9

En las cercanías de plaza Espanya ya se respiraba ambiente de fin de semana. El tráfico era más intenso, el cielo azul y sin rastro de nubes hacía presagiar casi el verano. Héctor notó los primeros efectos del calor y agradeció entrar en la comisaría. No es que no le gustara el sol, pero sentir su fuerza a mediados de mayo le parecía excesivo. Se dirigió a su despacho, pasando ante las mesas vacías de Fort y Castro. Quería hablar con Martina Andreu antes de que terminara la jornada.

—Subinspectora Andreu, ¿cómo le va en su guerra contra las mafias? —preguntó con una sonrisa en los labios en cuanto ella contestó al teléfono—. ¿Le dieron ya el carnet de «intocable», como a los hombres de Eliot Ness?

—Aún no. De momento los únicos «intocables» siguen siendo ellos, la madre que los parió.

Aunque ya no trabajaban juntos, Salgado y Martina Andreu se habían mantenido en contacto, de manera que él estaba al tanto de las investigaciones de la que había sido su compañera durante años. Y de su frustración al ver que lo que había empezado como una operación contra las llamadas mafias rusas había acabado derivando en una red de corrupción, más ibérica que balcánica, en la que, según Martina, «todos estaban llenos de mierda hasta el cuello. Y cuando digo todos, digo todos. Hasta muy arriba».

—No sabes las ganas que tengo de dejar esto y volver a perseguir delincuentes honestos.

Fue Salgado quien soltó una carcajada en esta ocasión.

—Una rara definición.

—Ya me entiendes.

Y era verdad, la comprendía.

—No me llamas sólo para desearme buen fin de semana, ¿verdad?

—Me temo que no. Martina, ha llegado a mi mesa un caso que llevaste tú hace siete años. ¿Te acuerdas de Daniel Saavedra y Cristina Silva?

Héctor esperaba alguna reacción por parte de su compañera. Lo que no podía prever fue el suspiro, largo y profundo, que precedió a su respuesta.

—¿Han encontrado sus cuerpos? —preguntó en voz algo más baja.

—Aún no estamos seguros, pero podría ser. —Héctor le hizo un resumen rápido del hallazgo y las circunstancias que lo rodeaban—. A la espera de los análisis definitivos, parece bastante probable que se trate de ellos. He visto tu nombre en los informes, y el propio Bellver también me comentó algo al respecto. Por eso te llamo.

Hubo un silencio al otro lado y Héctor imaginó a Martina ordenando recuerdos, priorizando datos, organizando la memoria para dar el mejor relato posible. Pero cuando ella habló, se percató de que no. Su voz sonaba profundamente afectada, como si le hubieran comunicado el fallecimiento de alguien conocido.

—¿Tienes prisa? Lo que voy a contarte es un poco largo —dijo ella.

—Tengo todo el tiempo del mundo. Arranca.

—Héctor —prosiguió Martina Andreu—, ¿no has tenido nunca la sensación de que hay temas que no has llevado como es debido? ¿De que, presionado por circunstancias o incluso por los mandos, te decantaste por lo fácil?

Salgado agarró un bolígrafo y se puso delante una hoja de papel en blanco. Dudar no era algo propio de la subinspectora Andreu, a quien si algo podía reprochársele era su contundencia en actos y opiniones.

—¿Quién no la tuvo alguna vez? —Empezó a dibujar líneas en la cuartilla, cuadraditos sucesivos que formaban una base y ocupaban la mitad inferior del folio—. Los fracasos forman parte de nuestro oficio, como de todos los demás. Los únicos que lo resuelven todo son los polis de las películas. Nosotros hacemos lo que podemos.

—Ojalá hubieras estado aquí entonces.

—¿Lo dices porque me habría liado a trompadas con los sospechosos hasta sacarles la verdad?

—No seas imbécil. Hablo en serio. Eres de los pocos que resiste la presión. Y aunque no sirva de excusa, te aseguro que en ese momento hubo mucha. Más de la que una subinspectora recién ascendida está preparada para soportar, sobre todo si viene de su jefe directo.

—He leído ya parte del informe. La denuncia, el intento de suicidio del compañero de piso.

—Sí. Fue todo muy raro. En principio, los dos desaparecidos no parecían tener enemigo alguno. No andaban metidos en temas peligrosos ni nada de eso, aunque estaba claro que tomaban drogas de vez en cuando. Como casi todos.

Hizo una pausa, mientras Héctor seguía dibujando cuadraditos que ascendían en forma de escalera hacia el borde lateral de la hoja.

—En realidad, nunca habríamos pensado que había sucedido nada sospechoso de no haber sido por el amigo. O amante, o lo que fuera.

—¿Ferran Badía?

—Exactamente. Daniel tocaba en un grupo de música y fingía estudiar. La chica no hacía nada, aparte del curso de escritura donde conoció a Ferran. Perdona —se interrumpió—, te estoy liando. Si no recuerdo mal, Cristina conoció primero a Badía, se hicieron amigos en el curso y, un día, éste le presentó a su compañero de piso. Los amigos de él y la compañera de piso de ella dijeron que Daniel y Cristina se enrollaron esa misma noche y que, a partir de ese día, la chica casi se instaló en casa de éste.

—¿Convivían los tres?

—Algo así. El padre de Daniel lo sugirió y la compañera de piso de Cristina lo confirmó: el trío se había montado poco después, durante un fin de semana en Ámsterdam, y habían seguido juntos a partir de entonces.

—Vaya…

—Sí. Con lo que cuesta sacar adelante una pareja normal, ellos se complicaron bastante la vida. En resumen, el desenlace era evidente: este tipo de arreglos suelen explotar más pronto o más tarde. Supusimos que, en el último momento, Cristina había decidido irse de vacaciones sólo con Daniel y el otro se lo había tomado a la tremenda, se los había cargado y luego, cuando la madre del chico empezó a presionarlo, intentó suicidarse. Pero…

—No había cadáveres.

—Exactamente. Ni rastro de los cuerpos, ni rastro tampoco de la escena del crimen. Examinamos el piso a fondo, y no había señales de violencia. Así que el juez de instrucción exigía una confesión.

—¿Quién fue?

—¿El juez? Felipe Herrando.

Héctor asintió. Lo conocía y le caía bien.

—Mientras Ferran Badía se recuperaba en el hospital, registramos la casa pero no encontramos nada sospechoso. Lógicamente, iniciamos la búsqueda de los desaparecidos con toda la artillería habitual. No habían sacado dinero de cajeros desde finales del mes de junio, nadie los había visto desde entonces, sus teléfonos móviles no habían sido usados. Y ahí sí empezamos a preocuparnos. Para colmo, la madre de Daniel se puso histérica y dio pie a que el follón fuera mayor aún.

—¿El follón?

—La buena señora, que era un rato exagerada, acudió a un programa de radio y dijo que llevaba semanas denunciando la desaparición de su hijo sin que nadie le hiciera caso. Nuestro querido jefe se puso como una fiera con la novata de turno, es decir, yo. El caso saltó a los titulares porque a la gente le gustan los misterios con protagonistas jóvenes y guapos. Bueno, ya sabes cómo es.

—¿Qué pasó?

Ella suspiró.

—Teníamos poca cosa aparte de un posible sospechoso y un posible móvil.

Martina se calló y él percibió que aquel silencio estaba cargado de algo parecido al remordimiento.

—A veces esto es una mierda —dijo ella por fin—. Bellver se empeñó en conseguir esa confesión y debo decir que yo tampoco vi otra solución posible. Eran chicos normales, Héctor. Investigamos a los amigos de Daniel, a los del grupo de música. Al parecer, también se había distanciado de ellos en el último mes: mencionaron algo de un concierto que tenían que dar y al que él no se presentó.

Héctor asintió en silencio. Tenía los nombres anotados: Leo Andratx, Hugo Arias e Isaac Rubio.

—Así que me concentré en Ferran Badía. El chico estaba convaleciente, cualquiera con un poco de perspicacia habría impedido que le interrogáramos. Pero la familia de él no se opuso: los padres de los chavales eran amigos, también estaban preocupados por Daniel y ni por un momento llegaron a sospechar que su hijo Ferran pudiera haber cometido un crimen.

Martina se acordaba perfectamente de la segunda vez que se encontró con Ferran Badía. La primera lo había visto de lejos en el hospital, pero los médicos no les habían dejado entrar en su habitación, así que la imagen que conservaría siempre en su memoria fue la del día que lo interrogó en su casa. Un chico delgado y muy alto, de mirada miope y piel muy blanca, que con unos arreglos de vestuario habría podido interpretar el papel de poeta romántico decimonónico, enfermo de tisis y de melancolía. Pero Ferran no vivía en el siglo XIX; su mal aspecto se debía al lavado de estómago que le habían efectuado en urgencias y no al bacilo de Koch, y aunque seguramente el aire de mar le habría mejorado el ánimo, la tristeza que se leía en el fondo de sus ojos, de un color azul desvaído, podía obedecer a una causa más profunda. Y más siniestra.

La subinspectora había decidido ganarse la confianza de aquel chico reservado, en apariencia inofensivo, que a la salida del hospital se había instalado de nuevo en casa de sus padres, cargado de un montón de libros. Podrían haberlo llevado a comisaría, pero eso habría alarmado a la familia y habría provocado la intervención de un abogado. No, era mejor fingir que la policía seguía preocupada por sus amigos, ir a verlo en calidad de testigo, sonsacarle la verdad, fuera cual fuera.

Y así, Martina Andreu fue a visitarlo a Girona, y antes de hablar con él escuchó las dudas preocupadas de Júlia Sentís, la madre del chico, como si realmente se tratara de una amiga o una trabajadora social. La mujer no podía disimular su horror ante los comentarios que empezaba a generar el asunto. A ella lo que le preocupaba era saber por qué su hijo, un estudiante más que brillante a punto de terminar unos estudios de filología inglesa que le apasionaban, había intentado poner fin a su joven vida. Por ello había recibido a la subinspectora con la ingenua confianza de las madres consternadas, sirviéndole un café y unas galletas que ella misma horneaba para el restaurante de su marido.

Cuando la subinspectora le preguntó por los amigos desaparecidos de su hijo, por si había alguna novedad —a pesar de que sabía a ciencia cierta que no era así—, Júlia Sentís la miró como si no comprendiera a qué venía tanto lío con ese tema. No era más que una pareja que se iba de vacaciones en verano y una madre que perdía los papeles porque el nen se había olvidado de ella. Además, Daniel siempre había sido un irresponsable; no como su Ferran. El hecho de que vivieran juntos obedecía en parte a que a los padres de Daniel no les gustaban los compañeros con quienes había convivido su hijo hasta entonces y estaban convencidos de que Ferran sería una buena influencia en los erráticos estudios de su hijo Dani.

Martina no lograba discernir si aquella mujer hablaba en serio, si el amor maternal podía llegar a ser tan ciego; cualquier persona de inteligencia media tenía que intuir una relación fuera de lo «normal» entre dos chicos desaparecidos en circunstancias sospechosas y un tercero, amigo de ambos, que intenta quitarse la vida sin motivo aparente. Pues no. O bien Júlia Sentís no la veía, o prefería no pensar en ella.

La subinspectora respiró aliviada cuando pudo salir de la cocina, zafarse de tanta bondad hogareña, alejarse del olor a canela y azúcar moreno, y de aquella niña que la observaba con semblante serio. Presentaba los rasgos típicos del síndrome de Down y no había apartado la mirada de ella, como si fuera la única en la casa que adivinara que aquella mujer no había ido a ayudar a su hermano.

Ferran no había salido de su cuarto; según Júlia Sentís, se pasaba el día leyendo. «Es eso —repetía la madre—, tanta lectura embota el cerebro y da ideas raras». Y aunque no lo dijo, a Martina Andreu le vinieron a la cabeza el Quijote y otros héroes desquiciados.

La madre no se equivocaba: Ferran tenía un libro en las manos, pero lo cerró cuando las vio asomarse por la puerta. Apenas entraba luz en aquel cuarto que olía a cerrado, a libros viejos y a recuerdos deslucidos. Aquel joven se refugiaba en su cuarto de niño para no crecer, la cama le traicionaba, sin embargo, dejándole los pies en el aire.

—¿Cómo estás? —se interesó ella en cuanto Júlia Sentís hubo salido—. ¿Te importa que me siente?

No contestó a ninguna de las dos preguntas. Se pasó una mano por el pelo, rubio ceniza, como si quisiera adecentarse.

—¿Me dejas ver el libro?

Él se lo ofreció, sin mirarla, con la esquina de una página doblada para saber dónde se había quedado en la lectura.

—Vaya, si está en inglés no entenderé nada, los idiomas nunca han sido lo mío. «Dubliners» —leyó ella en voz alta, y abrió el libro por la hoja señalada. Incluso con su inglés mediocre pudo entender el título: «The Dead», «los muertos»—. ¿De qué va?

Ferran persistió en su silencio, y ella empezó a ponerse nerviosa. Quizá no hubiera sido buena idea desplazarse hasta allí. De repente, él le cogió el libro de las manos y avanzó hasta la última página.

—«Y la nieve sigue cayendo, sobre los muertos y sobre los vivos».

La miró, como si la frase, sacada del libro, fuera una respuesta.

—Desde luego —dijo ella—. La diferencia es que los vivos notamos el frío; los muertos, no.

—¿Usted cree? —Sonrió—. En el fondo no sabemos qué sienten los muertos. De hecho, la muerte es un gran misterio, ¿no le parece? Cuando me tomé las pastillas pensé que por fin sabría qué hay, si existe o no esa famosa luz que nos aguarda al final de un túnel.

—¿Y?

—Sólo tuve ganas de vomitar.

En otro tono podría haber sido una muestra de humor negro; en el que acababa de usar, era una simple muestra de sinceridad.

—¿Por qué las tomaste, Ferran? No sería sólo para comprobar lo de la luz, ¿verdad?

El chico desvió la mirada. Al parecer, las pausas no le incomodaban y siguió callado, sin moverse, durante unos largos minutos.

—Ferran —insistió ella—, yo creo que sólo desean algo así aquellos que se han quedado sin esperanza. Los que han perdido lo que más amaban en el mundo. O quienes sienten un pánico atroz a lo que la vida puede depararles.

Los ojos del chico se llenaron de algo tan fugaz como definido: dolor. Era curioso que, aunque el resto del cuerpo siguiera relajado, la mirada hubiera podido expresar esa mezcla de emoción y vacío.

—O los que se han quedado solos —musitó.

—Pero tú no estás solo. Tienes a tu familia, tus libros. Tus amigos.

Él se encogió de hombros y ella se dispuso a atacar:

—Sabes dónde están Daniel y Cristina, ¿verdad? Sabes que no volverás a verlos.

Ferran dejó el libro en la mesita de noche. Apoyó la cabeza en la almohada y se tapó con la sábana, a pesar del verano, a pesar del calor. Martina no se rindió y continuó hablándole aunque casi no le veía la cara.

—Por eso quisiste morir. Porque eres consciente de que los has perdido.

—Están juntos. —Habló en voz tan baja que ella apenas le oyó.

—¿Qué?

—Están juntos. Como querían. —Se corrigió a sí mismo—. Como Cristina quería. Eso es lo único que importa.

A Martina Andreu no le pasó por alto el tiempo verbal de la frase. «Quería», en pasado.

—¿Cristina quería estar con Daniel? ¿No contigo?

Él no contestaba, así que la subinspectora insistió, en un tono más firme:

—Ferran, si sabes dónde se encuentran sólo tienes que decírmelo. Sus padres están preocupados. Tú conoces a los padres de Dani, no es justo que pasen por esto si puede evitarse.

Él se volvió despacio en aquella cama de niño. Sudaba, lo cual no era de extrañar dada la temperatura de aquel cuarto cerrado, pero Martina se percató de que se trataba de un sudor frío, acompañado de un temblor leve pero constante.

—Saberlo no hará que se sientan mejor —murmuró él—. Usted lo ha dicho antes: lo más sano es conservar la esperanza.

Ella habló despacio, con deliberada lentitud:

—Me has dicho que estaban juntos. —Adoptó un tono más firme para proseguir—. Ferran, contéstame a esto: ¿Dani y Cris siguen vivos?

—Más que usted y que yo. —Había una nota irónica en la respuesta, la aceptación resignada de un hecho.

—Entonces no entiendo por qué no nos dices dónde andan. Y tampoco entiendo por qué te tomaste una caja de pastillas para dormir.

Ferran cogió el libro de nuevo.

—Este relato era uno de los preferidos de Cristina. ¿Quiere saber de qué trata «Los muertos»? Se lo contaré. Un matrimonio de mediana edad va a pasar la Nochebuena en casa de unos parientes. Son gente tradicional, amable, buenas familias irlandesas. Comen pavo, intercambian cotilleos, cantan. De repente el marido se da cuenta de que su mujer, Gretta, se siente afectada por una de esas canciones. Cuando llegan a casa y ella estalla en llanto, él no puede menos que preguntarle qué le sucede, y Gretta le cuenta que, años atrás, en su juventud, un muchacho solía cantarle esa canción. Un joven enfermo, que desafió al mal tiempo para verla y acabó muriendo por ello. Ante esa confesión, el marido de Gretta se da cuenta de que, sin él saberlo, su mujer siempre ha amado a otra persona. A un espectro, a ese chico llamado Michael Furey. A ese muerto que en el corazón de su mujer está más vivo que él.

Tomó el libro y leyó los últimos párrafos, traduciéndolos directamente de la versión inglesa, como había hecho antes con el final, como si lo hubiera hecho mil veces y se lo supiera de memoria, aunque ella no le prestó atención. No podía evitar fijarse en los ojos del chico, enrojecidos, que casi llegaron a conmoverla. Sólo casi. Intuía que era el momento, que debía aprovechar aquella debilidad para sacarle la verdad que le oprimía el pecho hasta casi impedirle respirar, y lo hizo.

—¿Por qué crees que le gustaba tanto a Cristina? Has dicho que era uno de sus favoritos.

—A Cris le atraía todo lo que tenía que ver con el amor y con la muerte —dijo él cerrando el libro—. Siempre decía que follaba para sentirse más viva. También se drogaba por ese motivo, para aumentar las sensaciones, aunque no lo hacía demasiado. Sólo a veces.

—¿Tú y Dani tomabais drogas también?

Ferran miró hacia la puerta, como si temiera que su madre pudiera estar escuchando detrás de ella.

—Yo no. De verdad. Me daban miedo. Además…, alguien tenía que conservar la lucidez, ¿no?

—Supongo que sí. —Martina Andreu titubeó, y decidió volver al resumen del relato—. Ese chico, Michael, el muerto del cuento, tenía que ser alguien muy especial.

—Lo era para esa mujer —musitó él.

—Cristina era muy especial para ti. —Lo afirmó en pasado, deliberadamente, convencida de que esa chica, especial o no, estaba muerta.

—Sí.

Y a la subinspectora Andreu, poco amiga de romanticismos, no le cupo la menor duda de que ese simple monosílabo ocultaba una gran historia. Se lo decía el semblante de aquel chico que quizá había llegado a matar. Martina Andreu siguió hablando en voz baja, en una especie de susurro persuasivo y amable.

—¿Quieres decirme con esto que Cristina y Daniel están muertos, aunque siguen presentes en la memoria de quienes les amaron? ¿En tu memoria?

El chico se mantuvo impasible. Su cara volvía a ser una máscara sin expresión alguna. El aire se cargó de preguntas y sospechas hasta casi volverse denso, como una neblina de verano, espesa y pegajosa.

—Cuéntamelo todo. Te sentirás mejor —insistió la subinspectora—. Te lo aseguro.

La estudió con la mirada como si quisiera creerla y ella respetó el silencio, rezando para que no entrara la madre y rompiera la atmósfera que habían creado.

—Están muertos, ¿verdad? —inquirió por fin.

—Los amantes están condenados a morir. En todas las novelas.

—No estoy hablando de literatura, Ferran.

Él se encogió de hombros.

—La vida no es tan distinta de la ficción. O no debería serlo.

—¿Cómo murieron? ¿Alguien les hizo daño? Ferran, no puedes seguir escondiéndote en esa cama como un crío. Tienes que decir la verdad.

—¿Y te lo contó? —preguntó Héctor.

—No. Se encerró en sí mismo y no pude sacarle ni una palabra más. Ni aquel día ni en posteriores interrogatorios. Y hubo bastantes hasta su segundo intento de suicidio.

Héctor había dejado de dibujar hacía un rato. La escalera de cuadraditos estaba completa y empezó a pintar algunos de negro, sin patrón alguno.

—Pero ahora se han encontrado los cuerpos. Siete años después —dijo él, casi para sí mismo—. Y en las inmediaciones de una casa que ya estaba abandonada en aquel entonces.

Le contó rápidamente el hallazgo, sin entrar en detalles.

—Ninguno de los interrogados mencionó nunca una casa vacía cerca del aeropuerto. La compañera de piso de ella, una chica con una horrible mancha en la cara, de esas de nacimiento, nos dijo que Cristina y Daniel se habían ido a su «refugio», un lugar donde podían estar solos, antes de marcharse de vacaciones. Si no recuerdo mal, fue la única que afirmó que Cristina lo hacía para alejarse de Ferran Badía. Que querían «estar solos». Nina, ahora me acuerdo, así se llamaba la compañera de piso. Salía con otro de los miembros del grupo, no recuerdo con cuál.

—Es bastante raro que escogieran ese sitio, ese refugio. Deberías verlo.

—Bueno, también era rara la historia que tenían los tres. Me da que iban de excéntricos: ella quería ser escritora, él cantaba en un grupo. Igual una casa abandonada les pareció un lugar romántico. Yo qué sé.

La impresión de Héctor era que la casa más que romántica resultaba escalofriante. Aunque también habían pasado siete años y seguramente aquellos lienzos cuyas fotografías constaban en el informe no estaban allí.

—Y tendrías que haber seguido a los medios, Héctor. Incluso el hecho de que Ferran hubiera sido un empollón se volvió contra él. Lo tildaron de frío, cerebral, celoso patológico. Un psicópata joven. No lo llamaron Hannibal Lecter porque el chico era vegetariano. La tesis de la prensa era parecida a la de su madre: había leído tanto que había perdido la chaveta.

Él esperó. La escalera se había convertido en un tablero de ajedrez caótico, demasiado negro.

—La familia contrató a una abogada más que decente. No recuerdo su nombre, pero consiguió lo que buscaba: internaron al chico en un psiquiátrico y la investigación se paró. Nos llovieron más broncas: para algunos, habíamos sido demasiado duros; para otros, demasiado blandos. Y sin embargo, yo siempre tuve muchas dudas. No has trabajado nunca con Bellver, ¿verdad? Es de esos inspectores de ideas fijas. No hubo forma de que nos dejara mirar hacia otro lado. Él estaba convencido de que Ferran Badía era culpable.

—¿Y tú no? —preguntó él.

Ella soltó algo que podría haber sido un suspiro.

—Por muchas vueltas que le he dado, nunca he podido imaginar a ese chico matando a sus amigos. Los quería, Héctor. Sé que puede sonar incongruente, ya que se trataba de un chaval emocionalmente inestable. Pero al menos a ella la quería, de eso no me cabe ninguna duda. No había el menor atisbo de rencor, ni de celos, ni de envidia en ninguna de sus declaraciones. Eso sí, de todas ellas se desprendía la sensación de que ambos habían muerto, como si él mismo hubiera visto los cadáveres. —Tomó aire—. Pero, como ya te he dicho, no había ningún otro sospechoso. Incluso interrogué al profesor de Cristina y de Ferran Badía. No recuerdo su nombre. Santiago o Sebastián. Un tipo pedante a más no poder, pero aparte de eso, irreprochable.

—¿Y la familia de la chica? —preguntó Héctor. Sentía curiosidad por conocer la opinión de Martina sobre Ramón Silva.

—Ah, sí, se me olvidaba. La familia de Cristina Silva era un cuadro. La madre había muerto cuando ella era pequeña y el padre había rehecho su vida con otra mujer. Es propietario de una empresa de transportes. Lo recuerdo como un buen hombre, uno de esos trabajadores curtidos que acaba haciendo fortuna, y dudo que mantuviera mucho contacto con su hija. Se quedó anonadado cuando por fin lo localizamos. Entre tú y yo, tuve la impresión de que la noticia era un mazazo más o menos previsto. Como si ya temiera que Cristina acabaría mal.

Héctor asintió. Ésa era, en resumidas cuentas, la impresión que le había causado.

—Aún recuerdo la cara de la madre de Ferran Badía después del segundo intento de suicidio de su hijo. Dios, me sentí tan rastrera.

—Martina, para atrapar delincuentes hay que ser un poco rastrero. Como suele decirse, no se pueden hacer tortillas sin romper huevos.

—Ya. Eso supone un consuelo muy pobre, Héctor.

—Hoy en día todo es pobre —ironizó él—. ¿No lo sabías? El consuelo también está en crisis.

Antes de salir del despacho, Héctor se situó delante de un panel de corcho y dividió el espacio en dos, 2004 y 2011. En la primera mitad, la correspondiente a 2004, fue colocando las fotos y nombres de los implicados. Las víctimas, el sospechoso de su asesinato; los amigos que formaban el grupo de música de Daniel —Leo Andratx, Hugo Arias e Isaac Rubio—, la compañera de piso de la chica —Nina Hernández—, el profesor del curso de escritura —Santiago Mayart—, así como los de sus familiares. En la otra mitad colocó sólo un breve resumen de las pruebas que tenía en ese momento: las fotos tomadas en la casa y la lista de objetos hallados en la mochila.

Y mientras lo hacía se dijo que las vidas de todos ellos, excepto las de las malogradas víctimas, habrían cambiado mucho en esos siete años. Los jóvenes que tocaban en el grupo seguirían siéndolo, pero no tanto. «Como todos», pensó, mientras evocaba su propia vida siete años atrás. Con Ruth, con Guillermo, que entonces era aún un crío de siete años. «Una familia tan feliz como la mayoría», se dijo sin amargura, con el afecto que impregna a los buenos recuerdos.

—¿Aún estás aquí?

Si el comisario Savall había llamado a la puerta, Héctor no lo había oído.

—En realidad, ya me iba.

Lluís Savall era un hombre corpulento, fornido y, en líneas generales, agradable. Héctor tenía la sensación de que se preocupaba de verdad por quienes estaban a su cargo, o al menos conseguía fingirlo con suficiente aplomo para resultar convincente. Él y Savall habían tenido encuentros y desencuentros, sobre todo en los últimos tiempos, pero Héctor nunca se había sentido minusvalorado por su jefe directo. Cierto era que, desde la paliza que propinó al doctor Omar, un año atrás, las cosas habían sido difíciles para él: el cuerpo, que hacía una piña de cara al exterior, no era tan clemente de puertas adentro. Eso era algo que Héctor estaba dispuesto a soportar y que algún día, con el tiempo, terminaría.

—Eso no deberías hacerlo tú, y lo sabes. —Savall señaló el panel—. No es trabajo para un inspector.

No podía negárselo; en los mossos, los inspectores no investigaban sino que se ocupaban de otras tareas que a Héctor le hacían sentir como un funcionario y le estimulaban poco.

—Ya me conoces. No pierdo los viejos hábitos.

Savall meneó la cabeza, con aire bonachón, como un padre que regaña a su hijo por estudiar demasiado.

—Tenemos que hablar de este caso —prosiguió Héctor para desviar la atención.

—El lunes, Héctor. Me marcho a Pals en media hora. Mi mujer pasará a buscarme en diez minutos.

—Buen fin de semana.

—Lo mismo digo. —Savall se disponía a salir cuando, de repente, se dio la vuelta—. ¿Estás seguro de que no necesitas más gente? Andreu no está, Castro acaba de regresar y Fort es apenas un novato.

—Por ahora nos apañamos. Pero gracias.

El comisario no parecía muy convencido.

—Bueno, el lunes hablaremos de esto —dijo antes de irse.

«Debería haber aceptado la oferta», pensó Héctor. Porque, o conocía mal a su jefe, o el lunes ese ofrecimiento de ayuda en forma de refuerzos habría caducado, o, peor aún, habría sido relegado al olvido.