Quien no supiera que se hallaba delante de la Ciudad de la Justicia de Barcelona habría pensado que los bloques de distintas tonalidades que la conformaban eran en realidad una especie de urbe futurista, una metrópolis cúbica que podría servir de escenario a una distopía. El conjunto poseía un aire armónico y moderno, y conseguía hacer olvidar aquellos antiguos tribunales de madera noble donde la justicia adquiría la consistencia de un ente abstracto y poderoso, convenientemente alejado del ciudadano común. «Sin embargo —pensó Héctor—, a la que deambulas por su interior, y a pesar del cuidado puesto en todos los aspectos arquitectónicos de los edificios, las emociones humanas traicionan el espíritu del lugar: sigue habiendo nervios; temor, justificado o no; expertos y legos, tensión y sentencias».
Por regla general, Salgado evitaba ir al instituto forense salvo que resultara imprescindible. No obstante, ese viernes decidió empezar por ahí. Se fumó un cigarrillo antes de cruzar la puerta del cubo más oscuro de todos los que formaban la ciudad judicial. Fue un cigarro rápido, de los que se encienden más por hacer acopio de nicotina que porque apetezcan realmente. Mientras lo apagaba se dijo que debía comenzar a pensar en serio en dejarlo, un tema en el que Lola y Guillermo coincidían, cada uno por su lado.
—No recordaba que tuviéramos nada pendiente usted y yo —le soltó la doctora Ruiz al verlo en la puerta de su despacho. Era una de las mejores forenses de Barcelona y, a la vez, una de las personas más ariscas que Salgado había conocido en su vida—. Al menos nada que justifique una visita a estas horas.
—En realidad, vengo porque me moría por verla.
—Muérase y me verá muy de cerca —replicó ella, aunque sonrió—. Venga, conmigo no le vale ese encanto porteño. Dígame qué quiere.
La doctora Celia Ruiz era conocida en los ambientes policiales y forenses por varias cosas: su pericia, su profesionalidad, su malhumor y su lengua viperina. Pequeña de estatura, ligera como una ardilla, dominaba aquel reino de estudiosos de los muertos con mano de hierro. Además, por antipática que pudiera ser en ocasiones, las fuerzas de la ley se congraciaban con ella en cuanto leían sus informes forenses, detallados y precisos. Héctor estaba seguro de que aquella mujer se permitía el lujo de ser como era porque sabía que, en su campo, pocos la superaban. Y, la verdad fuera dicha, una vez la conocías y te armabas de paciencia, tampoco era tan inaccesible.
—Vengo por los cuerpos que hallaron en la casa abandonada —dijo Héctor, y aguardó una andanada que no se hizo esperar.
—Ya le dije que estábamos en ello. Hoy recogeremos las muestras de ADN de los padres del chico y del padre de la chica. Bueno, el señor Silva ya ha venido. No pretenderá que ya tengamos los resultados si ni siquiera hemos comenzado.
Efectivamente, así era, y él no podía llevarle la contraria.
—A ver —prosiguió la doctora con tono acerado—, si empezamos a presionar pidiendo lo imposible tendremos problemas, inspector Salgado.
—No es presión, Celia. Llamalo curiosidad. —Héctor exageró el acento argentino, consciente, por otras reuniones, de que a la doctora Ruiz le resultaba simpático.
—No intente dorarme la píldora.
—Estoy convencido de que puede decirme algo más.
—Pues no lo esté tanto. Aquí cada vez somos menos, ¿sabe?
—Pero son los mejores. Entre vos y yo, ¿cree que son ellos?
Ella respiró hondo y se puso las gafas, señal de que había decidido olvidarse de las protestas y darle alguna información. Rebuscó en su mesa y abrió un expediente; le echó un vistazo rápido y se encogió de hombros.
—Hay muchos datos que coinciden. La altura, complexión y edad aproximada de ambos, para empezar. La fecha de la desaparición.
—Así que existe una alta probabilidad de que sean ellos, ¿no?
—Entre vos y yo, como usted dice, a mí me caben pocas dudas.
—De acuerdo. ¿Puede decirme algo más sobre la forma de su muerte ahora?
—No demasiado. Los resultados forenses coinciden con lo que ya se sabía. Los dos murieron poco después de su desaparición, hace siete años. La muerte de los dos fue causada por heridas con un objeto contundente. En el caso de él, fue instantánea: aplastamiento del lóbulo occipital, aunque el asesino no se conformó con un solo golpe y le propinó algunos más. Ella murió por lesiones de la misma arma; hablando claro, le abrieron la cabeza. Crac, como si fuera un melón. Y se ensañaron con su cara. Un crimen feo.
—¿Los asesinaron allí mismo?
—Eso no puedo asegurarlo después de tanto tiempo, pero yo diría que sí. Los mataron, los trasladaron inmediatamente al sótano y luego los cubrieron con el hule.
—¿Pudo hacerlo una sola persona?
—Ya estamos. Pudo, claro que pudo, aunque tuvo que costarle. En cualquier caso, por la gravedad de las lesiones, estamos hablando de un hombre, uno relativamente fuerte. Y muy enfadado.
Héctor asintió. Odiaba las generalizaciones, pero aquél tenía todo el aspecto de ser un asesinato cometido por un varón. Lo que le encajaba menos, a primera vista, era la disposición posterior de los cadáveres: esa atención a recrear algo parecido a un lecho donde reposaran los muertos.
—¿Está pensando en el atrezzo? —preguntó Celia—. Sí, no le voy a decir que no sea raro. Los objetos de los muertos, el dinero. Parece una especie de rito funerario.
—¿Rito?
—Hay muchas culturas que entierran a sus muertos con objetos de valor. ¿Oíste hablar de las pirámides, inspector?
Héctor se rió al reconocer el falso acento en boca de la doctora Ruiz.
—Pero no sólo los egipcios —prosiguió Celia—. La tradición japonesa también observa rituales similares.
—¿Dinero para el otro mundo? ¿Allá también seguiremos siendo pobres? —bromeó Héctor.
—Bueno, no tanto para el otro mundo como para llegar a él. Si me lo pregunta, le diré que son tonterías, pero muy arraigadas: unas monedas para el barquero que debe cruzarte a la otra orilla o para sobornar a los guardas del inframundo.
—Diez mil euros son más que unas monedas.
—¡No me diga! Lo cual lleva a pensar que, o bien el asesino desconocía la cantidad de dinero, o bien no le importaba. Vaya, que aparte de ser un tipo peligroso, está como una puta cabra.
Héctor sonrió.
—En cualquier caso, el asesino, loco o no, se tomó la molestia de acostarlos de perfil, mirándose. Tuvo que colocarlos enseguida, o el rígor mortis no le habría dejado conseguir ese efecto.
—Todo un detalle después de partirles el cráneo a los dos.
—Sí. Ya sabe cómo son: a veces en cuanto se les pasa la furia, se arrepienten e intentan arreglarlo de alguna forma.
Él asintió; no era el primer caso de asesinos que demostraban una delicadeza inusual una vez habían matado a sus víctimas.
—Y eso me lleva a otra cosa —repuso Héctor—. Se lo pregunto sólo como impresión general. ¿Había algo más en la forma en que estaban colocados? ¿Algo especial que hiciera pensar que su asesino quería trasladar un determinado mensaje?
—Héctor, en la disposición de estos cadáveres había algo macabro: no sólo estaban de frente, sino abrazados, tapados como si se tratara de una cama. Sí, da la impresión de que el asesino quiso convertir su tumba en algo íntimo.
—¿Como si los hubiera querido en vida?
—Soy forense, inspector, no adivina. Y ahora, si me perdona, tengo otros casos urgentes que atender. Ah, y dele recuerdos a su jefe.
—A los jefes intento verlos lo menos posible. Pero lo haré, por vos.
—Otra cosa —dijo la doctora Ruiz antes de despedirse—, he visto cadáveres con mejor cara que la que trae hoy. Cuídese, no quiero verle aparecer por aquí en posición horizontal, ¿de acuerdo?
Las visitas al depósito de cadáveres siempre le dejaban un poso amargo, pensó el inspector mientras salía. Por aséptico que fuera el lugar, por desapasionados que sonaran los datos, Héctor no conseguía quitarse de encima la sensación de que, cuando estaba ahí dentro, respiraba a medias, como si la presencia de aquellos cadáveres invisibles, etiquetados y almacenados, le mermara el ánimo. O, tal vez, los pulmones se negaran a inhalar demasiada cantidad de aquel aire tan lleno de muerte.
El sol era un buen antídoto para los malos pensamientos y Héctor se paró un instante, a la salida, y observó el bullicio de tráfico que invadía la autovía con una sensación casi de alivio. Iba a pisar la calle, a unirse de nuevo al mundo de los vivos, cuando a su espalda oyó una voz masculina y ronca:
—Perdone. No quiero molestarle.
Héctor se volvió y se encontró con un hombre de mediana edad que, al verle la cara, dio la impresión de vacilar. Su voz dejaba traslucir un tono que se asociaba a otras épocas: un formalismo respetuoso que Héctor recordaba haber oído en su madre al dirigirse a médicos o profesores y que ahora probablemente había desaparecido. El individuo que tenía delante, sin embargo, lo seguía usando con los agentes de la ley, o quizá con los desconocidos en general. Pero no se engañó; con sólo mirarlo a los ojos se percató de que, aun siendo educado, no se trataba de un hombre en absoluto dócil.
—Le oí despedirse de la señora forense —prosiguió—. Soy Ramón Silva, el padre de Cristina. ¿Tiene un momento?
Lo tuviera o no, daba lo mismo. Aquel hombre no iba a aceptar un no por respuesta.
—Por supuesto —le dijo, antes de presentarse.
Se estrecharon la mano y, al hacerlo, Héctor se percató de que aquel hombre de estatura media, fuerte sin llegar a estar gordo y casi completamente calvo, había trabajado duro en su vida. No sabía en qué, pero aquel tacto áspero y aquella mano ancha no dejaban lugar a dudas. El traje y la corbata que llevaba ese día no habían sido su uniforme de trabajo habitual.
—¿Le apetece un café? —preguntó Héctor, mientras buscaba con la mirada un bar en las proximidades.
La escuela Visor era la tercera que visitaban Leire y Fort el viernes por la mañana y, por lo que habían podido ver el día anterior, difería poco de las otras. Como si las hubiera diseñado la misma persona, todos los espacios compartían techos altos y ventanales de madera pintados de blanco, baldosas gastadas, cierto barullo ambiental y un personal sonriente pero que, hasta entonces, había resultado de poca ayuda.
Esperaban al director, que resultó tener más aspecto de docente que los anteriores, aunque fuera sólo por el traje. Un bigote poblado aportaba el toque excéntrico que aparentemente requería el puesto.
Los hizo pasar al despacho y escuchó con manifiesto interés un relato que los agentes ya empezaban a repetir con leve desgana. Se puso las gafas cuando le mostraron las fotos y las observó con detenimiento, pero terminó meneando la cabeza con el mismo gesto desolador que habían recibido hasta entonces.
—Lo siento. Me temo que no puedo ayudarles. Es muy difícil reconocer a un autor por su obra, a menos que ésta sea muy especial. Y por aquí pasan cientos de alumnos. Lo que sí puedo decirles es que tienen razón en una cosa: parece que expliquen una historia y, casi sin duda, han sido pintadas por la misma persona. El estilo es constante. Mucho color en el fondo, atención al detalle. Tiene un aire muy de cómic, en cierto sentido. Como si estuviera ilustrando un cuento gótico: casa abandonada, cadáveres y…, ¿qué es esto? ¿Pájaros?
—Como le he dicho, fueron encontrados en una casa okupa, cerca del aeropuerto. No sabemos muy bien si son pájaros… o aviones.
—Son pájaros. Pájaros de picos abiertos. Fíjense en éste. Es como si estuviera herido o fuera a atacar.
Era verdad, y una vez más la ilustración, o lo que diantre fuera aquello, hizo que Leire se estremeciera un poco. Lo que había inspirado al artista no era precisamente una historia amable.
—Siento no poder ayudarlos más. Si quieren preguntar a alguno de los docentes…, en cinco minutos acabará esta hora de clase. En los cursos de tarde hay más gente, pero ahora encontrarán a un par de profesores. Hablen con ellos, quizá el estilo les suene de algo.
Lo había dicho en un tono tan dubitativo que Leire y Fort se sintieron casi avergonzados. No albergaban demasiadas esperanzas, pero ya que estaban ahí, tampoco les costaba nada hacer un último esfuerzo.
Salieron al pasillo. No era una escuela muy grande, aunque tenía el encanto de los pisos antiguos del Eixample. Los ventanales daban a un patio interior, bien cuidado y bastante amplio. De hecho, una de las clases se impartía en él. En aquel entorno se respiraba paz y Leire se sorprendió a sí misma observando a hurtadillas a los dibujantes que, sentados en bancos del patio, se mostraban concentrados en su tarea. No eran tan jóvenes como había creído; había algunos, sobre todo mujeres, que ya tenían cierta edad. Sintió una envidia fugaz, lo cual era bastante absurdo. Cada uno es como es, y ella no era de las que se sentaban a hacer garabatos en una mañana de primavera.
La clase terminó y los agentes se separaron. Leire salió al patio a hablar con la profesora; la conversación duró apenas unos minutos. Era nueva en la escuela y ninguno de aquellos dibujos le resultaba familiar. La agente Castro se despidió y volvió adentro. Roger Fort estaba en una de las aulas, mostrando las pruebas a un joven profesor que las observaba con atención. Desde la puerta, Leire contó en voz baja los segundos que transcurrirían hasta que, también éste, negara con la cabeza. Tardaba más de lo previsto, casi un minuto, pero cuando el gesto por fin apareció, ella no lo vio. Su atención ya no estaba puesta en el profesor, sino en uno de los alumnos, un chico que apenas tendría veinte años y que contemplaba la escena con la rigidez estática de quien siente a la vez tensión, interés y sorpresa. Sin perder tiempo, Leire se le acercó por la espalda y el joven se sobresaltó.
—¿Quieres verlos de cerca? —le preguntó ella mostrándole las fotografías.
El chico disimuló su azoramiento como pudo.
—No. No sé de qué me habla.
Leire sonrió.
—Vamos, estabas escuchando lo que decían, sin atreverte a acercarte, como si te fuera la vida en ello. No pasa nada, sólo buscamos información.
—Información ¿sobre qué?
—Sobre estos dibujos.
Se los puso delante de los ojos para que no le quedara más opción que mirarlos y, a juzgar por su evaluación rápida, ella tuvo la inmediata certeza de que los reconocía. Sin embargo, transcurridos unos instantes, el joven recuperó el aplomo y se limitó a decir:
—Ni idea. ¿Por qué quieren saberlo?
—Bueno, si no los conoces tampoco te interesará saber por qué preguntamos por ellos.
Lo miró de reojo. El chico enrojeció y se puso a recoger sus cosas.
—Si por casualidad recuerdas algo, puedes llamarme. Aquí tienes una tarjeta.
Él la cogió y se marchó enseguida, murmurando un adiós entre dientes.
Entraron en un local regentado por chinos, que parecían haber ampliado el espectro de sus especialidades culinarias a todo tipo de comidas. A Héctor seguía sorprendiéndole ver cómo de repente servían unas patatas bravas con la misma eficacia insípida que el eterno arroz tres delicias.
Ramón Silva pidió un carajillo y se lo tomó casi de un trago, sin azúcar, y a juzgar por el vaso empañado, ardiendo. No había dicho nada más y mantenía la mirada fija en la mesa. A pesar de que Salgado sólo había visto un par de fotos de Cristina, no consiguió encontrar el menor parecido entre ambos. En ella, o al menos en las fotos, había un aire de desafío, la conciencia de ser guapa y lista al mismo tiempo. En el hombre que tenía delante podía distinguir fuerza en estado bruto, aunque domeñada por los azares de la vida. Aquellos ojos apagados habían aceptado que las cosas no eran justas desde hacía mucho. Su cara, ensombrecida por el cansancio acumulado, fruto del trabajo y la responsabilidad, evidenciaba que Ramón Silva se había deslomado para llegar a llevar ese traje que le resultaba incómodo y ese reloj con correa metálica que valía como mínimo un par de sus propios sueldos.
Al fondo del bar, un televisor, lo más nuevo del negocio, emitía imágenes de una carrera de Fórmula 1. Sin sonido. Sólo coches que daban vueltas y vueltas al mismo circuito. Su interlocutor miró hacia allí, pero en lugar de fijarse en la pantalla se quedó observando al joven oriental que era el único trabajador.
—¿Ha visto? —dijo—. Son los únicos que prosperan hoy en día. ¿Y sabe por qué? Trabajan de sol a sol, sin tonterías. Les da lo mismo el horario, los días festivos…
La cara de Héctor debió de revelar su escepticismo, porque el otro se apresuró a añadir:
—No digo que eso sea bueno, sólo económicamente rentable.
—De eso no me cabe duda —admitió Salgado, y se mordió la lengua para no apostillar que la esclavitud también debió de serlo, para los hacendados, claro.
Por suerte, Ramón Silva no siguió con el tema y Héctor, que también creía en el tiempo y la eficacia, abordó lo que le interesaba sin rodeos.
—Quiero decirle que quizá sea un poco pronto para mantener esta conversación. En unas semanas tendremos los resultados finales y sabremos si… —No terminó la frase, tampoco hacía falta.
Ramón Silva asintió. Seguía sin mirarle: había apoyado los codos en la mesa y una de sus grandes manos cubría la otra, cerrada en un puño. La tensión en los dedos era obvia. Héctor se fijó en que sus uñas estaban escrupulosamente limpias.
—¿Cree de verdad que lo hizo ese chico? —soltó Silva de repente.
La pregunta le sorprendió, porque era lo último que esperaba oír.
—¿Usted no?
El hombre le clavó la mirada, más serio aún que antes. En aquella frente cincelada con líneas que parecían cortes se ocultaba una idea que las palabras no se atrevían a expresar.
—Yo no sé de leyes, inspector, pero he conducido un camión durante muchos años. Gracias a eso he viajado por toda Europa y he conocido a mucha gente. A muchos hombres. Ahora tengo toda una flota de camioneros a mis órdenes. —Separó las manos y se las mostró. Los dedos eran tan gruesos que la alianza recordaba a una anilla—. ¿Ve estas manos? No soy un individuo violento, pero he visto muchas peleas. He descargado muchas cajas. ¿Ha visto las de ese chico? Lo único que han cogido en su vida es un bolígrafo.
—Todavía no le conozco personalmente. Pero…
—Ya. Sé lo que me va a decir: no usó sus manos sino algo más duro. Aun así, a esos dedos les falta la rabia suficiente. Cuando lo vea, lo entenderá.
Su convicción era palpable y Héctor decidió que estaba ante un hombre de ideas fijas, al que difícilmente habría podido persuadir de nada aun si hubiera querido hacerlo. Le resultaba curioso, sin embargo, que fuera el padre de una de las víctimas el que cuestionara la culpabilidad del presunto asesino de su hija. Por ello, decidió desviar la conversación hacia alguien a quien el hombre sí debía de conocer bien, o al menos mejor que a Ferran Badía.
—¿Le importa que hablemos un poco de su hija?
El hombre se encogió de hombros. Por experiencia, Héctor sabía que había padres que en esas circunstancias se sentían deseosos de hablar de sus hijos; por unos momentos, mientras los elogiaban o incluso criticaban con afecto, era como si esos chicos o chicas siguieran con vida. Otros, en cambio, se mostraban incapaces de hablar de ellos con serenidad. Y por último, había quienes aceptaban abordar el tema como un mal necesario, algo imprescindible. En este caso, los siete años de distancia entre la desaparición de Cristina y el presente ayudaban a que la charla fuera más tranquila aunque seguramente no más objetiva. La gente tendía a idealizar a los muertos, y más aún cuando eran jóvenes y les habían segado la vida antes de tiempo. No obstante, el inspector enseguida se dio cuenta de que Ramón Silva no abrazaba la corrección política ni era capaz de disimular sus sentimientos. Aunque no fueran los que la gente esperaba oír.
—¿Qué quiere saber? Tenía veintitrés años y hacía su vida desde hacía tiempo.
—¿«Hacía su vida»? ¿Se refiere a que no vivía con ustedes?
El hombre tomó aire antes de contestar.
—No. No vivía con nosotros. De hecho, cuando salió del internado dijo que quería establecerse por su cuenta y no me pareció mal. Le pasaba una cantidad fija mensual, nada muy generoso, suficiente para cubrir sus gastos.
—¿Se veían con frecuencia?
—La que ella quería. Las puertas de mi casa siempre estuvieron abiertas para Cristina —dijo casi a la defensiva.
—Estoy seguro de que así era. —No lo estaba, pero si aquel hombre se cerraba en banda, poco más podría sacarle—. A veces los hijos necesitan espacio, libertad…
—Eso me dije yo. No se crea que estoy tan anticuado como para no entender que la vida ya no es como antes.
—Su primera esposa, la madre de Cristina…
El hombre asintió.
—Nieves no estaba bien. Murió hace años, después de que nos separáramos.
—¿Qué tenía exactamente?
—Lo llamaban trastorno bipolar. Mamarrachadas. Lo que le pasó a Nieves es que se le acabaron las ganas de vivir. Un día no pudo más y su cerebro se desconectó. Créame si le digo que fue horrible: verla apagarse día a día, perder el contacto con la realidad, fingir que el niño aún seguía vivo… Era estremecedor.
Héctor ignoraba demasiados detalles, así que prefirió dejar que el hombre siguiera el hilo de su propio discurso, sin interferir.
—Perder a un hijo es algo terrible, pero hay que sobreponerse, joder. Cristina tenía cinco años cuando murió Martín. Alguien tenía que hacerse cargo de ella; yo trabajaba como un cabrón y Nieves no se levantaba de la cama. Al final pasó lo que tenía que pasar. Me ocupé de que Nieves tuviera la atención adecuada y rehíce mi vida, por mí y por la cría. Conocí a otra mujer, Rosalía, que había quedado viuda hacía poco con una niña de apenas un año. En definitiva, formé otra familia. No soy un hombre que sepa estar solo, inspector. Nieves murió un par de años después.
Hizo una pausa y añadió:
—Y hay veces en que uno tiene que elegir. Lo mío no fue un divorcio, fue una huida.
—¿Y Cristina?
—Las hijas tienden a ponerse del lado de las madres. Intenté explicarle que la suya estaba enferma, muy triste, pero ella no lo entendía. Es normal, supongo. Al fin y al cabo era muy pequeña. Rosalía hizo todo lo que pudo, se lo juro, pero Cristina no se hacía querer.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Salgado había oído esa expresión, que nunca había comprendido del todo. ¿Cómo debía «hacerse querer» una niña? Pero no era momento para preguntas de esa clase. Ramón Silva seguía hablando y, no por primera vez en su carrera, el inspector se sintió como un cura oyendo una confesión.
—A medida que fue creciendo, Cristina se puso más insoportable aún, así que al final pensé que lo mejor para todos era alejarla un poco. Busqué un buen colegio, el mejor, y la envié allí.
—¿Cuántos años tenía?
—Siete.
Héctor hizo un cálculo rápido; desde luego, Ramón Silva no había perdido el tiempo. Iba a preguntar algo cuando un joven entró en el bar y resultó evidente que buscaba a su acompañante con la mirada. Éste lo invitó a unirse a ellos con un gesto amable.
—Inspector Salgado, Eloy Blasco. Será mi yerno dentro de poco. —Ramón Silva sonrió por primera vez en todo el encuentro—. ¿Cuánto falta para que Belén y tú os caséis?
—Algo más de un mes. —Se volvió hacia su futuro suegro con cara de preocupación—. ¿Dónde se había metido? De repente, se marchó.
—Vi al inspector y quise hablar con él a solas. Pero ya acabábamos.
Eloy Blasco era moreno y sonriente, debía de contar unos treinta y cinco años de edad, y llevaba el traje con bastante más soltura que su suegro, al que miraba con afecto y algo de condescendencia.
—Sí, la verdad es que debo irme —dijo Héctor mirando el reloj—. Una pregunta más, si no le importa. ¿Cuándo vio a Cristina por última vez?
—A finales de junio, en la comida de cumpleaños de Belén. Fue cuando nos dijo que se iba de vacaciones. Estuvo rara, como muchas otras veces, como si la familia no fuera cosa suya. Tú no estabas —añadió con una sonrisa dirigida a su futuro yerno—. Estaba estudiando un máster en Inglaterra. Quién lo hubiera dicho, conociendo a su padre.
Resultaba evidente que eso era motivo de orgullo para Ramón Silva, que parecía feliz con su otra hija y ese yerno al que, saltaba a la vista, apreciaba mucho.
—¿Le parezco insensible, inspector? Pues no lo soy, créame. A los hijos hay que aceptarlos como son. Cristina se presentaba en casa de uvas a peras, aunque debo admitir que nunca me pidió más de lo que yo le asignaba, ni tampoco me causó problemas. Disculpe, para ser exactos, sólo acudió a mí en una ocasión: para pagarse el curso de escritura ese. Y le di el dinero, por supuesto.
Eloy lanzó una mirada en dirección a Héctor, con disimulo, como queriendo disculpar a su suegro y sus afirmaciones. La frase «a pesar de su apariencia es buena gente» flotó sin palabras en ese gesto mientras el buen hombre en cuestión se levantaba a pagar las consumiciones.
—No se lo tome muy en serio, inspector —murmuró Eloy—. Los tiempos han cambiado mucho y Cristina no era precisamente una chica fácil de tratar.
En su última frase le había parecido escuchar una mezcla de nostalgia y afecto, y Héctor preguntó:
—¿La conocía bien?
—Bueno, nos conocíamos desde niños —respondió Eloy con una sonrisa—. Ramón Silva era el mejor amigo de mi padre. Cuando éste murió, mi madre y yo nos quedamos bastante desamparados, y Ramón se ocupó de mis estudios.
El regreso del suegro en ciernes puso fin a la conversación, aunque Héctor anotó en su mente la posibilidad de volver a hablar con Eloy Blasco en el futuro. Ya en la calle, mientras Eloy iba a buscar el coche, el padre de Cristina añadió:
—Quizá suene terrible a sus oídos, pero de verdad espero que ese cuerpo sea el de Cristina, inspector. Ya es hora de enterrarla. Se lo merece. Ella y nosotros.
«No es algo terrible —pensó Héctor—, sino simplemente humano».