájaros presos, encerrados tras unos barrotes brillantes; jaulas selladas por chabacanas fajas de color rojo que clamaban las virtudes terroríficas de unos cuentos que, por razones que escapaban a su propia comprensión, habían alcanzado una popularidad memorable. Le gustaba pensar que era debido a que, por una vez, un auténtico escritor se había aventurado en un género poblado por imitadores aficionados, pero la verdad era que ni siquiera él terminaba de creérselo del todo.

Como siempre que daba vueltas a esas cosas, echó una mirada rápida a su alrededor, temeroso de que su cara reflejara sus dudas, y al hacerlo comprobó que la chica de prensa de la editorial, una joven que habría quedado bien tanto sobre patines como participando en la danza del vientre, se acercaba hacia su mesa despacio, con la resignación de quien debe prolongar una jornada de trabajo un viernes por la tarde.

Antes de esa colección de relatos, Santi había publicado un par de libros, minoritarios y experimentales, en editoriales que ya no existían. Una, de hecho, cerró antes de que su libro llegara a distribuirse, con lo que se encontró la casa llena de cajas de ejemplares que lo miraban con irónico desprecio. Por lo tanto, jamás había tenido una editorial importante a sus espaldas y, menos aún, una responsable de prensa. Y aunque tenía la sospecha de que esa chica era la última de su departamento, no dejaba de causarle satisfacción el hecho de que lo acompañaran a actos como el de esa tarde. Además, había descubierto que con ella podía ser moderadamente grosero, enfatizando el adverbio más que el adjetivo, sin sufrir represalias. Y eso le agradaba todavía más.

—Hola, Santi. —Ella se sentó a la mesa y enseguida sacó el móvil del bolso—. ¿Preparado para la charla?

Él se encogió de hombros y le dirigió una mirada condescendiente, un gesto que intentaba conciliar con la imagen de seguridad que, en su fuero interno, estaba lejos de sentir.

—Ya veremos si viene gente —comentó mirando hacia la puerta de la librería. De algún modo se las apañó para que el tono de la frase fuera más bien acusatorio.

—Claro que sí. He hablado esta mañana con los de la librería y estaban seguros de que sería un éxito.

—Bueno, ¿qué te iban a decir a ti? —Miró el reloj: faltaban doce minutos—. Los viernes son un mal día. La gente se marcha de fin de semana, no está para presentaciones.

—La verdad es que escogieron ellos…

La chica había adoptado esa actitud defensiva que a él le encantaba provocar. Como si fuera responsable del día escogido, del tiempo atmosférico o de las costumbres de los barceloneses, que al parecer preferían patinar o hacer el bobo en plena calle.

—¿Vamos? —preguntó él bruscamente.

—Por supuesto.

Santi se levantó y, muy despacio, fue a sacar la cartera del bolsillo trasero del pantalón. Sabía que se le adelantarían, y así fue.

—Déjalo. Paga la casa —le dijo ella.

No le dio las gracias, pero esa vez no fue por seguir con su comportamiento pasivo-agresivo, sino porque el móvil que llevaba en silencio se puso a vibrar contra su pecho. Miró la pantalla y su rostro se ensombreció. No quería contestar, al menos no delante de ella, así que compuso su mirada más intransigente, se dio media vuelta y se fue hacia la esquina antes de aceptar la llamada.

—¿Sí? —respondió en voz baja.

—¿Santi? Ya me conoces, soy un amigo.

—¿Un amigo…? —Estaba harto de las llamadas de aquel tipo, un chiflado anónimo que llevaba un par de semanas incordiando con mensajes incoherentes, a veces elogiosos, a veces procaces—. Tengo prisa. ¿Qué quieres?

—Nada. Bueno, hablar contigo. Sé que no tienes mucho tiempo.

—Sí, me pillas en mal momento.

—Lo sé. Estás a punto de entrar en la librería a presentar tu libro.

Mayart miró alrededor. El desasosiego empezó a transformarse en algo parecido al miedo. Un miedo irracional que borraba todos los hechos cuantificables —estaba en el centro de Barcelona, en plena calle, nada malo podía pasarle—, que le aceleró la respiración mientras notaba en la boca el sabor del té, antes dulzón, ahora convertido en una marea amarga.

—Mira, no quiero seguir aguantando tus tonterías.

—No te pongas nervioso. Sólo quería desearte suerte.

—Pues ya está.

—No. No se te ocurra colgarme el teléfono.

La voz había adoptado un aire imperativo, amenazador, sin elevar en absoluto el tono.

—Tendré que hacerlo en unos segundos.

—Lo sé. Te estoy viendo. Respira hondo, Santi. Hay gente esperándote en la puerta. Los autores se deben a su público.

Santiago Mayart volvió la cabeza hacia la librería y después, muy rápido, en dirección al Arco de Triunfo.

—No me busques. —La voz volvía a ser amable—. Terminaré enseguida. Sólo quería que supieras que los han encontrado.

—¿Que han encontrado a quién? —casi gritó.

—A los amantes de Hiroshima. A los auténticos, claro.

—No sé de qué demonios me estás hablando. Y, por favor, deja de llamarme. —Lo odiaba, pero estaba seguro de que se le había escapado una nota suplicante, indigna de él.

—Tranquilo. Como te he dicho, sólo quería desearte suerte y también avisarte. Debes estar preparado para lo que vendrá.

Le faltaba el aire. Tenía que colgar, le gustara al otro o no.

—Hablaremos en otro momento. —Sin saber muy bien por qué, tenía miedo de enojarlo.

—No lo dudes. Volveré a llamarte. Adiós. Tus fans te esperan.

La comunicación se cortó y Santi se quedó con el aparato en la mano, inerte como los pájaros de la portada de su libro. Vio que la chica de prensa le esperaba educadamente, sin decir nada, y supo que tenía que cruzar, dar esa charla y firmar esos malditos libros. Antes, sin embargo, tenía que ir al cuarto de baño. Urgentemente.

«Esta noche volveré a Hiroshima».

Cuando era pequeña el maestro nos explicó que los pájaros son los primeros en intuir las catástrofes. Que cuando se acerca un huracán, un terremoto o cualquier otro desastre natural levantan el vuelo, agitados, soltando chillidos de advertencia que los humanos no logramos entender. Sólo los vemos cruzar el cielo como un escuadrón rápido, una estela caótica de plumas y graznidos, mientras los humanos nos preguntamos desde el suelo por qué huyen o qué les ha asustado. Incluso nos tapamos los oídos para no tener que soportar esa sinfonía aguda y, una vez se han marchado, nos sentimos aliviados por el silencio. No recuerdo si aquella mañana de agosto noté algo raro en los pájaros o en el cielo. Estaba demasiado ocupada, mi mente estaba llena de imágenes que no conseguía borrar.

Falta sólo un día para el 6 de agosto. Es la primera vez que pasaré esa jornada fuera de Hiroshima desde que la fecha se convirtió en sinónimo del horror. El traslado a Kioto ha sido un viaje cargado de esperanza: quería salir de mi ciudad, alejarme de aquel aire letal. Porque, en realidad, la bomba, ese veneno que arrojaron sobre nosotros, no fue peor que todo lo que llegó después. Ahora sé que esa mañana se invirtieron los papeles: los afortunados murieron y sobrevivimos los condenados. Ellos no tuvieron que soportar los signos de decadencia, no despertaron un día cualquiera y se dieron cuenta de que la almohada se había llenado de mechones de pelo, no sufrieron el pánico a llevar en las entrañas un monstruo deforme. No, cuando pienso en Takeshi y Aiko, mis amigos, casi les tengo envidia. Se durmieron y ya no despertaron. Así deberíamos morir todos.

Imagino su última madrugada, aquel 6 de agosto de 1945, muy parecida a tantas otras que yo había oído a hurtadillas desde la habitación contigua, guiándome por los susurros, el roce de las sábanas, las risas amortiguadas y los suspiros sofocados. Nunca llegué a verlos mientras hacían el amor, eso habría sido de una insolencia imperdonable, pero nada podía hacer si el fino tabique dejaba pasar el goce del sexo como si fuera un papel de seda y mi mente, ociosa e insomne, interpretaba esos ruidos: daba forma a los jadeos entrecortados y llenaba de contenido los murmullos. A primera hora, cuando salía hacia el hospital, me detenía un momento al otro lado de la puerta a escuchar la respiración pesada de los que concilian el sueño al alba, y me los figuraba abrazados, entregados ambos al estado de paz de quien duerme sintiéndose amado. Muchas veces me pregunté si el nudo que oprimía mi garganta se debía a los celos o a la simple envidia; con el tiempo he comprendido que se trataba de algo muy distinto. A pesar de mi juventud y de mi inexperiencia, creo que sabía ya entonces que esos instantes que Takeshi y Aiko compartían formaban parte de algo que a mí, por razones desconocidas, me estaría vedado siempre. Intuía que, aunque pasaran los años y ellos se convirtieran en recuerdos difuminados por el tiempo, mis amigos continuarían amándose en la vejez o queriendo a otros, mientras que yo seguiría igual: intacta, acorazada, siempre al otro lado de esa puerta, incapaz de seducir o de ceder a la seducción. Lo presentía ya en esos años en que la amenaza constante de la guerra aceleraba los sentidos y las ganas de vivir, y sin embargo a ratos me engañaba pensando que podía ser yo quien ocupara el lugar de Aiko. Cerraba los ojos y me veía en el hueco que ella dejaba en las sábanas, durmiendo en brazos de Takeshi. O bien, en mis fantasías más perturbadoras, me descubría deslizando la mano por el interior del quimono de Aiko, apartando aquella tela sedosa estampada con rosas amarillas, y acariciando su piel suave con la punta de los dedos, como si temiera quemarme con su contacto.

Un aplauso moderado aunque sincero saludó el final de la lectura y Santi levantó la vista del libro, agradecido. No era algo que estuviera previsto, pero una de las asistentes al acto le había pedido que leyera en voz alta las primeras páginas de ese relato y él no había visto motivo para negarse. Desde pequeño le había gustado leer en voz alta y, en cualquier caso, era mejor eso que seguir divagando sobre el terror y sus formas. Sobre todo porque hacía un rato había sentido más terror del que estaba dispuesto a admitir.

El público estaba de pie y al principio, nervioso por la conversación telefónica con aquel desconocido, había escudriñado sus caras en un intento de vislumbrar algún detalle que le permitiera reconocerlo. Como si pudiera distinguir su voz en unos ojos, un gesto o una postura.

Procedieron a las firmas, un ritual que a Santi siempre le había intrigado. ¿Por qué hacer cola para obtener un garabato acompañado de una frase estandarizada? Se había rendido a la evidencia: por estúpido que se le antojara, a la gente parecía gustarle. «En realidad —pensó—, el acto no ha ido mal». Unas treinta personas se agolpaban en torno a la mesa que le habían preparado, sin formar una línea estricta, más bien como si esperaran el autobús al más puro estilo barcelonés. Él iba firmando y respondiendo con lugares comunes a las frases hechas que le dedicaban los lectores, futuros o pasados, y durante los siguientes veinte minutos apenas se enteró de lo que sucedía alrededor, ocupado en desear una terrorífica lectura y estampar una firma en la primera página de cada libro. Ya casi había terminado, ante la satisfacción de los libreros que, sospechaba él, tenían ganas de verlo marchar y de la chica de prensa que, sin duda, se moría por perderlo de vista y empezar de una vez el fin de semana. Sonriendo por dentro, le pidió un botellín de agua, petición que ella se apresuró a atender con la profesionalidad de una azafata de primera clase.

Santi se levantó de la silla y se puso a curiosear las estanterías, barajando la posibilidad de llevarse un par de libros. Sabía que debía leer a Lovecraft, pero los precios de las obras que encontró, bellamente encuadernadas, se le antojaron exagerados. Oyó un rumor a su espalda, un carraspeo explícito, y se volvió. Una chica muy joven, con su libro en la mano, le esperaba al otro lado de la mesa.

—Perdón, ¿me lo puede firmar?

—Claro. ¿Cómo te llamas?

—Es un regalo —respondió la chica, aunque dudó antes de decirlo—. Para unos amigos.

—Muy bien. —Le sonrió. Debía de tener unos dieciocho o diecinueve años y llevaba unas rastas muy pulcras—. Dime, ¿cómo se llaman?

—Dedíquelo a Daniel y Cristina.

La sonrisa se esfumó del rostro de Santi. Escribió la dedicatoria con rapidez y, antes de estampar su firma, levantó la cabeza.

—¿Quieres que añada algo más?

Ella sacudió la cabeza, como si le extrañara la pregunta.

—No. Creo que con eso bastará. Sólo sus nombres. —Y los repitió de nuevo—: Para Daniel y Cristina.

—Ya lo he oído. —Suspiró—. Aquí lo tienes.

Le devolvió el ejemplar sin mirarlo demasiado y la joven se fue. Cinco minutos después, cuando ya por fin salía de la librería, el teléfono volvió a sonar. Esa vez fue una charla breve. Sólo una frase: «Gracias de parte de Cris y Dani». No le dieron opción a responder.