La llamada llegó a la oficina poco antes de las cuatro de la tarde, una hora en la que las cajas de ahorros solían estar cerradas al público excepto los jueves, un día que a los empleados, poco habituados al doble turno, se les hacía eterno. De todos modos, en los últimos tiempos y para desesperación de sus colegas, Álvaro Saavedra nunca tenía prisa y solía organizar reuniones una vez se había cuadrado la caja, cualquier día de la semana, para discutir temas que cada vez tenían más que ver con descubiertos, impagos y amenazas de embargo. Él había intentado conservar un ápice de decencia en unos años en que todo daba la impresión de estar volviéndose loco, pero ya comenzaba a rendirse a la realidad, a acorazarse ante temas como desahucios de la misma forma que un enterrador no derrama una lágrima sea cual sea el cadáver que le toca sepultar.
El día anterior, de hecho, había mandado dos cartas de desahucio a dos familias de la ciudad y había tenido que lidiar con uno de sus destinatarios, que se había plantado en su oficina hecho un manojo de nervios. La situación le había dejado un mal sabor de boca ante el cual se dispuso a no ceder: tenía que vivir con ello, de la misma forma que convivía con los interrogantes sobre su hijo, de la misma forma que ese pobre hombre convivía con su ruina económica.
Cuando sonó el teléfono, estaba ya a punto de irse; había trabajado sin parar todo el día. Álvaro Saavedra era un hombre templado y paciente, y si de algo podía enorgullecerse era de no hacer las cosas sin pensar. Incluso en los peores momentos encontraba tiempo para detenerse, estudiar la situación con tanta objetividad como le permitían las circunstancias y luego actuar en consecuencia: sin pasión, guiado por lo que él consideraba sentido común. Quizá en algún momento habría preferido ser más visceral, menos reflexivo, más lanzado, pero a sus cincuenta y cinco años ya se había resignado al carácter que la genética y la vida le habían forjado.
Después de la llamada se quedó un buen rato con la mano apoyada en el receptor mientras a su alrededor todo se desdibujaba. Se difuminaron los muebles de oficina, la mesa, la puerta y las ventanas, y lo único real, lo único que existía era esa mano y ese teléfono. Él era sólo un cuerpo que la sostenía, sin tan siquiera poder dominarla. Sabía cuál debía ser el siguiente paso, era consciente de que debía regresar a casa, sentarse al lado de Virgínia, comunicarle la noticia, no por esperada menos traumática, y estar allí para sujetarla cuando el llanto desmontara su cuerpo, cual castillo de arena sometido al embate de una ola furiosa. Permanecer a su lado y acompañarla en ese dolor compartido que ella parecía reclamar como propio. Pasara lo que pasara, él tenía que mantenerse a flote.
No hizo nada de eso.
Como si obraran por cuenta propia, sus dedos marcaron el número del restaurante de Joan Badía, y su voz, tenía que ser su voz aunque en un primer momento le sonó extraña, dijo:
—Ha pasado algo. Tenemos que hablar.
De camino a la cita se percató del tiempo que había estado paralizado en el despacho. El sol descendía y con el atardecer había llegado un aire fresco, más de otoño que de primavera, que le hizo agradecer la chaqueta que llevaba puesta. Cruzó el puente y ascendió la cuesta que llevaba a la catedral, y, más allá, a los baños árabes. Justo a la derecha había un parque solitario, una especie de bosque que se internaba siguiendo un arroyo que también había conocido tiempos más espléndidos. A esas horas de la tarde el lugar se encontraba tan vacío como era de suponer.
Joan Badía le estaba esperando, el restaurante que regentaba distaba apenas cinco minutos a pie. Álvaro Saavedra se dirigió hacia él, sin ánimo para sonreír. Tampoco tenía motivos, y el hombre con quien se había citado menos aún. Se sentó a su lado, en uno de los bancos de piedra, y antes de decidirse a hablar observó con disimulo a quien había sido su mejor amigo. La edad se había ensañado con él un poco más de la cuenta: las ojeras oscuras sobre unos pómulos caídos, la nuez que sobresalía del cuello como un hueso fuera de lugar y un cuerpo que parecía haber menguado dentro de la ropa. En cambio, Álvaro mantenía un cuerpo recio, sin llegar a la gordura, y aunque años atrás la desgracia le había hecho perder más de diez kilos, con el paso del tiempo los había recuperado y añadido alguno más. Su piel más morena, su afeitado perfecto y el traje oscuro, impoluto, le conferían un aire serio, que en los vinos se llamaba solera y en los hombres tendía a denominarse elegancia, saber estar. Unas cuantas canas, que parecían trazadas a propósito en un cabello negrísimo, acentuaban esa imagen de masculinidad seria. Álvaro Saavedra había sido guapo en su juventud y lo seguía siendo. Todo el mundo decía siempre que Daniel era la viva imagen de su padre.
—¿Cómo estáis? —preguntó Joan.
Era la única persona con quien podía sincerarse, así que lo hizo:
—Yo estoy bien, aunque el trabajo en el banco es cada día más… inhumano. Nico sigue igual, intentando encontrar trabajo de cualquier cosa en el extranjero. Y Virgínia… Bueno, ya te imaginas cómo están las cosas.
Joan asintió. No había necesidad de terminar la frase: los dos sabían que Virgínia bebía, casi siempre a escondidas, aunque a medida que la adicción se había impuesto a la prudencia, había empezado a hacerlo en pleno día. No demasiado, dos o tres gin-tonics a media tarde y acompañada por alguna amiga. Pese a ello, su alcoholismo aún no era de dominio público; la gente sólo veía a una mujer endurecida, intolerante, presta a criticar en voz alta y clara cualquier molestia, a perder la paciencia con razón pero en proporciones desmesuradas. Quizá, a última hora de la tarde, alguna vecina avispada había llegado a notar que las palabras se le enredaban un poco, que las frases no acababan de salir con fluidez, pero sólo su familia y Joan Badía sabían a ciencia cierta que esa boca, a ratos ácida y a ratos torpe, había saboreado una generosa cantidad de ginebra: bebida en pequeñas y constantes dosis, desde el mediodía hasta la noche. Era entonces cuando la mezcla de alcohol y cansancio le desenfocaba la mirada, le agriaba la voz y la sumía en un llanto seco y convulso que desembocaba en un sueño que tenía más de inconsciencia que de reposo.
—Intenté que afrontara el problema y se puso hecha una fiera.
—Siempre ha sido una mujer con mucho carácter.
Álvaro Saavedra asintió.
—Sí. —Y a sus labios asomó un proyecto de sonrisa al recordar a la Virgínia del pasado, la mujer desenvuelta y decidida que cruzaba la calle cortando el aire con la mirada, orgullosa de su casa y su familia: de un marido al que muchas amigas deseaban en secreto y de un hijo, Daniel, al que las hijas de esas amigas perseguían sin recato—. ¿Y vosotros? ¿Cómo va el restaurante?
—Va. Mejor de lo que cabría esperar. Los fines de semana lo tenemos lleno y, con la que está cayendo, eso ya es decir mucho.
El tono de fatiga, casi de hartazgo, era tan evidente como las ojeras que envejecían su cara.
—Pensé en traspasarlo, pero Júlia no quiso oír hablar del tema. Y al final creo que tiene razón. Soy demasiado joven para estar sin hacer nada. —Sonrió—. Y demasiado viejo para que me apetezca hacer algo. A veces doy gracias a Dios por tener a Laia. Me sirve para restaurar la confianza en la bondad del mundo.
Álvaro asintió. Era consciente de que en ese momento de la vida ya no había vuelta atrás. Lo mejor era resignarse y seguir el camino marcado, aunque resultara menos apetecible de lo previsto. Joan había tenido suerte con Júlia, una de esas mujeres prácticas y responsables, una de esas esposas a las que incluso su marido llamaba «mamá», y también con Laia, la hija a la que adoraban todos porque era imposible no responder con amor a la ingenuidad que emanaba de alguien que mentalmente sería siempre una niña.
Años atrás, cuando ambas familias se habían convertido en el tema de conversación de una ciudad lo bastante pequeña para que eso importara, la gente había dejado de ir a comer a Can Badía. No todos lo hicieron de manera deliberada, aunque hubo algunos que se creyeron con derecho a castigar así a unos padres que habían engendrado a semejante monstruo; otros, la mayoría, simplemente decidieron escoger un lugar diferente para sus celebraciones familiares. Corrió el rumor de que iban a cerrar: los largos meses de invierno, sin turistas ajenos al escándalo, se estaban convirtiendo en una cuesta insoportable. Álvaro Saavedra tomó cartas en el asunto, y el día de Sant Narcís se presentó en el restaurante acompañado por su familia. Saludó al que había sido su mejor amigo, se instaló en una mesa al lado de la ventana, para que todos lo vieran, y comió sin prisas bajo la mirada vidriosa de su mujer y la cara de desconcierto de su hijo.
Después, en casa, prosiguió una batalla que habían dejado a medias antes, cuando Álvaro había sugerido y luego ordenado, en un tono infrecuente en él, que ese día comerían en Can Badía. Ferran ya estaba ingresado y sus padres no tenían por qué pagar con su negocio los presuntos actos de un hijo desquiciado. No lo merecían, y, además, Joan Badía era su amigo. Antes de salir, su esposa había lanzado el enésimo dardo envenenado: «Ojalá no hubiéramos bajado a Barcelona ese día. Ojalá no hubiésemos llegado a tiempo de salvarlo».
—Han encontrado los cuerpos —dijo Álvaro con la vista fija en la arroyo seco. Sin verlo, notó que su amigo se tensaba de golpe—. Acaban de llamarme. Tenemos que ir a Barcelona mañana para que nos tomen muestras de ADN. Pero, por el tono de quien llamó, albergaban pocas dudas.
Oyó una inspiración profunda, acompañada de un suspiro lento. El cuerpo de Joan Badía parecía más ligero que nunca.
—Quería decírtelo yo, antes de que te enteraras… —se paró—, ya sabes, por otros o por la prensa.
Hubo unos minutos de silencio. Nada se movió en aquel paisaje de aguas quietas, incluso el viento había amainado.
—¿Te han dicho algo más?
—No. Supongo que en persona me facilitarán más información.
—Al menos podréis enterrarlos —dijo Joan Badía en voz baja.
—Sí. Y tal vez…
—Tal vez.
Se miraron y se comprendieron como sólo dos personas que se conocen desde hace mucho pueden hacerlo. Tal vez aparecieran nuevas pruebas, tal vez surgiera algo, un dato forense, una pista pasada por alto, que llevara hasta la verdad, fuera cual fuera; que confirmara de manera taxativa las sospechas, afianzara sin lugar a dudas que Ferran Badía había matado a Daniel y a su novia, o que lo exculpara de toda responsabilidad.
—Gracias por decírmelo. —Tosió, nervioso—. Álvaro, no sé si yo sería capaz de actuar como tú.
—Lo harías y lo sabes. —Se levantó; de repente sentía ganas de llegar a casa, no porque fuera ya un refugio ni un hogar, sino porque quería hablar con Virgínia antes de que el alcohol la hubiera derrotado—. Tengo que irme, debo decírselo a mi familia.
Álvaro Saavedra y Joan Badía se estrecharon la mano en un gesto convencional de despedida que, en su caso, tenía mucho más significado. Confianza, amistad, rencor superado. Honestidad y dolor compartido. Mientras caminaba hacia su casa, Álvaro Saavedra quiso conservar esa sensación reconfortante, la de una amistad que había superado pruebas durísimas, pero poco a poco las imágenes de su hijo muerto fueron invadiendo su conciencia hasta paralizar sus pasos. Se llevó una mano al pecho para comprobar que su corazón seguía latiendo. Lo hacía.
Había poca gente en la calle, y menos aún en el puente. Sólo un hombre lo cruzaba, en dirección opuesta a la suya, aunque Álvaro no lo reconoció hasta que lo tuvo delante y el hombre se paró. Era el mismo que la mañana anterior había acudido a su oficina a pedir un aplazamiento más, una prórroga que, ambos lo sabían, sólo serviría para incrementar la deuda. El hombre lo miró, en silencio, y por un momento uno y otro se detuvieron en mitad del puente. Álvaro encontró fuerzas para sostenerle la mirada y, con un arranque de seguridad en sí mismo, siguió adelante con paso firme. Notaba los ojos del otro fijos en su nuca, podía sentir sus preguntas e incluso sus ruegos. Una amargura súbita le subió del estómago hasta el paladar: a él le habían matado a un hijo, ¿no era ésa una tragedia mayor, más cruel, menos merecida?
Cuando llegó al final del puente no pudo evitarlo y volvió la cabeza. El hombre seguía parado, aunque ya no lo miraba a él, sino al río de aguas grises y Álvaro Saavedra estuvo tentado de regresar sobre sus pasos para hablar con él.
No lo hizo. A diferencia del día que entró en el piso de Dani y se lo encontró enzarzado en aquella especie de orgía a tres, dejó que su mente controlara el impulso y siguió andando hasta llegar a su casa. Respiró hondo para coger fuerza. Iba a sacar las llaves de casa del bolsillo cuando Nicolás le alcanzó en la puerta.
—Papá. Eh, ¿estás bien?
Y entonces, al ver esa cara tan parecida a la de Daniel y a la vez tan distinta, los mismos ojos oscuros en una cara de rasgos más amables, menos arrogantes, Álvaro Saavedra no pudo aguantar más. Soltó las llaves, apoyó la cabeza en la puerta de madera y, por primera vez en años, se derrumbó y sollozó como un niño. No tanto por la muerte de Daniel como porque en ese instante supo que no se perdonaría jamás haberle dicho tan claramente a su hijo la opinión que tenía de él.