Leire contempló las fotos de los cuadros: la casa, los pájaros y, sobre todo, la imagen salpicada de flores amarillas que cubría a los amantes muertos. Al tiempo, la cabeza se le llenaba de preguntas que, veinticuatro horas después de los hallazgos, aún no tenían respuesta alguna. ¿Por qué alguien habría pintado precisamente esa imagen? Los muertos llevaban allí años. ¿Acaso los habían encontrado y eso había estimulado la inspiración de los artistas? A ella le costaba creer que alguien siguiera viviendo, aunque fuera temporalmente, en una casa cuyo sótano albergaba dos cadáveres. Aun así, si los ocupantes eran lo bastante macabros para convivir con dos esqueletos en el sótano, ¿por qué se habían ido de repente? Se le ocurría una respuesta para la que, una vez más, no tenía ninguna prueba. Quizá, sólo quizá, se habían marchado en cuanto terminaron lo que habían ido a hacer. Pintar los lienzos. Poner el secreto de la casa en imágenes que todos pudieran ver, sin presentarse como los descubridores de los cadáveres. ¿Podían confiar en que sus cuadros despertarían la curiosidad de alguien como el sargento Torres, un policía concienzudo que registró la casa a fondo? ¿Habría confiado ella misma en algo así?
Todo eran preguntas. Los primeros compases de una investigación le producían siempre una irritación constante y, a la vez, la hacían sentir más despierta y viva que nunca. Una vitalidad que exigía movimiento, acción, en lugar de esperar sentada a que llegaran los informes de las autopsias. «Con suerte, el viernes», habían dicho desde el instituto forense. Los recortes de personal estaban llegando también allí. Y, aunque no lo decían, ella intuía que los muertos del pasado no ocupaban el primer puesto en la lista de prioridades.
Volvió a estudiar las fotos. No era, ni mucho menos, una experta en arte, pero al ver por enésima vez la casa, aislada, rodeada de esos pájaros rígidos, los perros olfateando la tierra amarilla o, la principal, la mayor y más impactante de todas, la de los amantes muertos, se le ocurrió que los cuadros parecían ir contando una historia. Había cierto hilo narrativo, como si se tratara de ilustraciones: imágenes repetidas y una unidad cromática que parecían conformar un relato gráfico. Llevada por esa idea tecleó en el ordenador una búsqueda de cursos de ilustración en Barcelona, segura de que obtendría algunos resultados. No se equivocaba, y en un cuaderno fue anotando las direcciones de las escuelas que los ofrecían. No tenía ni idea de si aquello serviría de algo, pero al menos había encontrado una vía a explorar.
Algo más satisfecha, respiró hondo, y estaba pensando en regalarse el segundo café descafeinado de la mañana, como premio, cuando su compañero llegó hasta su mesa. Y, por el brillo de su mirada, traía buenas noticias.
—Iba a por un café. ¿Vienes conmigo y me lo cuentas?
Se dirigieron a la máquina, situada en una sala que normalmente se usaba para las reuniones de briefing y que, en ese momento, se encontraba vacía.
—¿Cómo va con el perro? ¿Ya le has puesto nombre? —preguntó Leire mientras esperaba que la máquina vertiera el líquido en el vaso.
—Bueno, digamos que ayer hizo una exploración a fondo de mi piso.
Lo dijo en tono pesaroso.
—¿Muy a fondo?
—Bastante. Le gustó especialmente el cubo de la basura. Tendré que acostumbrarme a cerrar las puertas antes de irme. —Y sonrió.
Era de esos chicos de pocas sonrisas, como si llevara la seriedad incorporada al semblante, y al hacerlo su cara adoptaba un aire totalmente distinto. Su tez, de natural muy morena, se oscurecía más todavía bajo aquella barba insistente, que a todas luces él intentaba afeitar a primera hora sólo para que a media mañana ya hubiera crecido hasta formar un bloque denso y uniforme. Tras compartir con él cuatro días, Leire ya pensó que bajo la apariencia extremadamente educada y formal de Roger Fort podía haber alguien divertido. E incluso atractivo, aunque no fuera su tipo.
—Y en cuanto al nombre, la verdad es que no se me ocurría nada. Así que de momento no tiene. Se admiten sugerencias.
—Creo que tampoco es lo mío. No sé, míralo a la cara y ponle el primero que se te pase por la cabeza.
Roger la observó con expresión dudosa, como si no tuviera muy claro que aquel método fuera a funcionarle.
—Bueno —prosiguió Leire—, ¿qué ibas a contarme?
Para ella, el café de esas máquinas no salía nunca lo bastante caliente, así que lo bebió deprisa, casi de un sorbo.
—Ha llegado el expediente. Lo tengo en mi mesa. Lo ha traído Bellver en persona y dice que luego hablará con el jefe, cuando tenga un rato. Hay impresiones personales que quiere comentarle.
Leire sacudió la cabeza. No era ningún secreto en la comisaría que Bellver no se distinguía exactamente por su eficacia o, cuando menos, por su dedicación al trabajo. Los rumores maliciosos sobre sus ascensos habían sido continuos, y todos sugerían que éstos se debían más a la habilidad en el manejo de estadísticas y a su capacidad de hacer las amistades adecuadas que a la resolución de casos concretos.
—¿Cuándo se denunció su desaparición?
—El 27 de agosto de 2004. Lo he mirado sólo por encima, pero al parecer se marcharon de vacaciones semanas antes y nunca volvieron. Las familias decidieron dar la voz de alarma a finales de agosto. Tenían veinticuatro y veintitrés en el momento de la desaparición, lo cual encajaría con los comentarios del forense sobre los cadáveres. El caso se quedó en nada porque los cuerpos no fueron encontrados, a pesar de que existía un sospechoso bastante claro. Y hay algo más.
—¿Sí?
—Él tocaba en un grupo de música. Aficionados, pero es algo.
—Vamos —dijo ella—. Tenemos que hablar con Salgado. Yo también tengo un par de cosas que contarle.
Después de tres reuniones aburridas, Héctor consiguió abrir el expediente del caso a las cinco de la tarde.
La denuncia por la desaparición de Daniel Saavedra, de veinticuatro años, y Cristina Silva, un año menor, había sido puesta un 27 de agosto. Según constaba en los papeles que tenía delante, los padres de él llevaban tiempo sin noticias de su hijo. Al principio no les había extrañado: era verano y, a finales de junio, Daniel les había anunciado que se marchaba de viaje con su novia, Cristina Silva, sin especificar el destino de esas vacaciones. Sí les había dicho, según recogía esa primera denuncia, que «necesitaba unos meses de desconexión, y que ya se pondría en contacto con ellos en septiembre, cuando regresara». Héctor no pudo evitar que la edad y una incipiente insumisión paterna le torcieran el gesto. Las necesidades de desconexión de los jóvenes empezaban a irritarle, probablemente porque, sin grandes esfuerzos, imaginaba a Guillermo soltándole una frase por el estilo. Y, según parecía, el canon del padre moderno imponía el respeto absoluto a esos períodos de reflexión: un «no molestes, y si te preocupas, allá tú» que le sacaba de quicio.
Sin embargo, los padres de Daniel, residentes en Girona, no habían esperado al otoño para dar la voz de alarma. La fecha del cumpleaños de su madre, el 20 de agosto, había sido el catalizador que los había llevado a preocuparse por su hijo. Aquel día, la madre de Daniel había hablado con su compañero de piso, Ferran Badía, sin que éste hiciera mención alguna sobre el paradero de Daniel. Pero la madre —siempre eran las madres las que poseían ese sexto sentido que las advertía del peligro y las llevaba a actuar— había notado algo raro en la conversación con el chico. Y por fin, después de un sinfín de llamadas perdidas a su hijo, y tras una semana de conversaciones tensas, había convencido a su marido para ir juntos a Barcelona y hablar con Ferran cara a cara.
En el tercer piso de la calle Mestres Casals i Martorell, número 26, se habían encontrado con un cuadro difícil de olvidar: el compañero de piso de su hijo acababa de tomarse una sobredosis de fármacos. Asustados y absolutamente desconcertados, el matrimonio llamó a emergencias y, en cuanto llegaron al hospital, les contaron todo a los agentes que se presentaron allí alertados por el intento de suicidio. Fue entonces cuando el padre de Daniel admitió estar al tanto de que su hijo, la chica y el compañero de piso habían mantenido lo que el informe describía, entre comillas, como una «relación triangular».
Héctor separó las fotos de los tres vértices de aquel triángulo pensando que, en el peor de los casos, dos de ellos habían encontrado la muerte, mientras que el tercero, Ferran Badía, estaba, según los informes, encerrado en una institución psiquiátrica. Mal final para todos. No eran fotografías de muy buena calidad, en especial la de Ferran. Cristina Silva, en cambio, aparecía con absoluta nitidez: una chica de cabello muy corto, casi rapado, de facciones marcadas y ojos verdes. Las cejas eran apenas una línea y conferían a su cara un aire de máscara, al tiempo que transmitían la idea de que aquella joven quizá no fuera una belleza excepcional pero, sin duda, se trataba de alguien interesante. Cristina habría podido encarnar a una Casandra moderna: su mirada penetrante parecía ver más allá del objetivo, perderse en las visiones del futuro o, tal vez, en maquinaciones para que éste se acomodara a sus deseos. No se apreciaba en aquel rostro el menor asomo de timidez o modestia; al revés, miraba de frente a la cámara, casi con expresión desafiante. Su gesto parecía decir: «Aquí estoy, róbame el alma si te atreves».
Daniel Saavedra, su malogrado amante, era un ejemplar más corriente. Sin duda era guapo, más aún para los cánones modernos. Moreno tanto de cabello como de piel, con cejas pobladas y ojos casi negros, la dureza del conjunto quedaba compensada por una sonrisa que debía de haber derretido los corazones de la mayoría de las mujeres con quienes se había cruzado en su vida. Al contrario que Cristina Silva, que en la foto se mostraba impasible, casi inescrutable, Daniel sonreía para hacerse querer. Y, Héctor estaba seguro, el truco debió de funcionarle desde pequeño. Un afeitado incompleto, la sombra de una perilla y el cabello más largo que el de su novia aunque sin llegar al exceso, lo dotaban de ese encanto masculino al que caían rendidas muchas chicas, tanto de hoy como de antes: el chico rebelde pero simpático, de mirada oscura con un punto soñador.
Por el contrario, podría afirmarse que el universo femenino más bien ignoraría a Ferran Badía, a pesar de que la imagen era tan mala que resultaba difícil juzgar con propiedad. Frente al ordenador, Héctor efectuó una búsqueda con su nombre, pero al parecer se trataba de la foto oficial, la única que consiguió encontrar. Y eso que, sin duda, Ferran había alcanzado más fama que los otros dos. Mientras leía los artículos de prensa que halló sin demasiado esfuerzo, Héctor se dijo que la maldad, puesta entre comillas, resultaba ahora más fascinante que la belleza o la juventud.
Ferran Badía había sido objeto de análisis de psicología barata y lo habían puesto como ejemplo los opinadores interesados que pretendían convertirlo en el icono malvado de una generación consentida, incapaz de tolerar la frustración, arrogante, despiadada. Era curioso cómo lograban retorcer ciertos hechos para que encajaran con su tesis: la falta de valores de la juventud del siglo XXI se encarnaba, según algunos columnistas de talante más bien reaccionario, en ese joven pálido y rubio, muy culto pero carente de principios morales. La relación con Daniel y Cristina, que tanto él como los demás amigos de la pareja habían reconocido abiertamente, lo situaba a un paso de la depravación y explicaba su estallido de violencia como si la promiscuidad y el asesinato fueran dos caras de la misma moneda. Uno de esos pensadores llegaba a decir que, «dada la relación insana establecida entre los tres, cualquiera de ellos, llevado por la inseguridad patológica, podía haber matado a los otros miembros del trío». Le vinieron a la memoria las diatribas de Lola contra los predicadores con columna propia.
Algunos medios señalaban que Ferran Badía había sido objeto de bullying en el colegio, lo cual podría haber provocado el rencor latente que «le llevó presuntamente a explotar como una bomba». La presunción de inocencia era simplemente eso, un adverbio o sustantivo que cubría las espaldas sin engañar a nadie. Porque la mayoría de los artículos destacaban su frialdad, su aparente falta de empatía con los padres de las víctimas, su distanciamiento de lo que sucedía a su alrededor. La prensa había decidido que, de acuerdo con los indicios y las declaraciones de Badía, éste había matado a los otros dos. Lástima que dichos indicios no lograron apoyarse en pruebas reales. A pesar de la presión en su contra, no pudo obtenerse de él una confesión ni la menor información sobre lo sucedido, y al final un nuevo intento de suicidio había enviado al joven a una institución psiquiátrica, hecho que también había sido recogido por esa misma prensa como una especie de fracaso de la justicia y las fuerzas del orden.
Héctor apoyó la espalda en la silla. La tensión se le acumulaba en los hombros, pero no se debía únicamente a la postura. A veces, cuando leía o escuchaba esa clase de opiniones, tenía la impresión de que la modernidad social que había impregnado a su país de adopción era tan sólo una moda, un envoltorio que cubría una realidad mucho más atávica, conservadora e intolerante que aprovechaba cualquier rendija para dejarse ver. Justo entonces, la puerta se abrió después de un toque leve, casi imperceptible.
—¿Tienes un momento?
Lo tenía, por supuesto, pero le apetecía muy poco pasarlo con Dídac Bellver. A sus cuarenta y tres años, Héctor sabía que no podía llevarse bien con todo el mundo y tampoco lo intentaba. Sin embargo, le costaba pensar en otro colega por quien sintiera una antipatía parecida. Ganada a pulso, por cierto. Que fuera el inspector asignado por Savall para el seguimiento del caso de Ruth tampoco había ayudado a que la animadversión disminuyera un ápice.
—¿Estás con el expediente de los desaparecidos? Seguro que esta vez podréis meter a ese desgraciado en la cárcel.
—¿Te refieres a Ferran Badía?
—Claro. La ausencia de cadáveres nos impidió hacerlo hace siete años. Ahora no me cabe duda de que encontraréis las pruebas necesarias.
Héctor no supo qué contestar.
—Lo hizo él. No lo dudes —afirmó Bellver—. Y el muy cabrón se las arregló para pasar por un angelito deprimido delante de todos. Incluso logró engañar a Andreu al final.
—¿Martina Andreu trabajó en el caso?
—Sí. Estaba conmigo entonces.
—Me consta.
Héctor sonrió al recordar los comentarios de la subinspectora Andreu referidos a su ex jefe, aunque éste lo hubiera sido por muy poco tiempo.
—Desengáñate, Salgado. En estos casos siempre es el amante despechado. —Podría haberlo dejado ahí, la frase estaba lo bastante clara sin necesidad de añadir nada más—. La esposa engañada. O el marido abandonado.
Héctor dudó un momento. Tenía la oportunidad dejar pasar lo que a sus oídos sonó como una indirecta, o podía no hacerlo.
—Las cosas no siempre son tan simples. Con tu experiencia deberías saberlo.
—¿Tú crees? Yo cada vez estoy más convencido de que la explicación más sencilla suele ser la correcta.
—Bueno. Te aseguro que si encuentro pruebas que incriminen a Ferran Badía ya te enterarás.
—Las encontrarás. Siempre acaban apareciendo. Como los cadáveres, y con ellos las pruebas.
Héctor no quería responder a insinuaciones que, viendo la sonrisa de Bellver, estaban formuladas con la intención de provocarlo. El silencio se apoderó del ambiente mientras su visitante buscaba algo más que añadir.
—Seguimos sin novedades en el caso de tu ex mujer. Pero no nos olvidamos de él, te lo prometo.
—Tampoco yo.
Se levantó de la silla y se quedó mirando a Bellver a los ojos.
—Ya me iba —le dijo Héctor.
—Claro. Si necesitas algo más, ya sabes dónde encontrarme.
Bellver salió sin decir adiós y el aire quedó tenso, como el que debía de respirarse en las madrugadas en que dos duelistas se batían por honor. Héctor se dijo que necesitaba salir, buscar la calma química en un cigarrillo, andar y liberar la tensión. Por lo tanto, en lugar de dirigirse hacia su casa, tomó la Gran Via y avanzó con paso rápido hacia el centro. Quería ver el lugar donde vivieron aquellos tres chicos, aunque hubiera sido poco tiempo. Atravesó el centro de la ciudad, repleto de turistas bulliciosos y descendió por Via Laietana hasta girar hacia el Palau de la Música. Lo miró de reojo, con cierta sorna; un edificio tan hermoso por fuera, protagonista de uno de los mayores escándalos de corrupción en los últimos años: una especie de cueva de Alí Babá en versión modernista. Descendió por una callejuela ya menos transitada y luego volvió a girar a la izquierda.
El número 26 de la calle Mestres Casals i Martorell casi hacía esquina con Sant Pere més Baix. Así que allí era: en aquel inmueble viejo, con una gran puerta de madera que evocaba siglos pasados, habían compartido piso Daniel Saavedra y Ferran Badía. Ignoraba por qué había caminado hasta allí, ya que poco podía aportarle esa visita, y sin embargo, una vez en el lugar, observó la calle. Sant Pere més Baix era estrecha y, en resumen, tenía un aire triste. Inmigrantes caminando sin rumbo concreto por una acera tan menguada que casi tenían que hacerlo en fila india, hasta acabar invadiendo la calzada. Comercios de barrio, ya a punto de cerrar, dependientes con cara de aburrimiento que bajaban las persianas como si quisieran no volver a subirlas.
Encendió un cigarrillo, pensando que los turistas debían encontrar pintoresca aquella calle después de haber disfrutado de la belleza opulenta del Palau. A su derecha, precisamente por la calle que él había ido a inspeccionar, ascendía un pequeño grupo de turistas con un guía que, de repente, se detuvo enfrente del número 26 e inició un relato en inglés según el cual, hasta donde Héctor llegó a entender, en el primer piso de esa casa se había detenido a dos mujeres, acusadas de asesinar niños. Los turistas hacían fotos a la puerta como si ésta fuera el pasaje al infierno y los espíritus de los niños aún vagaran por ahí, agazapados en algún rincón de la escalera. «Leyendas negras en Barcelona», se dijo Héctor, y casi sonrió al pensar qué diría esa gente si él les contara que, un siglo después, tres habitantes de ese mismo edificio se habían visto envueltos en un doble asesinato. Sin duda, eso confirmaría las supercherías que daban de comer al guía, que, todo hay que decirlo, se tomaba su papel con entusiasmo y ponía el énfasis adecuado a los pasajes más truculentos: al parecer, aquellas mujeres usaban a los niños muertos para fabricar todo tipo de ungüentos y cremas. Entre asqueado y divertido, Héctor los dejó tomando fotos y se dirigió hacia la estación de metro más cercana. Ya era hora de volver a casa.